"La Corona", la obra dramática de manuel Azaña, a los 80 años de su estreno PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - Cultura de la Memoria
Escrito por Arturo del Villar / UCR   
Miércoles, 21 de Diciembre de 2011 04:43

 La Corona de Manuel Azaña El sábado 19 de diciembre de 1931 la compañía de Margarita Xirgu estrenó en el Teatro Goya, de Barcelona, una obra dramática del primer jefe del Gobierno constitucional de la República y ministro de la Guerra, Manuel Azaña: La Corona. Fue un acontecimiento político y social. Se agotaron todas las localidades, e incluso hubo incidentes ante las taquillas, al pretender muchos ciudadanos conseguir una inútilmente. En el palco de honor se encontraba Francesc Macià, presidente de la Generalitat, con su esposa y su hija María, y no faltaron las autoridades barcelonesas.

 

 

   La obra no alcanzó el éxito de las representaciones más aplaudidas en los escenarios españoles en torno a 1930, por lo que no se mantuvo mucho tiempo en cartel. Es comprensible, ya que Azaña quiso plantear una reflexión sobre el poder político, la libertad y la tiranía, temas que interesan a la gente que razona, pero son indiferentes para eso que se denomina el gran público. Su tragedia no se amoldaba a los criterios habituales en el momento del estreno, sino que se adelantó a su tiempo y a las inquietudes de los espectadores españoles en aquellos años.

   La Corona debe relacionarse con el teatro de pensamiento que triunfó en Europa después de la segunda guerra mundial, y alcanzó a los años cincuenta en sus inicios. Entonces hubiera impulsado un gran éxito en los escenarios europeos, donde se representó el teatro reflexivo que inquietaba al público, después de haber tenido que replantearse todos sus valores éticos e incluso humanos.

   Pero entonces era imposible imaginar siquiera su puesta en escena dentro de la gran cárcel en que estaba convertida España, y en los otros países europeos no se reconocía al autor como dramaturgo, sino como un político, y no era el momento oportuno para demostrar sus cualidades teatrales. Es el motivo de que La Corona no haya conseguido la calificación merecida, al haberse anticipado a su época.

 

El teatro español hacia 1930 

   Alrededor de 1930 dominaban los teatros madrileños, que es tanto como decir españoles, los hermanos Álvarez Quintero, Carlos Arniches y Pedro Muñoz Seca, a menudo en colaboración con su colega Pedro Pérez Fernández, quedando a mucha distancia Jacinto Benavente. Esto significa que el gusto del público prefería los sainetes, tanto andaluces comos madrileños, con su deformación de la realidad en busca del humorismo facilón, y el otro humorismo mucho más facilón todavía y retorcido del género bufo denominado astracán. A su lado, los dramas benaventinos resultan obras excelsas y de temática social muy avanzada.

   Pero el conservadurismo de todos los autores mencionados es notorio, de modo que la incidencia de sus obras en los espectadores contribuía únicamente a evitarles cualquier reflexión sobre la sociedad del momento. Los problemas que se les planteaban a los castizos andaluces o madrileños en escena no eran la terrible miseria de su vida y la falta de esperanza en su redención, sino unos amoríos que incitaban al compadreo a los buenos burgueses que los contemplaban.

   Naturalmente, los empresarios teatrales buscan siempre su negocio, lo que se denomina un éxito comercial, exactamente lo mismo que los vendedores de cualquier producto en el mercado. De igual manera, las compañías teatrales comerciales atendían entonces primordialmente a los autores considerados populares, concepto que implica un triunfo para los espectadores que no forman parte del pueblo, sino de la burguesía acomodada. Al pueblo no se le ofrecía hasta ese momento teatro: fue una de las innovaciones de la República, acercar el teatro al pueblo.

 

Un teatro republicano 

   Con la proclamación de la República el 14 de abril de 1931 resultó factible estrenar un teatro político, hasta entonces censurado por la monarquía y sus dictaduras. María Francisca Vilches y Dru Dougherty, estudiosos muy atentos del teatro madrileño entre 1900 y 1936, reseñan en los primeros meses republicanos los estrenos de Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán; Alfonso XIII de Bom-bon, de Ángel Custodio y Javier de Burgos; El fantasma de la monarquía, de Gonzalo Delgrás; Rosas de sangre o El poema de la República, de Álvaro de Orriols; Fermín Galán, de Rafael Alberti; Los esclavos de la Tierra o El triunfo de la República, de Andrés Vázquez y López Agudín, y Los mártires de la libertad o La tragedia de Jaca, de Antonio Borrell, así como la revista escrita por José Tellaeche con música del maestro Sama titulada Gutiérrez, apodo con el que conocía el pueblo madrileño al despreciado exrey Alfonso XIII [1].

   Hay que incorporar a esta relación un estreno que no suelen tener en cuenta los azañistas, pero que es muy significativo: el de La carroza del Santísimo, alegato burlón anticlerical escrito por Prosper Mérimée y traducido por Manuel Azaña. Lo puso en el escenario del Teatro Muñoz Seca la compañía de comedias de Irene López Heredia y Mariano Asquerino la noche del 17 de junio de 1931. Fue recibido con honda división de opiniones entre los críticos, según su ideología religiosa, que no teatral, de acuerdo con el medio de comunicación para el que trabajaban [2].

   Así se presentaba el panorama teatral español cuando el jefe del Gobierno y ministro de la Guerra se trasladó a Barcelona, para asistir al estreno de su tragedia. Aquel acontecimiento superaba la expectación normal de un estreno, debido a la destacada personalidad política del autor. Los catalanes confiaban en que los dirigentes republicanos españoles sabrían acceder a sus paralizadas reivindicaciones nacionalistas, y sabían que Azaña era su valedor en el Congreso.

 

Un éxito sin convicción 

   El estreno absoluto tuvo lugar en el Teatro Goya el sábado 19 de diciembre de 1931, y la misma compañía lo repitió en el Teatro Español, de Madrid, el 12 de abril de 1932, al cumplirse un año de las elecciones que dieron el triunfo a la conjunción republicano-socialista y empujaron al rey al exilio. El director de escena fue Cipriano de Rivas Cherif, cuñado del autor, y la compañía era la de Margarita Xirgu, actriz republicana, amiga y admiradora de Azaña como político.

   No lo admiraba igual como dramaturgo. Sabemos que a Margarita no le gustó la obra en su primera lectura, porque la protagonista en realidad queda supeditada al papel principal del hombre, cosa que, lógicamente, le creaba una sensación de secundaria en el escenario, y con razón.

   Accedió a representarla cuando el autor se convirtió en jefe del Gobierno de la República, por motivos nada teatrales, en los que se alternaron su lealtad republicana bien probada, y la confianza en conseguir una buena venta de localidades, algo que siempre convence a un empresario. El principal motivo de su disgusto se basaba en la que ella consideraba, con motivo justificado, secundariedad de su papel, que no se avenía con sus características de primera actriz avalada por una justa reputación interpretativa. Así lo explica Rivas Cherif al recordar el estreno en Barcelona: 

   Mi mayor decepción, inconfesable entonces, era la rara incomprensión a mi entender, con que Margarita la emprendía con el papel de la protagonista. Tanto me acobardó mi desilusión prematura que no acerté, cohibido por no sé qué respeto, a manifestar dictatorialmente mi descontento, [...] cuando le oí decir que [Azaña] como todos los grandes dramaturgos españoles había hecho obra de varón y no de mujer, refiriéndose a la primacía, según ella, en la acción de La Corona de los personajes masculinos sobre el que ella encarnaba [3]. 

   Estaba acertada en su juicio. No es Diana la protagonista, sino el Duque Aurelio, como manifestación del poder político, que él puede derivar a su gusto, por lo que concentra sobre sí toda la atención. Al tratarse de una reflexión dramatizada en torno al ejercicio de la política, el protagonista es el representante del poder político, y no unos enamorados a los que nada importa la política.

  

Estreno a destiempo 

   Sin duda por esas circunstancias coincidentes, al autor de la obra no le gustaron las representaciones en Barcelona y en Madrid. Más exactamente dicho: le molestaron muchísimo. Pensaba que los actores no entendían siquiera sus papeles, pero se culpó a sí mismo por no haber asistido a los ensayos en Barcelona. Había confiado excesivamente en la tarea dirigente de su cuñado, y presenciaba un fracaso, porque la escenificación no se ajustaba para nada a su idea inspiradora.

   No obstante, Rivas Cherif tuvo que reconocer la impropiedad de estrenar la obra cuando el autor se había convertido en una figura política destacadísima. Además, le pareció el mayor de los errores que ocupase un palco en el teatro de Barcelona el día del estreno durante toda la representación: el público se ocupaba más de observar los gestos del autor que de atender a las palabras de los actores. E incluso los mismos intérpretes dirigían también sus miradas al palco, para vigilar la cara del autor y comprobar si estaba complacido o no con lo que veía y escuchaba. A Rivas todo ello le causaba un gran desasosiego, pero ya no lo podía remediar, con la expectación desatada, y después de haberse interpretado el Himno de Riego. En la biografía de su cuñado anota esta observación: 

   No habían conseguido [los actores] lo que se dice entrar en situación. El público tampoco, pese a las manifestaciones personales a la figura erguida del Presidente, reproducidas al final del segundo acto y al terminar la obra; pero inequívocamente dirigidas a él en tanto que revelación de la República como político más que como dramaturgo [4]. 

   Destaca en su recuerdo los aplausos al finalizar el segundo acto, que es el dominado por el Duque Aurelio, ausente del primero. El público se entusiasmó al ver sobre el escenario la representación del poder, mucho más interesante que el diálogo amoroso predominante en todo el primer acto entre Diana y Lorenzo. El tema fundamental surge precisamente en ese segundo acto, y el público lo captó de inmediato y lo premió con sus aplausos sinceros: parece ser que los destinados al primer acto fueron de cortesía al político de acción en su faceta de dramaturgo relator de unos amores entorpecidos, mientras que los del segundo eran fervorosos al político que colocaba en el escenario una situación política tensa y bien planteada.

 

Una relexión sobre el poder 

   Coinciden las anotaciones del propio Azaña con las de su cuñado, respecto a la recepción del segundo acto, acogido más favorablemente que el anterior por los espectadores, lo mismo en Barcelona que en Madrid. Al reseñar el estreno en el teatro Goya escribió en su diario: "El primer acto gustó. El segundo, mucho más" [5]. Y al resumir la puesta en escena en el Teatro Español apuntó: "La Corona ha gustado más que en Barcelona; los dos primeros actos han gustado muchísimo, y el que más, el segundo" (III, 962).

   Es de resaltar el sincronismo, porque lo habitual suele ser que se prefiera el último acto, como culminación de las acciones adelantadas. En este caso el favorito es el mediano, que por lo general suele ser el menos significativo. Se debe al acertado planteamiento de la tensión dramática, a la aparición de Aurelio, el verdadero protagonista, que es el poseedor del poder absoluto, y realmente domina el escenario por derecho propio.

   Un lector de hoy, como el que escribe este comentario, que nunca ha visto representada la obra, opina lo mismo que los espectadores en sus dos estrenos: el acto segundo es el mejor. Y lo es debido a que constituye el núcleo y el eje de la tragedia representada, un examen al ejercicio de la política.

 

Una obra política sobre la política 

   Como reflexión acerca del poder, la libertad y la tiranía, La Corona es una obra política, o como se decía en aquel tiempo, de tesis. Sin embargo, ese carácter no se consolida hasta la entrada en escena del Duque Aurelio en el segundo acto, por lo que el primero puede engañar a los espectadores acerca de las intenciones del autor, al enfrentarse a un conflicto erótico muy del gusto burgués despreocupado.

   En efecto: el primer acto propone una secuencia amorosa, con una lejana causa política complementaria: la princesa fugitiva y el guerrillero vencido se aman, en medio de todas las dificultades del momento, y desean huir juntos para poder entregarse libremente a su pasión. Los comparsas de ese primer acto, leñadores aparentes y soldados, carecen de relevancia, de modo que la mayor parte del diálogo se centra en la conversación amatoria de la pareja principal. En este primer acto se encontraría a gusto Margarita Xirgu, porque Diana ocupa el papel preponderante.

   Seguramente al público le extrañaría que un político tan entregado a la acción pública como Azaña escenificase una secuencia amorosa. Todo un acto organizado alrededor de ese asunto, sin acción, ofrece escaso atractivo. Los aplausos iniciales debieron ser de cortesía, sin entusiasmo. Aquello parecía un drama romántico, ya anacrónico en 1931. Se esperaba otra cosa del líder republicano.

 

Inspiración y esfuerzo 

   Conocemos bien la génesis de La Corona, gracias al diario de Azaña. Con motivo del estreno en Barcelona dejó constancia del nacimiento de la tragedia a causa de una inspiración momentánea, la del primer acto. Después sucedió el esfuerzo creador, la tarea del literato que debe terminar lo que se le ha puesto entre las manos, es decir, formalizar el arrebato primerizo, con arreglo a una técnica.

   Los tres actos de la obra se sitúan sobre escenarios diferentes, y sus acciones son igualmente diversas. No se sujetó el autor a ninguna ley clasicista, pero necesitaba consolidar las acciones dramáticamente, como es obligado. Sus confidencias ilustran bien el trabajo ejecutado aquellos días de la escritura: 

   Escribí La Corona en febrero del 28. Me ocupó las tardes de veinte días. Es lo primero que he hecho para el teatro. Comencé por la escena primera del acto primero y la obra me salió toda seguida, [...] Leí el primer acto a unos amigos, que lo encontraron bueno; pero entre bromas y veras, alguno me retó a que escribiese el segundo, diciéndome que no me creía capaz de hacerlo igual que el primero. Lo escribí. Y al necesitar un tercer acto, recuerdo que hice un esfuerzo de imaginación para levantarlo sobre los dos primeros, como quien levanta una cúpula. Esto está razonado en el acto tercero mismo, con palabras del duque Aurelio. (III, 875 s.) 

   Resulta muy interesante saber que el primer acto fue debido a una inspiración relacionada con una circunstancia vital, en concreto su enamoramiento de Lola de Rivas Cherif. Allí tal vez insertó las palabras que pretendía decir a su enamorada. El segundo acto ya tuvo que ser elaborado, y ahí es donde surge la cuestión política que iba a convertirse en la pasión vital de Azaña. Finalmente, el tercero es tarea de escritor que pone todos sus conocimientos y sentidos en el cierre final, como lo podría hacer un arquitecto: por eso anotó que había levantado una cúpula para concluir el acabamiento del edificio dramático. La inspiración no bastaba más que para el arranque del escenario; después había que utilizar los recursos estilísticos propios de una representación teatral.

  

Amor como inspiración 

   En el momento inicial el interés de la aventura presentida se concreta en la tensión erótica de quienes pueden ser tomados como protagonistas, cuando se alza el telón por primera vez. El mismo autor hace referencia en su diario a la inquietud amorosa que le dominaba en la época de la escritura, unos meses antes de su boda con Lola de Rivas, a quien dedicó la obra al editarla en 1930, aunque ocultó su nombre bajo las iniciales. La dedicatoria está fechada en febrero de 1928, y la boda se celebró exactamente un año después.

   Comprendemos que el novel dramaturgo pasase a la obra sus inquietudes y meditaciones acerca del amor. No en balde había cumplido 48 años en aquel mismo mes de febrero de 1928, una edad en principio alejada de los romanticismos juveniles, que incluso resultan ridículos para quienes los miran desde fuera. El acto inicial se desarrolla como una historia de amor dificultosa, que sus protagonistas intentan culminar felizmente.

   Los problemas que golpean a Diana y Lorenzo pueden ser una sublimación de las dudas que tal vez padecía Azaña, al pensar en su matrimonio con una muchacha más joven y de educación burguesa y religiosa. Quizá de sus meditaciones surgió inconscientemente ese primer acto que conformó en concreto a unas figuras hasta entonces perdidas en el subconsciente.

   Es posible que así fuera el arranque de la inspiración. Hasta entonces el autor sólo se había interesado por el teatro como espectador y traductor, ya que sus escritos de ficción eran narraciones. Parece comprensible que sus inquietudes se encarnaran en personajes escénicos.

 

La parte autobiográfica 

   Pero Azaña era un político integral. Llevaba 25 años militando en la actividad política desde su ideología republicana, y cada día estaba más firme su vocación, ante los continuados desastres de la monarquía alfonsina. En consecuencia, el planteamiento inicial de la obra tenía que acercarse necesariamente a su atención fundamental para observar la sociedad. El conflicto personal, si lo hubo, era íntimo, y debía supeditase a la cuestión primordial de su vida.

   Así, La Corona estaba precisada de un cambio radical en su desarrollo. Por eso el segundo acto, aunque emane de la situación propuesta en el primero, lo supera en intensidad dramática, que es tanto como decir en calidad literaria. Y el tercero sale del segundo como una necesidad, es obra de artista con buen oficio.

   Conocía el autor que los espectadores no podrían atisbar el remoto origen de la obra, porque las circunstancias amatorias personales no les eran asequibles. En cambio, aceptaba la inevitable referencia política que su personalidad destacaba ese diciembre de 1931, recién aprobada la Constitución de la República y constituido el primer Gobierno conforme con ella, que le correspondía presidir. Desde esa postura trazó la solución final de la tragedia. Volvamos a cotejar sus confidencias al diario: 

   La preponderancia actual de la política en mi vida y la situación en que estoy, me ha frustrado la emoción del estreno. [...] Y he gustado, no la emoción de estrenar, sino otra más profunda: la de revivir los sentimientos que me inspiraron las principales escenas de la comedia, digo las escenas amatorias: la gran escena del primer acto, y las primeras del tercero. Toda la ternura que yo puse en ellas ha vuelto por un instante a mí. Y lo autobiográfico de la obra, que nadie verá, ha revivido, dejándome el consuelo de haber labrado con ello una obra noble. (III, 876.) 

   Por supuesto, lo autobiográfico permanece oculto, mientras que se refiera a cuestiones eróticas, y además no ofrece mucho interés para el espectador o para el lector en general. Lo importante era en 1931, y lo sigue siendo hoy para los preocupados por la política, la exposición de una trama política. Sobe todo en aquella etapa de cambio histórico, en que el pueblo tomaba por primera vez la palabra, ya que la Gloriosa Revolución de 1868 la organizaron los altos jefes militares.

El mismo autor menciona la preponderancia de la política en su vida. Es cierto que la limita al señalarla como "actual", pero ya en 1928, cuando la escritura del texto, la política se había hecho preponderante en su biografía, aunque todavía con menor trascendencia pública, como es lógico. En 1928, bajo la dictadura del general Primo en que se apoyaba la agonizante monarquía, Manuel Azaña era un político que escribía obras literarias, según la opinión general.

 

Caracteres definidores del protagonista 

   De modo que en el momento de la escritura constituía la política un elemento fundamental en la vida del autor. Se hacía inevitable, por ello, que trascendiese a la escritura e impregnase toda la obra. Pasó por delante y por encima de la anécdota erótica, por muy fuerte que fuese en aquellos instantes. Solamente en aquellos instantes, en efecto, mientras que el ánimo político permanecía esencial. A fin de cuentas lo importante no es la circunstancia amatoria momentánea, sino la vocación política aceptada mucho antes y hasta el final.

   Desde la aparición en escena del Duque Aurelio, al levantarse el telón del segundo acto, el público (o el lector) advierte de inmediato que es el protagonista de la obra. Sus palabras amplifican la tesis de la representación, y los restantes personajes van a limitarse desde ese instante a replicar a sus decisiones, pendientes de él por entero, no solamente porque de hecho detenta el poder soberano, como vencedor de la guerra civil, sino porque es la personalidad mejor definida, y en consecuencia el personaje mejor caracterizado.

   La Corona es Aurelio. Puede despistar a los espectadores el hecho de que sea Diana la primera persona en hablar cuando se inicia la representación, así como la declaración de que es la princesa, y por tanto se enlaza con la corona real que da título a la tragedia. Además, en el caso de su estreno la suposición se volvía aún mayor, por cuanto la compañía encargada de la puesta en escena era la de Margarita Xirgu, primera actriz de la escena española, de modo que su papel debiera ser el principal. Pero ella sabía que no era así.

 

La guerra y la política 

   En primer lugar, la corona real de ese hipotético país donde transcurre la acción le pertenece al Duque Aurelio, porque los notables del reino se la han ofrecido, según él mismo reconoce en dos escenas del segundo acto, aunque se burla diciendo: 

   ¡Cuánta generosidad! ¡Ofrecerme una corona de la que yo sólo puedo disponer! (II, 736.) 

   La corona, en efecto, es propiedad de Aurelio, por derecho de conquista y por elección de los ciudadanos. Podría instaurar su dinastía si quisiera, creando una legitimidad nueva, pero es lo bastante inteligente para no hacerlo. Como dueño de la corona, se la ofrece a la princesa, en lo que de hecho constituye una instauración debida únicamente a su voluntad. Es un político sin ambiciones, que ha tenido necesidad de intervenir en una guerra y lo hizo con sencillez, por obligación de su cargo. Si carece de ambiciones, los restantes sentimientos humanos también los supedita a la actuación política.

   Por mostrarse muy sincero alguien podría decir que es un cínico, pero no es cierto. Es un realista, en el sentido de acomodarse a las conveniencias de cada situación. Al comienzo de ese segundo acto que tanto gustó a los espectadores, el Duque Aurelio conversa con un periodista extranjero, en diálogos que sirven para que los espectadores comprendan cuanto antes la idiosincrasia del personaje. Y cuando el periodista le confiesa su extrañeza por descubrir en él a un político profundo, cuando esperaba encontrar solamente a un soldado, responde: 

   La guerra y la política son la misma osa, al menos en mi vida. La guerra es un suceso normal en la política, aunque no sea habitual. Yo he administrado siempre una guerra a mi país cuando no he podido hacer la política de otra manera. (II, 734.) 

   Desde luego, las opiniones del personaje no son las de su autor. Será absurdo equiparar al Duque Aurelio con Manuel Azaña, basándose en que ambos ejercitaban el poder de la política. De ser eso factible también habría que identificarle con Lorenzo, habida cuenta de que ambos se hallaban enamorados. No existe ningún motivo para proponer tales comparaciones. El autor no se colocó en el escenario.

   Tampoco es aceptable que todas las palabras adjudicadas a un personaje por el autor de la obra correspondan a su misma personalidad. En las obras confluyen personajes muy variados y opuestos, ya que si todos opinaran lo mismo no se producirían situaciones atractivas para el público.

 

El político y su lógica 

   De hecho, el político Azaña jamás consideró que la guerra y la política fueran la misma cosa en su vida. Por el contrario, mientras dirigió el ejercicio cotidiano del poder pretendió evitar el conflicto armado, y cuando eso no fue posible, por motivos muy ajenos a su voluntad, buscó la manera de alcanzar una solución factible, desde el acatamiento de la paz, la piedad y el perdón entre todos los implicados, con el principio inalienable de que resultase justa.

   Lo que conviene resaltar ahora está implícito en el parlamento citado de Aurelio: se trata de un político puro, esto es, sin mezcla de otras consideraciones, que por ello se siente capaz de actuar impuramente desde un punto de vista humano, por requerirlo así las circunstancias históricas sobrevenidas.

   Aunque el escenario represente una tienda en un campamento bélico, el Duque Aurelio no es un soldado profesional, ni pertenece tampoco a la nobleza por el hecho de ser titular de un ducado: es eminentemente un político, al que las circunstancias mantienen al frente de un ejército, por ser la guerra una consecuencia derivada de la política. Expresa con tanta claridad su pensamiento que desbarata la imagen forjada de antemano por el periodista, al comprender la lógica implacable que guía sus ideas lo mismo que sus tácticas militares.

 

El poder según Camus 

En algún momento, las palabras de Aurelio encuentran su eco en una de las grandes obras dramáticas del siglo XX, Calígula, de Albert Camus, estrenada en 1945. El enloquecido emperador romano le sirvió de disculpa al escritor existencialista francés para poner en escena una reflexión acerca del poder absoluto, algo que el mundo entero acababa de contemplar representado en otro hombre enloquecido que deseó ser la encarnación del mal, y provocó una guerra exterminadora.

   Cuando el Intendente del palacio le explica a Calígula que debe ocuparse del Tesoro Público, le ordena que haga testar a todos los patricios a favor del Estado, y a continuación los vaya matando según aconsejen las necesidades estatales para entrar en posesión de la herencia. A las objeciones interpuestas por el Intendente replica airadamente el emperador:

 

   Escúchame, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, entonces la vida humana no la tiene. Está muy claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y despreciar su vida, puesto que tienen dinero para todo. En resumen: he decidido ser lógico, y puesto que tengo el poder, vais a ver lo que os cuesta la lógica. Exterminaré a los contradictores y las contradicciones. Si es necesario, empezaré por ti [6]. 

   Es la manifestación más exacta del absolutismo político. El acaparador del poder político absoluto se convierte inevitablemente en un dictador. Puesto que tiene el poder, Calígula impone su lógica, que es un disparate completo desde el punto de vista social, pero que al sancionarlo él con su voluntad se transforma en ley positiva obligatoria, destinada por ello mismo a ser acogida resignadamente por los súbditos. En teoría, las leyes buscan procurar la felicidad de los sometidos a ellas, así que por simple lógica deben recibirlas con aprobación. Todo depende de la interpretación que se haga de la lógica.

 

Exprimir a los vasallos 

   La tesis resulta muy semejante a la sostenida por el Duque Aurelio. Posee todo el poder, luego puede y debe ejercerlo a su manera. Desea, naturalmente, facilitar el bienestar de sus súbditos, cosa que parece depender en exclusiva de su voluntad todopoderosa inspirada en su inteligencia preeminente.

   En la conversación con el periodista extranjero, que es nuclear en La Corona, confiesa Aurelio que el político debe exprimir el corazón de sus subordinados, unos simples vasallos sometidos, para observar su comportamiento. De modo que se trata de ejecutar un experimento sociológico, del que se deduzcan unas consecuencias aplicables en la mejora de las condiciones de vida de los sujetos de estudio. Pone como condición que el político sea artista, pero también puede ordenar su plan cuando se trata de un simple curioso que desea examinar una situación límite:  

A los hombres, es decir, a su espíritu, a su corazón, hay que... exprimirlos para ver qué dan de sí cuando uno es artista o simplemente curioso; para que den de sí la mejor cosecha cuando uno es hombre de acción. De ese modo he tratado yo a mi pueblo, sin esperar a que los profetas mejoren la condición humana. Vea usted el resultado: no es fastuoso ni será eterno; ¡¡pero es!! (II, 737.) 

   Lo mismo Aurelio que Calígula, son artistas que ejercitan el poder absoluto con el que se encuentran en las manos. La tragedia existencialista halla su resumen en las palabras que Calígula le dice a Escipión en la novena escena del primer acto: el poder hace posible lo imposible, y ese conocimiento concede la libertad absoluta al que lo sabe. Es una cuestión íntima, que el ser humano debe plantearse en solitario y solucionar a su manera.

 

El político como artista 

   El personaje creado por Azaña es un artista que sirve a la política. No anhela el absolutismo para él por ejercitarlo, sino que lo coloca al servicio de una idea estética. Tal vez esa idea no sea estrictamente un ideal, pero es la norma que le guía, y la única que le interesa seguir. Desde luego, es libre para elegir, tiene que hacerlo, como cualquier personaje existencialista desde que Sartre descubrió que "el ser humano está condenado a ser libre". Sin embargo, su elección personal implica varios elementos decisivos ajenos a él, a los que se somete voluntariamente como político responsable. Puesto a elegir, preferirá los que resultan más estéticos dentro de sus fines. En realidad siempre se ha hablado del arte de la política, aun   que no en el sentido de considerarlo una de las bellas artes. En este aspecto Aurelio es el verdadero artista político.

   Ahora bien: si él elige imponer su voluntad a los vasallos, les priva a ellos de su capacidad decisoria. Por cuanto están incapacitados para elegir, carecen de la condición de seres humanos, y se convierten en cosas. El peligro de aplicar la estética a la política radica en que si se lleva hasta sus extremos posibles llega a ser la negación de los caracteres humanos para los vasallos, y permite el exterminio total de los enemigos.

   Cuando Azaña compuso La Corona empezaban a imponerse los fascismos en Europa. Cuando Camus escribió Calígula se los derrotaba, después de la guerra más inhumana padecida en toda la historia. Azaña y Camus deliberaron filosófica y dramáticamente acerca del poder llevado a sus extremos. Los dos coincidieron en las conclusiones, porque su talante mantenía puntos de encuentro desde su inalienable defensa de la democracia, así que sus personajes también coinciden en sus rasgos. 

 

El poder según Sartre 

   La cita anterior de Jean-Paul Sartre nos anima a seguir la pista de otra afinidad con su teatro. En el drama Le Diable et le bon Dieu, estrenado en 1951, el tema del poder es asimismo protagonista principal, aunque con muchas y notables derivaciones. Ambientado en el Imperio Germánico durante las luchas de los campesinos en plena reforma de la Iglesia por obra de Lutero, el representante del poder absoluto es Goetz, un bastardo sin escrúpulos convertido en general de una tropa feroz, que no duda en hacer y deshacer alianzas con quienes le parece conveniente.

   Precisamente el Banquero, aliado con el Arzobispo, expone una teoría en la tercera escena del tercer cuadro, según la cual todos los seres humanos nos guiamos únicamente por el interés, una tesis eminentemente marxista, es decir, humanista. Pero Goetz se coloca al margen de esa teoría, porque a él no le anima ningún interés, sino el ejercicio del poder. Y es tan presuntuoso que no desea enfrentarse a los seres humanos sino a Dios mismo, para hacerle sufrir y, si es posible, darle muerte: 

   Pero ¡qué me importan los hombres! Dios me escucha. Es a Dios a quien le rompo los oídos, y eso me basta, pues es el único enemigo digno de mí. Existimos Dios, yo y los fantasmas. Es a Dios a quien crucificaré yo esta noche, sobre ti y sobre veinte mil hombres, porque su sufrimiento es infinito y torna infinito a quien le hace sufrir. Esa ciudad va a arder. Dios lo sabe. En este momento, tiene miedo... [7]. 

   Es el delirio del poder total, sobrehumano, que solamente puede ser divino. Para alcanzarlo, Goetz propone a Dios jugar a los dados, pero hace trampa al tirarlos para perder: le hace trampa a Dios para demostrarle que es el más poderoso. A partir de ese momento se transforma en todo lo contrario de lo que había sido hasta entonces, aunque inevitablemente al final de la obra se halla igual que al principio, con otros comparsas, pero en idéntica situación. Había elegido ejercitar su libertad, con traiciones y trampas, pero el destino le mantenía atado al poder, obligado a ejercerlo.

 

El principio de no tenerlos 

   Las actuaciones sucesivas de Goetz demuestran que al no estar dominado por intereses que le afecten, se encuentra libre de los compromisos y no necesita someterse a ningún principio de ninguna clase. Es una situación semejante a la que hace del Duque Aurelio un político en estado puro, limitado a sus propias decisiones según su concepción de la oportunidad política. Un cortesano llamado por su cargo el Chambelán, que demuestra estar apegado a las tradiciones y ser en consecuencia muy conservador, una vez que Diana se halla sentada en su trono se permite juzgar la moral del Duque diciendo: 

   Pongamos que tiene el principio de no profesar ninguno. Es un principio fecundo como el que más. (II, 752.) 

   En efecto, nadie que actúa está libre de seguir un principio de cualquier clase, aunque no lo parezca. Tanto Aurelio como Goetz obedecen al principio de carecer de principios, y por tanto resuelven la ejecución de su libertad por medio de actos sin compromisos. Parece en teoría muy favorable para ellos, pero la libertad humana no es infinita, sino que se halla condicionada por muchas circunstancias insospechadas. Tan perfectamente lo sabía Sartre, que se escenifica en Les mains sales (1948).

   Ahora nos basta con acercar las opiniones de Aurelio y Goetz, dos seres obligados a ejercitar el poder absoluto, y sin embargo carentes de ambiciones personales. Su móvil común no es el interés personal, sino otro interés de carácter abstracto, al que habremos de denominar interés político.

 

Arquetipos idealizados 

En su actuación Aurelio se muestra realista, mientras Goetz prefiere el imposible, que constituía también el fin ideal de Calígula. Será una herencia del realismo cervantino, muy bien estudiado por Azaña, lo que le impidió a él evadirse de la realidad. Pese a su falta de atención al poder, ninguno de los tres lo delega ni renuncia a practicarlo, aunque no sea en su propio beneficio. Sea cual fuere su situación, ellos mantienen el poder soberano, porque se han identificado con él: su esencia consiste en ser políticos, y por lo mismo es inalienable.

   Aurelio, Calígula y Goetz son arquetipos del poder absoluto. Los tres responden a una misma situación política, en la que una persona adquiere el poder absoluto por algún motivo, herencia o conquista, y lo ejerce dictatorialmente. La cronología demuestra que Azaña se anticipó en el modelado del personaje, mientras que los escritores existencialistas forjaron las características de los suyos después, y lo que es mucho más significativo, después de haber padecido un tipo real de dictador omnímodo, causante de la mayor tragedia de la historia humana desde que existe el ser humano, que es el más sanguinario de los seres existentes.

   El dictador que sufrió Azaña desde 1923 a 1930 fue un auténtico dictador militar, pero no alcanzó el grado de perversidad de los europeos, y ni siquiera del que iba a sucederle en la misma España, tras sublevarse contra la República presidida por Azaña precisamente. Por lo tanto, Aurelio es una figura literaria, creada para incitar a los espectadores a reflexionar sobre los avatares del poder absoluto. Está muy claro que Azaña se adelantó a lo que iba a ocurrir, y con su clarividencia atisbó lo que podía ser un futuro inmediato en el mundo.

 

Enamorados nada heroicos 

   Al anticiparse a la época en que hubiera debido aparecer, y además plantear un asunto teórico, La Corona pasó por los escenarios de Barcelona y Madrid con más pena que éxito. Si no la entendieron los actores, dirigidos por el cuñado del autor, hemos de sospechar que tampoco los espectadores sabrían vislumbrar cuál era el verdadero argumento de la tragedia que estaban contemplando.

   Los dos personajes que llenan el primer acto son meros comparsas en el conjunto de la obra. La princesa Diana carece de ideales. Al finalizar ese acto confiesa a uno de sus partidarios, herido y a punto de morir por defender su causa, que únicamente le interesa el amor de Lorenzo, que él es su único reino, de modo que cuantos combatieron por ella habían perdido el tiempo, y algunos también la vida.

   En el segundo acto acepta la corona que le ofrece Aurelio entre dudas sobre ella misma, indecisa por no poseer unos ideales y ni siquiera ideas. Y en el acto tercero, después de haber traicionado plenamente la confianza de sus partidarios, abandona también a Lorenzo: le asegura que le odia, le llama loco por mantenerse fiel a sus ideales, y ordena que lo expulsen de su palacio, hasta provocar su muerte por mediación de los policías. Es una pobre mujer que no sabe lo que quiere ni lo que hace, pero que lleva al desastre a sus seguidores.

   Tampoco Lorenzo posee los rasgos precisos para ser el héroe de la obra: es un falso idealista, un revolucionario sin revolución, un espíritu dominador sin ninguna pureza. Demuestra ser un egoísta que solamente aspira a conseguir el amor de Diana, un amor posesivo, puesto que pretende anular la voluntad de la princesa y someterla a la suya. Se ha mostrado implacable durante la guerra, ordenando feroces represalias, como le confiesa a Diana en el último diálogo que sostienen a solas, y pretende continuar siéndolo como amante.

 

El instaurador de la monarquía 

   Frente a estos dos personajes titubeantes, que modifican su impreciso criterio por cualquier causa ajena, la personalidad de Aurelio es firme: como detentador del poder, puede utilizar su símbolo, la corona, conforme a sus propósitos, ya que la adquirió después de ganar una guerra, y se la han ofrecido los notables del reino. Rechaza ser el rey. Es inevitable que evoquemos al general Baldomero Espartero, ennoblecido con los títulos de príncipe de Vergara, duque de la Victoria, marqués de Morella y conde de Luchana, condecorado además con todas las medallas y cruces disponibles, al que en 1870 los revolucionarios le ofrecieron ocupar el trono vacante de España, pero lo rechazó.

   La decisión de Aurelio consiste en instaurar una monarquía por su voluntad, no en su persona, sino en la princesa Diana, que era la destinada a ser reina por herencia biológica. No hace una restauración, sino una instauración: tal va a ser su obra, emanada de su voluntad, porque él es el dueño del poder absoluto. Azaña no podía imaginar que una situación así iba a representarse en realidad en 1969, cuando el militar sublevado que derrotó a la República y se convirtió en dictadorísimo anunció que instauraba una monarquía para perpetuar su régimen, designando como rey a quien le pareció más adecuado para continuar su ejemplo.

   La vocación política de Azaña se complació en pergeñar las formas del poder político para exponerlas en un escenario. No importa que la inspiración de La Corona surgiera de un impulso amoroso, emanado de su propia situación vital. Sucedió lo inevitable en una persona que se había entregado a la acción política: le ganó le tema principal de sus inquietudes cotidianas, y hasta fue capaz de prever algo que iba a realizarse después de su muerte.

   Por eso los espectadores prefirieron el segundo acto, en el que descubren a Aurelio y comprueban que llega a hacerse el único protagonista. Sin embargo, el momento no era el más propicio para que la reflexión política de Azaña fuese sincronizada por el público. Lo consiguieron Camus y Sartre porque compusieron sus alegatos en medio de una tragedia real compartida. Ahora lo sabemos y debemos alabar el empeño del político español que quiso dar forma teatral a sus inquietudes, colocándolas sobre un escenario encarnadas en unos personajes. Por eso, La Corona es un anticipo del mejor teatro político que iba a escribirse en Europa durante la segunda posguerra.

 

El ejemplo de Valera 

   Como complemento de esta nota de lectura resulta gratificante recordar lo que explicó Azaña acerca de una obra teatral de su admirado Juan Valera, Asclepigenia. Habló sobre ella en el cine madrileño Rex, el 27 de diciembre de 1928, es decir, el mismo año en que compuso La Corona, y tituló su disertación "Asclepigenia y la experiencia amatoria de don Juan Valera". Lo que dijo en torno a las características dramáticas de la obra es aplicable a la que él mismo acababa de redactar, en cuanto a la estructura e intenciones perseguidas por el autor, aun siendo los temas y sus resultados muy diferentes: 

   Asclepigenia tiene de obra teatral el ser una acción que se expresa en diálogo y se ordena en los límites de un escenario. Le falta nada menos que la figuración de los caracteres, la corporeidad, el volumen resultantes de la personificación, el temblor pasional y el chispazo que brota del choque. Debe tomarse por lo que es: un coloquio para animar plásticamente los conceptos y deleitar con el juego de las alusiones. (II, 785.) 

   Eso mismo llevó a cabo Azaña en su tragedia: componer un coloquio múltiple, para nivelar sus ideas con su ejecución, animando plásticamente los conceptos que le preocupaban. Al ser un político el autor, el argumento desarrolla un tema político, que entonces resultaba inquietante, como lo es siempre el ejercicio del poder absoluto, pero que poco después se iba a materializar en Europa, incluida España, en una realidad trágica.

   También a La Corona se le pueden poner reparos en atención a la arquitectura dramática, igual que a la obra de Valera. El más importante es haber dado primacía en el primer acto a un asunto que no era el fundamental, dejando el verdadero planteamiento del tema para el segundo acto. Bien es verdad que el tercero resuelve las dos situaciones, pero se advierte una disonancia en el paso del argumento de una a otra.

   No importa: La Corona es una reflexión en torno al poder político que no pierde vigencia como obra de pensamiento. Por desgracia para el nombre del autor, lo que se denomina su fama, el hecho de haber sido el más destacado de los políticos republicanos hace imposible su recuperación para el teatro, mientras la política española siga siendo lo que es.

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   [1] María Francisca Vilches y Dru Dougherty, La escena madrileña entre 1926 y 1931. Un lustro de transición, Madrid, Fundamentos, 1997.

   [2] Arturo del Villar, El primer estreno teatral de Azaña: "La carroza del Santísimo", Madrid, Colectivo Republicano Tercer Milenio, 2004.

   [3] Cipriano de Rivas-Xerif [sic], Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, México, D. F., Oasis, 1961, p. 157.

   [4] Ibídem, p. 159.

   [5] Las citas de Azaña se hacen por sus Obras completas, impresas en Madrid en siete volúmenes para el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007. Con el fin de evitar la acumulación de notas innecesarias al pie, se indica en el texto entre paréntesis su procedencia, con el tomo en números romanos y la página en arábigos. En este caso, III, 876.

   [6] Traduzco de Albert Camus, Le Malentendu, suivi de Caligula, nouvelles versions, París, Gallimard, 1958, p. 120, acto I, escena 8.

   [7] Jean-Paul Sartre, El diablo y Dios, trad. de Jorge Zalamea, en Obras completas, t. I, Teatro, Madrid, Aguilar, 1970, p. 459, cuadro III, escena 5.