La inviolabilidad, cosa de ángeles PDF Imprimir E-mail
Monarquía - Casa irreal
Escrito por Nuno de Castro   
Jueves, 22 de Noviembre de 2012 00:00

Corona piesLa ley es la ley y nadie puede violarla ni aunque sea rey. Ya los romanos, hace dos mil años, lo decían de esta forma: “Dura lex sed lex”. Ésta, la ley, es la piedra maestra del edificio cuyos cimientos tienen como pilares los códigos sobre los que se asienta el Estado de Derecho. Cualquier excepción normativa que se haga en razón de estatus, de privilegios, de tradiciones obsoletas, etc., de un individuo o grupo, son grietas por las que tal edificio iniciará a la corta su deterioro y a la larga su ruina.

 

A estas alturas de los tiempos, en la era de los espacios siderales, no cabe traer un solo resto procedente del pequeño perímetro de un castillo feudal o pretender lucir el brillo de una piedra preciosa engastada en una corona medieval. El feudalismo como el absolutismo no son más que pasado; conceptos objeto de estudio y, como consecuencia, de aprendizaje.

En el siglo XXI, la figura de un rey, que se singulariza en un individuo con no más virtudes y vicios que los demás, no puede, no debe quedar exenta; no se puede tolerar ni reputar como absolutamente inviolable e inimputable, y menos en actos por los que cualquier otro ciudadano de una nación soberana puede ser castigado. Lo contrario es regatear al Estado de Derecho sus atribuciones, poniendo en entredicho su entidad, su fuerza y empaque. No hay que hacer un gran esfuerzo intelectual para deducir que un solo individuo, aunque sea con título de rey, pueda por sus privilegios de inmunidad debilitarlo por la comisión de actos que para todos los demás ciudadanos de ese Estado de Derecho son punibles.

Puede aceptarse la inviolabilidad del Jefe del Estado en hechos de entidad política cuyos resultados fueran negativos para la nación pero ejecutados con la voluntad contraria de buscar su beneficio; porque somos humanos y “humanum errare est”. Mas, extender la inviolabilidad a actos personales cuyos efectos son sancionables por los códigos, penal o civil, es convertir esa inviolabilidad en una excepción; la que hace de aquélla un regalía inaceptable para una sociedad moderna.

Inviolabilidad y privilegio son dos conceptos distintos por no decir que, analizados en su raíz, son incompatibles; porque desde el momento en que el privilegio desborda la inviolabilidad ésta pierde su carácter y aquél, el privilegio, impera sobre la ley, con lo que la ley y la inviolabilidad aplicada a ésta por razón del cargo a quien se le atribuye, el Jefe del Estado, pueden chafarlas con la mera conducta caprichosa e incorrecta de éste. Con ello, la ley y su específica inviolabilidad no quedan más que en un inútil y sarcástico enunciado constitucional que, de paso, sirve de coartada para la irresponsabilidad del individuo privilegiado,

Sólo a un ser por encima de todos los vicios y defectos podría dotársele de esa condición excepcional que es la inviolabilidad ante las leyes; pero, conociendo el percal del ser humano y mucho más y en concreto el percal histórico de los Borbones, es de lelos constitucionalistas entregar a un individuo la suprema condición de inviolable. Por el contrario, y sin contradicción, la talla y clase de un individuo con tan alta responsabilidad se demostraría renunciando él a esa categoría de inviolable. Eso sería creer en sí mismo y a los demás hacernos creer en él.

Por aquellas grietas de que hablábamos antes: el estatus, los privilegios, las tradiciones anacrónicas, etc., por las que se inicia el deterioro del Estado de Derecho, no solamente se ha colado la conducta poco ejemplar, por no avanzar lo de delictiva, de este individuo desaforado con la inviolabilidad, sino que hasta la familia es hoy toda un realidad –una realeza- de despropósitos e irregularidades; algunos de cuyos individuos y sus actos han caído ya en el poco honroso campo del Código Penal.

¿Inviolabilidad? Sólo para quien tuviera naturaleza y conducta de ángel; no para la de un “angelito” con corona ladeada a modo de dios Baco después de una bacanal.

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Fuente: Ágora hispánica

 

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