Roja, amarilla y
morada
Octavio Salazar
diariocordoba.com 17
de Abril de 2006
Recuerdo que para acceder al desván había
que colocar una larga escalera que llegaba hasta la trampilla. El desván siempre estaba
casi a oscuras. Con esa penumbra misteriosa que parece anunciar secretos bajo las
telarañas. Recuerdo, como si lo hubiera soñado, que había un gran baúl de madera.
Allí se guardaban manteles que un día fueron blancos y papeles, muchos papeles. Facturas
que ya no tenían fecha y cartas que nunca habían llegado a sus destinatarios. Cartas
escritas en el papel del hotel que entonces tenían mis abuelos y en las que permanecía
milagrosamente intacta la vida que unos años después se vería truncada. Recuerdo el
día en que debajo de las cuartillas amarillentas encontré una tela de tres colores.
Perfectamente doblada. Como si mi abuela acabara de plancharla. Recuerdo aquella mezcla de
colores que tanto llamó mi atención: el rojo, al amarillo, el morado. Así doblada yo no
podía imaginar que aquella tela era una bandera. Entonces nadie me explicó que lo había
sido. Me quedé con la sorpresa de los colores y con el silencio.
Tuvieron que pasar muchos años para que yo
entendiera todo lo que había significado aquella tela de tres colores. Tuve que cumplir
muchos noviembres para que mi memoria fuera capaz de llenar todos los huecos de aquel
baúl. Apenas nadie me contó lo que había pasado en mi país, en mi pueblo, en casa de
mis abuelos. Ni siquiera en el colegio me hablaron de aquella bandera, ni del 14 de abril,
ni de Clara Campoamor , ni de las misiones pedagógicas. Fui yo mismo el que tuve que ir
rastreando los vacíos, las preguntas, el sendero cuyas puertas nadie me mostró.
Por eso ahora, cuando se cumplen los 75 años
de la proclamación de la II República, el recuerdo de mi propia ignorancia y de los
colores de aquella bandera de mi infancia me obligan a ser reivindicativo. Me fuerzan a
gritar en un país consensuadamente feliz, pero que aún no ha realizado el debido
ejercicio de duelo. Es decir, de asunción de la tragedia, de lo que pudo llegar a ser y
no fue, de tantos sueños interrumpidos. Creo que ha llegado el momento de hacer un
ejercicio de memoria que nos reconcilie con nosotros mismos y, sobre todo, con los hombres
y mujeres que un día soñaron que cabía una manera más fértil de dibujar el mapa de
sus vidas. Debemos empezar pues a recuperar los valores que inspiraron un texto
constitucional que nunca nos enseñaron en la escuela: la solidaridad, el laicismo, la
igualdad de género, el pluralismo territorial, los derechos sociales. Todos los que las
bombas silenciaron y a los que los vencedores sepultaron bajo una losa en la que
esculpieron una pesada cruz.
Recién aprobada en el Parlamento la
obligatoriedad de una asignatura denominada Educar para la ciudadanía , es un buen
momento para rescatar el hilo perdido de la que fue una de las principales apuestas
republicanas: el compromiso de los poderes públicos con la cultura y la educación. Una
apuesta que deberíamos elevar a los altares de un republicanismo cívico que nos hiciera
más iguales, más solidarios, en fin, mejores. Bastaría, lo cual no es poca cosa, con
dejarnos seducir por el entusiasmo y los ideales que tantos maestros trataron de convertir
en credo laico en aquellos años de ventanas abiertas. Esa sería la apuesta más
radicalmente política que podríamos plantearnos en este comienzo de siglo. Sólo así
podríamos al fin contestar afirmativamente a la pregunta que se hacía Gabriela , la
maestra republicana de la historia que un día escribiera Josefina Aldecoa : "Si
yo quisiera explicar lo que era entonces para mí la política, no sabría. Yo creía en
la cultura, en la educación, en la justicia. Amaba mi profesión y me entregaba a ella
con afán. ¿Todo esto era la política?".
* Profesor