Chéjov, los tilos de Crimea PDF Imprimir E-mail
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Escrito por Higinio Polo /UCR   
Miércoles, 04 de Septiembre de 2019 05:28

Chéjov odiaba la mentira, la injusticia, la tiranía y el despotismo. No le gustaban los elogios, y prefería la discreción, el trabajo constante sobre el que se levantaba la cultura.

Antón Pávlovich Chéjov llegó a Crimea, por primera vez, en julio de 1888. Se había embarcado en Sebastopol y llegó a esa costa soleada y benigna donde se instalaría años después para luchar en sus últimos años contra la tuberculosis que padecía. Volvió en 1894. Era una tierra de tártaros, escenario de la guerra de Crimea que, a mediados de siglo, había enfrentado a Rusia con Gran Bretaña, Francia, el imperio otomano y Cerdeña. A partir de 1898, Chéjov se instaló definitivamente en Yalta, donde hizo construir la célebre dacha blanca.uerra de Crimea que, a mediados de siglo, había enfrentado a Rusia con Gran Bretaña, Francia, el imperio otomano y Cerdeña. A partir de 1898, Chéjov se instaló definitivamente en Yalta, donde hizo construir la célebre dacha blanca.


Chéjov era hijo de una familia humilde. Consiguió licenciarse en medicina, y luchó contra el cólera y las hambrunas, además de construir escuelas y procurar mejorar la vida de los campesinos a quienes trataba sin cobrarles. El médico Mijáil Lvóvich Ástrov, personaje de El tío Vania, está inspirado en su propio trabajo y en el de su amigo, también galeno, Piotr Kurkin, a quien conoció durante sus años en Mélijovo, y que, como él, veía la vida miserable que el pueblo ruso padecía bajo el zarismo. En esa obra, Ástrov suspira: “Quienes vivan cien o doscientos años después de nosotros, y que nos despreciarán por haber llevado una vida tan estúpida y anodina, quizá encuentren la manera de ser felices”. Chéjov odiaba la mentira, la injusticia, la tiranía y el despotismo.

No le gustaban los elogios, y prefería la discreción, el trabajo constante sobre el que se levantaba la cultura; era capaz de examinar la condición humana con una profundidad inigualable en unos relatos en apariencia sencillos, donde llegó hasta el fondo de las penas de sus contemporáneos: “Quisiera decir honestamente a los hombres: mírense, observen lo mal que viven. Lo más importante es que la gente comprenda esto y cuando lo comprendan, sin falta crearán para sí una vida distinta, mejor.” En sus cuentos, Chéjov dejaba, aquí y allá, sus propias experiencias, aunque era un hombre discreto sobre su propia vida, incluso sobre su obra, capaz, sin embargo, de reírse de sí mismo, sencillo (“solo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo”, escribió), y dueño de “un sutil escepticismo” según Gorki, quien lo visitaba en Yalta, y a quien Chéjov apreciaba: en 1902 presentó su dimisión de la Academia Rusa por la oposición del gobierno imperial a que Gorki fuera miembro.

El zarismo que ahogaba a Rusia y a sus campesinos está siempre presente en las páginas de Chéjov, en su teatro, aunque en apariencia no hiciese referencias políticas. Alejandro II fue asesinado en 1881, y el proceder de su sucesor, Alejandro III, y de sus gobiernos, fue duramente juzgado, sin citarlos, en El pabellón número 6, la obra chejoviana que tanto impresionó a Lenin. Chéjov despreciaba a los zares, y, cuando vivía en Yalta, nunca quiso ver la caravana imperial cuando atravesaba las calles de la ciudad. En Sajalín, donde descubrió la abyección del infierno zarista y la inhumana condena que imponía a tantos convictos, convertidos en demonios de Lérmontov, aprendió a estimar a los pobladores autóctonos, como apreció después a los tártaros de Crimea. Narró su “viaje al infierno” de la deportación zarista en un libro conmovedor que acompaña a las páginas que, antes, habían dejado Dostoievski, Kropotkin y Maksímov sobre el universo carcelario del zarismo.

Su hermano Nikolái había muerto tísico poco antes de que Chéjov partiese a Siberia, y a él mismo le rondaba la amenaza desde que, en 1884, había tenido los primeros síntomas de tuberculosis. En diciembre de 1890, a su vuelta de Sajalín, había dejado de vivir en Moscú, aunque la visitaba con frecuencia. Entonces era ya un escritor famoso, pese a su juventud, ocupado en procurar el sustento a su numerosa familia, trabajando con tesón (¡llegó a escribir trescientos relatos en un año!), circunspecto y reservado, incapaz de preocupar a los suyos con sus propios temores: incluso se burlaba de la tuberculosis que padecía desde muy joven: apenas tenía veinticuatro años cuando sufrió la arremetida de la enfermedad que lo mataría veinte años después.

Ya establecido en Yalta, paseó con Tolstói, que veraneaba cerca de su casa. Antón Pávlovich apreciaba profundamente al autor de Guerra y paz, incluso lamentaba que no tuviera a un Eckermann cerca para recoger sus palabras, aunque a Tolstói no le gustaban sus obras teatrales: así se lo dijo a propósito de El tío Vania, y hasta le confesó que aborrecía a Shakespeare pero que las obras de Chéjov eran todavía peores. Pese a esa opinión, el público ruso apreció su valía, situándolo en vida casi a la altura de Pushkin y del propio Tolstói.

En Yalta, a Chéjov le gustaba ir hasta Oreanda (donde estuvo el palacio que le habían construido al zar Nicolás I, destruido por un incendio en 1882) pasando por el hermoso terreno donde los zares tenían otro palacio y donde, más tarde, Nicolás II se construyó el Livadia, que serviría para las sesiones de la Conferencia de Yalta, con Stalin, Roosevelt y Churchill, y para dormitorio del presidente norteamericano. Chéjov acudía allí con una joven que había conocido, Nadezda Ternóvskaia, y se sentaban en un banco junto a la iglesia (que, hoy, todos denominan “el banco de Chéjov”) para admirar la bahía: allí sitúa el dramaturgo a su Anna, la dama del perrito, mirando el mar junto a Gúrov, su amante moscovita. Gorki anotó que “al leer los cuentos de Chéjov uno parece sumergido en un día triste de fines de otoño”.

A Antón Pávlovich le gustaba también frecuentar una librería del paseo marítimo, aunque sus muchas admiradoras le quitaban tranquilidad, hasta el punto de que seguían sus pasos; y pese a su precaria salud cabalgó con Olga Knipper, la actriz con quien se había casado en 1901, para visitar Bajchisarái, la antigua capital del janato tártaro de Crimea. Con ella, se refugiaría en otra casita, en la cercana Gurzuf, sobre una pequeña bahía. Echaba de menos Moscú, aunque Yalta era el olor de las flores de los tilos en verano, y las hojas amarillentas en otoño, y las acacias en flor, era los árboles que aparecen en sus obras, de Mélijovo o de Crimea, en El jardín de los cerezos y en El tío Vania, y en tantos cuentos; los rosales, cerezos, moreras y cedros que plantó en su nueva casa. Allí le llegaron los ecos del triunfo de El tío Vania, y de El jardín de los cerezos que se estrenó también en Moscú en 1904, el día en que Chéjov cumplía cuarenta y cuatro años, y apenas le quedaban seis meses de vida. Salió de Yalta para ir a Moscú, y después a Badenweiler, para morir.

Las casas donde vivió Chéjov se convirtieron después en museos: una está en Moscú, es la célebre casita de ladrillo rojo de la Sadóvaya-Kudrínskaya ulitsa; otra, en Mélijovo, destrozada durante la guerra de Hitler y reconstruida por el gobierno soviético; también, la sencilla casita de madera de Aleksandrovsk-Sakhalinskiy, donde vivió en Sajalin, y la de Yalta; aunque la disgregación de la Unión Soviética, además de causar una aterradora catástrofe a su población, afectó también a esas casas: los gobernantes ladrones que se apoderaron de la propiedad pública soviética tuvieron tiempo de robar, pero no de dedicar una ínfima parte del presupuesto a mantenerlas: estuvieron a punto de desaparecer. La de Yalta, descuidada durante los años de gobierno ucraniano, es ahora de nuevo propiedad de Rusia.

En esos últimos seis años de su vida que pasó en Yalta, Chéjov añoraba las llanuras rusas, las suaves colinas acariciadas por la nieve, los lánguidos ríos que atravesaban llanuras infinitas, mientras, enfermo, respiraba el aire de los tilos de Crimea, el mismo que, casi cuarenta años después, ensuciaron las divisiones acorazadas de los nazis y de los rumanos fascistas cuando invadieron la Unión Soviética y ocuparon la península en 1942. Para mayor desdicha, una parte significativa de los tártaros de Crimea colaboró con los nazis, participando en la matanza de judíos soviéticos, participando en la vigilancia de los campos de concentración y en la persecución de los partisanos del ejército rojo que luchaban contra la Wehrmacht; por ello, fueron deportados en 1944 a Uzbekistán, cuando el Ejército Rojo liberó Crimea, todavía con la guerra en curso.

En esa casa de Yalta donde, tras la muerte de Antón Pávlovich en 1904, fue a vivir su hermana María, Masha, el gobierno de los sóviets creó en 1921, en plena guerra civil con los zaristas y sus aliados occidentales, el museo para honrar a Chéjov. En ese lugar resistió ella la acometida nazi en Crimea, la ocupación, soportando incluso un bombardeo de la Luftwaffe. Cuando las tropas nazis llegaron a la dacha blanca, un oficial quiso instalarse en la habitación del escritor: Masha, que era ya una anciana de ochenta años, se negó, ofendida, y los alemanes tuvieron que retirarse. Siguió allí, hasta su muerte en 1957, guardando la memoria de Chéjov.
La célebre dacha blanca en Yalta
 
Artículo también publicado en Mundo Obrero