A punto de cumplirse
su setenta y cinco aniversario, la II República española (1931-1936)
está en el candelero político, como reflejan las recientes
declaraciones elogiosas del presidente Rodríguez Zapatero, quien con
razón la ha considerado el principal antecedente histórico de la
actual democracia española. A lo largo de este año se van a celebrar
muchos actos en su recuerdo, que han empezado esta misma semana con los
organizados por el Ayuntamiento de Eibar. No en vano Eibar tuvo el honor
de ser la primera localidad que proclamó la II República al amanecer
del 14 de abril de 1931, con bastantes horas de adelanto con relación a
Barcelona y Madrid.
Esta efeméride va a ser conmemorada mucho más que en aniversarios
anteriores, incluido su cincuentenario en 1981, cuando la República fue
más recordada en congresos y revistas de historia que políticamente.
Entonces influyó la proximidad del fallido golpe de Estado del 23 de
febrero, que contribuyó a legitimar la Monarquía por la actuación del
rey Juan Carlos. Todo lo contrario que hizo su abuelo Alfonso XIII ante
el pronunciamiento del general Primo de Rivera que instauró la
Dictadura en 1923. La caída de ésta en 1930 arrastró a la Monarquía
un año después en unas simples elecciones municipales, que trajeron la
República de forma pacífica y entre el clamor popular.
Hoy en día, sin que ello suponga cuestionar la Monarquía actual, la II
República merece ser conmemorada porque fue la primera democracia española
de la historia, aun contando con algún efímero precedente en el siglo
XIX. Fue un régimen democrático, a pesar de lo que sostiene
recientemente un revisionismo neofranquista que echa lodo sobre la República
para tratar de justificar la sublevación militar de 1936, cuyo fracaso
provocó la más cruenta guerra civil y la más larga dictadura de la
España contemporánea.
Ahora bien, tampoco cabe incurrir en la idealización de la II República,
como se ha hecho en ocasiones. Se trató de una democracia con bastantes
imperfecciones, como la gran mayoría de las existentes en la Europa de
entreguerras mundiales, pues advino en una coyuntura internacional
adversa por la depresión económica mundial y el ascenso de los
fascismos. En este sentido, la República llegó a contracorriente, en
plena crisis de las democracias parlamentarias, tanto jóvenes (la
Alemania de Weimar) como veteranas (la III República francesa).
Como prueba de su carácter democrático, sus tres elecciones
legislativas fueron realmente competidas, hubo un gobierno que las
convocó y las perdió (cosa que nunca había sucedido en el medio siglo
de la Monarquía de la Restauración) y se produjo una doble alternancia
política en apenas un lustro de vida: las izquierdas gobernaron en el
primer bienio (1931-1933), el centro-derecha en el segundo (1933-1935) y
de nuevo las izquierdas (el Frente Popular) en 1936.
La II República representó un proyecto de modernización política,
social y cultural de España, entonces un país atrasado económicamente.
En 1931 se dotó de una Constitución democrática muy avanzada para la
época, con aportaciones relevantes como el sufragio femenino, el
divorcio, los derechos sociales, la enseñanza gratuita y obligatoria,
el Tribunal de Garantías Constitucionales y el Estado laico. Pero fue
una Constitución muy escorada a la izquierda debido a su neta mayoría
en las Cortes de 1931 por la debacle de las derechas tras la caída de
la Monarquía de Alfonso XIII. Esto se constata en su intenso
anticlericalismo, que chocaba con los sentimientos religiosos de buena
parte de la sociedad española, granjeándole la enemistad de muchos católicos,
sobre todo en el norte, y contribuyendo a la derrota electoral de los
republicanos de izquierda y los socialistas en 1933, según reconoció
el propio Manuel Azaña, jefe del Gobierno en el primer bienio.
Durante éste, la República trató de resolver en tan poco tiempo los
graves problemas irresueltos por la Monarquía, liberal pero no democrática,
desde el siglo XIX, en especial estos cinco: el militar, el religioso,
el educativo, el social-agrario y el territorial (el único que sigue
candente en la actualidad). Las reformas emprendidas en 1931-1933 fueron
demasiado lejos para unos sectores sociales (las derechas conservadoras)
y se quedaron alicortas para otros (la extrema izquierda
revolucionaria). De tal modo que los gobiernos republicanos se
encontraron enseguida entre dos fuegos y tuvieron que hacer frente a una
gran conflictividad social y a una continua violencia política,
desatada por grupos armados, fenómeno habitual en la Europa de los años
treinta.
La II República fue un régimen multipartidista y pluralista
polarizado, caracterizado por la existencia de fuerzas antisistema
importantes (el carlismo y el anarquismo), por el predominio del disenso
sobre el consenso en temas fundamentales y por la sucesión de gobiernos
de coalición inestables, que apenas duraban unos meses, salvo el de Azaña
que logró aprobar, al unísono en 1932, las dos reformas más
importantes: la ley de reforma agraria y el Estatuto de Cataluña.
En la cuestión nacional, la República fue el primer intento serio de
dar solución al problema de los nacionalismos periféricos, sobre todo
al catalán, el más grave en ese momento. Su fórmula del Estado
integral, aun siendo muy inferior al actual Estado de las autonomías,
tuvo éxito en el caso catalán, mientras que el proceso autonómico
vasco fue mucho más difícil y dilatado en el tiempo debido
principalmente a los errores y las divisiones de las fuerzas políticas
vascas. Pero el Estatuto acabó aprobándose in extremis en octubre de
1936 y gracias a él nació Euskadi como realidad institucional con el
primer Gobierno vasco en la Guerra Civil.
Se ha hablado mucho del fracaso de la República causante del conflicto
fratricida, tesis rebatida por destacados historiadores. Aun siendo
cierto que los políticos republicanos cometieron bastantes errores, la
República no fracasó sino que la fracasaron los sublevados de julio de
1936. Paradójicamente, su fallido golpe militar provocó en la guerra
todo aquello que pretendían evitar: la revolución social, la persecución
religiosa y la exacerbación de las autonomías, convertidas en Estados
semi-independientes.
En suma, la República fue la primera democracia que ha tenido España y
una gran esperanza frustrada, que es digna de recuerdo al cabo de tres
cuartos de siglo de su instauración. Desde hace tiempo hay perspectiva
histórica suficiente para que sea analizada, no por una literatura
militante, sea denigratoria o hagiográfica, sino por una historiografía
científica y rigurosa, que la aborde como un objeto en sí mismo de
estudio y no como mera antesala o preámbulo de la Guerra Civil, porque
ésta no era inevitable. La responsabilidad última del estallido bélico
de 1936 no fue de los políticos que gobernaron durante el quinquenio
republicano, sino de los militares desleales que se sublevaron a sangre
y fuego y así desencadenaron la mayor tragedia de la Historia de España