Campoamor y el voto
femenino
Amelia Valcárcel *
El
Pais 1 de
Octubre de 2006
Alcalá
Zamora es jefe de Gobierno en 1931. Está en el Parlamento. Lo contempla,
pensativa y esperanzada, una diputada menuda y muy conocida, Clara Campoamor.
Está sentada en su escaño, pensando en los "alvéolos del futuro". Más
exactamente, en el feminismo y los tales alvéolos. Allí, se lo dijo el propio
Alcalá hace unos años, está esperando la igualdad de las mujeres, y, como son
lugares lejanos, irá para largo. Pero Clara Campoamor ahora, en este día, ve
que esa misma persona, ahora jefe del Gobierno, está a favor del voto femenino.
El futuro se está haciendo presente. Es el 1 de octubre de 1931. Se va a
continuar el debate y se va a votar el artículo que habla de los derechos
electorales.
Campoamor
ya trae a cuestas un par de meses de debates, que han sido intensos, pero que ha
ido ganando. No ha faltado un solo día a la Comisión Redactora y conoce también
lo que los grupos apoyan. Los derechos políticos de las españolas están, por
fin, al alcance de la mano. Dos mujeres, que no podían elegir, han sido
elegidas, para un Parlamento de 465 diputados.
Campoamor
ya sabe olfatear el ambiente. Ventea que algo no va bien. Entradas, salidas, señas,
corrillos, risas... Más tarde escribirá: "El primero de octubre fue el
gran día del histerismo masculino dentro y fuera del Parlamento, estado que se
reprodujo, quizá aún más agudizado, el primero de diciembre. Esta manifestación
nerviosa se localizó anchamente en las tres minorías republicanas y acusó
manifestaciones agudísimas personales en diputados a quienes creíamos más
serenos. Se extendió a toda la prensa, de izquierdas y no de izquierdas".
Con
ambiente tenso y ánimo caldeado, la Cámara bulle. Campoamor espera. Todo el
mundo pone la luz sobre ella y la identifica como valedora del derecho de las
mujeres al voto. Tiene apoyos; los ha contado y cultivado. Tiene enemigos; los
conoce y ya ha argumentado contra sus posiciones. Es buena dialéctica, incluso
muy buena.
Ha
salido de Malasaña, huérfana, con una madre costurera y una abuela portera; se
ha puesto a trabajar a los 12 años, primero en talleres de modistería, de
peque, después de dependienta de mercería. Y sola ha ido estudiando,
aprendiendo, formándose. Ha sido primero empleada y recorrido España por
oficinas de telégrafos y pensiones; después maestra de adultos en Madrid. Ha
hecho el bachillerato como ha podido, pero en dos años, los mismos que le lleva
acabar la carrera de Derecho cuando tiene 35. Sin familia que la promocione,
hecha a sí misma, y, como se va a dar cuenta inmediatamente, sin grupo político
propio que la respalde. Porque, mientras ella mira a Alcalá Zamora y piensa,
casi divertida, en los alvéolos de futuro, aquí y ahora hay una gran
estrategia en marcha. La otra diputada, Kent, ha pedido intervenir.
"Es
significativo que una mujer como yo se levante a decir a la Cámara,
sencillamente, que creo que el voto femenino debe aplazarse. Que creo que no es
el momento de otorgar el voto a la mujer española: lo dice una mujer que, en el
momento de decirlo, renuncia a un ideal". La verdad es que, después de
esta sorpresa, y andados ya muchos parlamentos, la estrategia es archisabida:
que sea una mujer quien se oponga a los avances feministas. Pero en 1931 era
nueva. La Cámara estira las orejas. Desconcierto y chacota: ¡sólo son dos y
no están de acuerdo! Así son ellas, como de antiguo se sabe.
En
el fondo del asunto un frente cerrado contra los derechos políticos de las españolas,
representado por una diputada que consigue vivas y aplausos a medida que
desgrana su postura. No se opone al voto, sino a la oportunidad: que voten las
españolas cuando estén maduras para ello, que ya se verá.
Campoamor
tiene que dejar de ensoñarse en los alvéolos de futuro. Aquello, aunque lo
venteara, no se lo esperaba. Es nuevo e inaplazable. Tiene que hablar, tiene que
defender el voto, templadamente, como si no percibiera la puñalada. Habla,
escribirá después, "bien a su pesar". Ya sabía que llevaba la
bandera del sufragio y que ésta resulta pesada; pero tendrá que oponerse a una
Cámara cuyo nivel baja continuamente, entre interrupciones, abucheos, bromas de
dudoso gusto y esporádicos aplausos. "Yo ruego a la Cámara que me escuche
en silencio; no es con agresiones y no es con ironías como vais a vencer mi
fortaleza; la única cosa que yo tengo aquí ante vosotros que merezca la
consideración y acaso la emulación es defender un derecho a que me obliga mi
naturaleza, mi tesón y mi firmeza". Y agrega: "Es un problema de ética,
de pura ética, reconocer a la mujer, ser humano, todos sus derechos; sólo
aquel que no considera a la mujer ser humano es capaz de afirmar que todos los
derechos del hombre y el ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que
para el hombre".
Pero,
como se habla de oportunidad, se acoge a las estadísticas: españoles y españolas
están parecidamente, pero ahora las españolas salen del analfabetismo más
deprisa, porque quieren cambiar y tener otra vida, porque confían en la nueva
política, porque tienen esperanza. Y la plenitud de los derechos políticos es
el seguro cierto de que alcanzarán la equidad de los civiles, de que tendrán
oportunidades: no se juega sólo el voto, se juega toda una forma de entender la
justicia entre los sexos.
Fue
una sesión larga que tuvo además sucesivas vueltas al estribillo. En este
tema, los que perdían nunca se daban por vencidos. Alargaron la agonía hasta
diciembre. Campoamor, agotada, vio como terminaba la de aquel día con una
apretada victoria de 40 votos. Llevaba muchos años en esto y marchó a
prepararse para la siguiente. A ella esa victoria le costó primero su carrera
política y un solitario exilio después. Nunca se arrepintió. Escribe:
"Digamos que la definición de feminista con la que el vulgo pretende malévolamente
indicar algo extravagante indica la realización plena de la mujer en todas sus
posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo".
*Amelia
Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro
del Consejo de Estado.