A la vuelta de Madrid. La polémica en falso sobre el Valle de los Caídos PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - La ley de la memoria
Escrito por Luis Arias Argüelles-Meres La Nueva España   
Miércoles, 07 de Diciembre de 2011 04:48

Vista Valle de los caídosNo ha sido posible dar por sabidas ideas básicas antes expuestas, porque su verdad no es demostrable matemáticamente; hubo así que tener presentes -en interés de esta causa- a quienes razonan mediante «juicios antipáticos a priori». (Américo Castro)

Primera hora de la tarde. Madrid ya se quedó atrás. Las poblaciones más cercanas, también. La cruz del Valle de los Caídos no tarda en divisarse desde el coche. Cada vez que la atisbo, soy consciente, no sin cierto desgarro, de su cercanía a aquel monumento al que Ortega definió como piedra lírica. A aquel Escorial en cuyo interior habitó el innominado personaje de Azaña, al que alguien denominó como «el Amiel sin miel de El Jardín de los Frailes».

 

Es innegable que la cercanía entre el Valle de los Caídos y El Escorial resulta inquietante. Por mucho que los separen siglos de distancia, por mucho que el real sitio fuera concebido, entre otras cosas, como el enclave de un gigantesco imperio, por mucho que el monumento escurialense le haya inspirado a Unamuno la genialidad de que Felipe II fue en realidad un Quijote de covachuela, se diría que aquel general cuya carrera militar tuvo tanto que ver con aquella guerra de África en la que la decadencia de España era bastante más que una retórica noventayochista, quiso dejar su impronta muy cerca de tan histórico lugar para que saliese a escena la omnipresencia de la muerte entre españoles. Gigantesca sepultura en la que el tamaño sí que importaba mucho.

Pero esta vez, tras conocer el dictamen de la comisión creada ad hoc por el Gobierno de un Zapatero que, según parece, pretende marcharse a hurtadillas, no puedo soslayar que, de nuevo, estamos ante una intentona que, como nos viene sucediendo, se va a cerrar en falso. Y es imposible no preguntarse hasta dónde pretendió llegar el político leonés con su teórico empeño de dignificar la llamada memoria histórica.

No olvidemos que, de entrada, abrazó el llamado republicanismo de Petit, al tiempo que en ningún momento se cuestionó la Monarquía. No olvidemos que sus halagos a la II República jamás dejaron la puerta abierta a reivindicar la tercera. Y no olvidemos tampoco que nunca hizo apuestas decididas por el significado del republicanismo, ni en su política social y económica, ni en su política educativa, ni en su política cultural. Lo de Zapatero con el republicanismo no pasó de ser un enredo más de los muchos que hizo. Una frivolidad fruto de su incurable e incorregible inconsistencia.

Para empezar, no es esperable que el PP se ocupe de poner en marcha el dictamen de la comisión, que aconseja que los restos del dictador no continúen donde están. Y, para seguir, con o sin Franco, no se podrá cambiar el significado del Valle de los Caídos, el de un lugar en el que se da cita la barbarie de aquella guerra, de cuyas consecuencias ni la izquierda de siglas desea en verdad acordarse.

Hay cosas que no pueden ser reconvertidas. El Valle de los Caídos nunca podrá llegar a ser el referente de todos los muertos de la guerra civil. De hecho, sólo con pretender semejante cosa se está insultando la memoria de las víctimas que no fueron a parar allí por voluntad propia y se está faltando al respeto también de todos aquellos que se vieron obligados a trabajar allí en condiciones que formarían parte de la historia universal de la infamia.

No, no se puede desandar la historia con la frivolidad de un José Bono que, siendo ministro de Defensa, pretendió poner en el mismo sitio a republicanos españoles que lucharon en Europa contra la barbarie nazi con otros que acudieron en apoyo de las tropas hitlerianas.

Caídos por Dios y por España, frente a aquellos otros que sufrieron muerte, cárcel o exilio. Caídos a resultas de una cruenta guerra que trajo una de las dictaduras más largas de la historia de Occidente. Caídos por defender una idea de España ciertamente distinta de la que resultó triunfante.

A la vuelta de Madrid, viendo de lejos la mole de la que tanto se viene hablando, sobreviene la certeza de que, en efecto, la izquierda española nunca se enfrentó a la historia, ni a la suya propia, a la que traicionó el PSOE desde su irrepetible y malograda victoria del 82, ni a la de este país al que seguimos llamando España.

Aquel Quevedo que hablaba en un inolvidable soneto de que en todo cuanto veía se topaba con la sombra de la muerte viene muy bien al caso. La guerra y la muerte, cuya sombra tiene en este caso color de osamenta. Algo demasiado serio, algo demasiado trágico, para afrontarlo con frivolidad.

La solemnidad y la grandeza son obligadas cuando se trata de verse cara a cara con la muerte, como decía el personaje lorquiano, cuando se trata de honrar a los muertos y no de un paripé inane. La paz, la piedad y el perdón, invocados por Azaña en un inolvidable discurso, exigen una trascendencia y una seriedad que resultan inalcanzables para discursos que hacen de las fruslerías principal materia de galvanización.

Hablamos de tragedia, señores, de una tragedia que, para muchos, duró décadas. Y hay quien quiso y quiere hacer de ella, como estaba cantado, comedia bufa.

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Fuente: La Nueva España