¡No decidimos, no pagamos! PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Acampada Sol   
Sábado, 03 de Agosto de 2013 05:48

Se nos ha inculcado una serie de creencias sobre la Democracia que conllevan situaciones injustas que habitualmente no se analizan o no se desmenuzan adecuadamente, de tal manera que existen unos responsables a los cuales sin embargo vemos cómo habitualmente, una vez tras otra, se largan de rositas tras sus desmanes sin que les pase nada. Por un lado, estos irresponsables recurren al mito o tendencia de que sólo tienen que ser los tribunales los que diriman las responsabilidades, intentando de esta forma que el concepto de responsabilidad política sea algo totalmente vacío y únicamente se responda a las responsabilidades penales, en muchos casos imposibles por tratarse de hechos prescritos.

 

 

Esta disyuntiva de “todo o nada” no puede ser consentida, por múltiples motivos: los procesos son lentos (lo que permite al sujeto continuar en el cargo), no es preciso que algo sea punible judicialmente para responder por ello políticamente, la expiración judicial está vinculada al momento de conocer los hechos, el político no tendría que ser honrado, sino además parecerlo, etc. Menos aún se puede pretender pagar las responsabilidades políticas únicamente “en las urnas” (sea cuando sea), ya que un eventual descenso de votos no arreglaría las injusticias, y ese eventual descenso no implica necesariamente que quienes hayan tomado las decisiones dejen de gobernar, menos aún cambiar la forma de tomar las decisiones.

Pero esto último no es lo que se pretende resaltar, sino simplemente relatarlo como proceso para reflexionar sobre la solución. Siguiendo con el desentramado, otro de los argumentos manidos es que “el Gobierno [de turno] ha sido elegido democráticamente”, donde hay más posibilidad de acercamiento al origen del problema. Hay muchos ejemplos, pero se pueden destacar tres por ser muy ilustrativos, además de su naturaleza variada: 1) El aeropuerto de Castellón ; 2) El aval de la Generalitat sobre la deuda del Valencia CF, que se convierte en pública; y 3) la deuda del ayuntamiento de Burguillos.

En estos casos hay un claro factor común: una deuda pública ilegítima, ante lo cual lo primero que viene a la mente debe ser ¡No  debemos, no pagamos! Efectivamente, el sentido común nos dice que esto es así, pero desde la práctica institucional nos encontramos con un gran escollo, y es que estas deudas son producto de la gestión de los políticos “democráticamente elegidos”. Ya se ha intentado argumentar de esta forma, apelando a intentar encontrar atisbos de comprensión democrática de la indefensión de los intereses de la población en el Ayuntamiento de Alicante, pero ha resultado inútil. Se cumple el dicho: “déjales hacer lo que quieran y acabarán haciéndolo”.

Entonces, ¿qué se puede argumentar para poder declarar esta deuda ilegítima? La respuesta nos viene cuando tratamos de establecer lo que es o debiera ser un comportamiento democrático. Cuando se pone en tela de juicio a algún político o alguna de sus decisiones, sus defensores se refieren exclusivamente y de forma sistemática al momento de la elección, y ahí parece quedar todo. Ese es el primer fallo que tenemos que corregir en la forma de entender la democracia. El hecho de que la forma de elegir a alguien pueda considerarse legítima (proporcionalidades aparte), en ningún caso implica patente de corso para ejercer su santa voluntad, por mucho que sea la costumbre adquirida, por muchos votos (incluso el 100%) que se puedan obtener en proporción.

El demócrata no es tal sólo por participar en un proceso electoral, sino porque practica la democracia en todo momento. No tiene nada construido que afecte a los demás, sino que lo construye día a día, en colaboración. Por eso, a la hora de afrontar las cuestiones, la primera pregunta sería “¿a quién afecta determinada decisión?”, y darle participación activa. Otra pregunta debería ser “¿quién tiene mejor conocimiento de esta situación?”, y escuchar sus experiencias y propuestas. Otra cuestión sería “¿a quién puedo escuchar para tener otro punto de vista?”. Esta última cuestión se puede transformar en otra: “¿Y por qué hay que impedir que alguien pueda participar?”. Cada proceso democrático abre de esta forma su correspondiente proceso de deliberación participativa.

Potenciar el pensamiento colectivo en los procesos participativos imprime otra dinámica que enriquece mucho cualquier cuestión. Cuando se elimina el “pensamiento único”, se crean nuevas vías, como la apertura de procesos de deliberación, procesos que actualmente brillan por su ausencia en los ámbitos del poder. Por mucho que uno pueda creer tener razón en un asunto en un mar de pensamientos, todos ellos distintos, no se puede ignorar al resto. La apertura a la participación elimina las trazas de autoritarismos y fascismos, siendo estos últimos medios impositivos que tienden a la eliminación de la participación colectiva y del fomento del pensamiento colectivo, ya que trabaja a favor de unos pocos o incluso de uno solo.En consecuencia, que la legitimidad de estos pocos pueda ser resultado de un tipo de votación más o menos legítima, no legitima su forma de actuación, sobre todo cuando ésta es diametralmente opuesta a su forma de elección. La manera democrática de actuar es intentar buscar siempre la mayor participación ciudadana posible para obtener lo mejor para el bien común, constatando la legitimidad de las decisiones mediante el consenso o el rechazo popular, sin que haya sólo uno o unos pocos posibles beneficiados y muchos perjudicados. Cuando hay muchos implicados, no se puede decir que algo es bueno para todos si lo decide sólo una minoría.

Cuando una minoría sin intereses particulares ni meramente ideológicos declara su disenso razonado a lo decidido, no se puede decidir en contra de esas personas, a pesar de que pueda haber más gente a favor o indecisa. El consenso es mucho más que una mayoría simple, es dar voz real a todas las personas. La mayoría no tiene siempre la razón. Ha sucedido más veces que, incluso de buena fe, mal informada o sin los datos suficientes, una mayoría estaba a favor de un tema y una o varias personas aportan argumentos de peso que eliminan la supuesta fuerza de la razón de la mayoría, rectificando y mejorando las decisiones.

De lo anterior se puede extraer la conclusión de que todos aquellos comportamientos que no han buscado lo mejor para todos, sino imponer las convicciones o intereses de unos pocos, son comportamientos ilegítimos, lo que convierte a las decisiones tomadas de esta forma en ilegítimas y, por tanto, no pueden vincular a las comunidades respectivas. Todos aquellos que no han ejercido sus cargos de forma democrática, sino de forma autoritaria o impositiva, o han tomado decisiones sin buscar el consenso, deben responsabilizarse de las consecuencias de sus decisiones.

Actualmente el Estado asume esta responsabilidad subsidiaria desde el punto de vista económico (es decir, con nuestro dinero común). Recurrir al dinero de todas las personas en casos como los citados anteriormente es sumamente irresponsable, pues resulta poco (o nada) democrático arrastrar a la totalidad del conjunto a asumir una responsabilidad no contraída en ningún momento, incluso cuando ese conjunto en muchas ocasiones se manifestó reiteradamente en contra de las decisiones que se tomaban. En consecuencia, y como dicen que “el Estado somos todos”, para poder manejar el dinero de todos, desde el punto de vista legal “el Estado” sólo debería asumir las consecuencias de aquellas decisiones que se hayan tomado de forma legítima, mediante la búsqueda de un consenso que no imponga responsabilidades no aceptadas por los afectados, y de no ser así las responsabilidades se deberían asumir de forma individual por aquéllos que las han impuesto. No se puede imponer la responsabilidad de una decisión a alguien cuando el resultado le afecta negativamente y no ha tenido participación alguna ni posibilidad ninguna de discutirla o proponer alternativas.

Si se siguiese esta premisa resultaría fácil establecer un criterio que evite que paguemos esta estafa continuada, posibilitando además la formación de un mecanismo de control ante quienes se vean tentados de actuar de forma abusiva al amparo de la “democracia”. Esto ya se ha producido en uno de los casos mencionados, cuando afortunadamente una instancia judicial anuló la responsabilidad subsidiaria en un caso similar, lo que aparte de evidenciar aún más la ilegitimidad de la decisión adoptada, ampara jurídicamente el argumento que estamos exponiendo.

La perversión es insultante: en un parlamento, un partido que apenas representa a un 30% del censo electoral, alcanza una representación de más del doble, pero lo más perverso es que actúa, y se le permite actuar, como si tuviera el 100% del respaldo de la población. En cifras concretas de la situación actual, no se puede imponer la voluntad de 10 millones de personas -sin duda actualmente bastantes menos- sobre la libertad de 25 millones de que su voluntad se escuche -tomando el censo, donde faltan más de 10 millones-. De esta forma, sólo se tiene en cuenta la voluntad de una minoría, mientras que la voluntad del resto queda totalmente anulada, sin posibilidad de debate hacia una decisión alternativa de consenso. En teoría, en cada decisión debería tenerse en cuenta a los afectados en esa decisión (sobre todo si es de forma negativa), y no escudarse en el resultado de una votación en un momento anterior en donde la cuestión específica no estaba siendo sometida a la opinión popular, o si acaso, dentro de un megapaquete de propuestas en donde no hay posibilidad de decidir individualmente por cada una, jugándosela a un todo o nada, exactamente igual que en la ruleta rusa. Eso no es democracia, es un régimen totalitario de facto, y hay que revertir esta barbaridad, por mucho que se quiera escudar bajo la excusa “es que tiene mayoría absoluta”.

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Fuente: Acampada Sol