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El compromiso republicano es incompatible con privilegios de cuna y democracias aparentes
Ciudadana
República
Pilar
Rahola, Periodista
El
Periódico 13 de
Abril de 2006
Fogosa,
guerrera, pacífica, alimentadora y protectora". Su título acabó siendo
el de Marianne, suma de dos nombres populares en la Francia de 1789, Marie y
Anne, los dos despreciados por la aristocracia por considerarlos propios del
populacho. A sus pies, el timón de mando y un saco de trigo volcado, y en su
cabeza el gorro frigio que había sido utilizado por los esclavos del Imperio
romano cuando eran liberados. Con esa estampa, temible y tierna, se inmortalizaría
la figura simbólica de la República Francesa, y la historia se encargaría de
convertirla en la imagen precisa del mito.
No es de extrañar que en su deliciosamente irónica Illa del tresor de
TV-3, esa pareja de Joans, el Barril y el Ollé,
perpetraran un intento de recuadro marianesco cuando tuvieron a bien invitarme
al programa. Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia mítica, el
mito tiene cara de mujer. Y con el pecho al aire, que recordarían los
republicanos preciosistas. Con o sin pecho, Marianne es un símbolo, para
algunos valiente y vigente; para otros, trasnochado y revisable; para los más,
impreciso y sobrecargado de tópicos.
En todos los casos, el republicanismo se asocia a la desaparición de la monarquía
y, en los países donde ésta existe, lleva implícita una carga de subversión.
Probablemente, en los países democráticos monárquicos lo más legalmente
ilegal que se puede ser es republicano. Recuerden, por ejemplo, que en nuestro
país se legalizó antes al Partido Comunista que a los partidos republicanos.
Sin embargo, y más allá de la notable cuestión del futuro laboral del rey y
familia, el debate republicano es, fundamentalmente, un debate sobre el modelo
socio-político de una sociedad, y por ello comporta una transformación que va
más allá de quien ostente la vara institucional del Estado.
Hablemos de lo segundo, ya que lo primero está implícito en el enunciado
republicano y, más allá de lo sonoro de la petición, acaba pronto como
debate. El rey, al paro, dirían los más jocosos, y no mucho más. Aunque no
sería un paro como el de resto de mortales parados... Pero dicho lo previsible,
¿de qué hablamos cuando decimos que hablamos de la república? Por supuesto,
hay tantas definiciones como países la usan, e incluso algunos cometen la
indecencia de llamar república a funestas dictaduras. Sin ir más lejos, Siria
lo es, y ahí están sus torturados, sus perseguidos, sus muertos.
PODRÍAMOS DECIR de la república lo que decimos de Dios: que en su nombre se ha
matado tanto como en la negación de su nombre, de Stalin al integrismo
islámico, de dictaduras republicanas a monarquías tiránicas. Usar el nombre
de la república no es garantía de libertades, aunque ésta sea una bandera que
ha luchado, y mucho, por la libertad. Que se lo digan, si no, a todos esos
republicanos españoles cuya memoria aún es mancillada por los reciclados Pío
Moa y sus lecciones de democracia. Pero sería un error considerar el debate
republicano español como una mera cuestión de antropología social. El pasado,
con sus miserias y grandezas, sólo puede marcar en rojo el camino de los
errores, pero no las pautas de ningún futuro.
Cuando hablo de república, hablo de la república del siglo XXI, y no de
ninguna mítica de siglos pasados, cuyos claroscuros tengo más bien claros. Ser
republicano hoy, desde mi perspectiva, implica una forma de entender la relación
del poder con la ciudadanía, una definición comprometida y audaz de lo que sería
la llamada democracia de los ciudadanos. Me dirán, y será cierto, que muchos
luchan por ese tipo de democracia aceptando la institución monárquica, pero es
una trampa mortal que oculta renuncias de fondo. Una democracia de los
ciudadanos con colofón real es, en el mejor de los casos, una tomadura de pelo.
República ciudadana. Para empezar, la cuestión de los partidos, auténticas
monarquías con maquillaje democrático que amagan la parafernalia propia del
poder absoluto. Puede que nuestra democracia se asiente en el sistema de
partidos, pero va siendo hora de que éstos se hagan un plan Renove y
dejen de ser el paraíso del peloteo, el enchufismo, el servilismo y la ausencia
de pensamiento crítico que hoy por hoy son. Si en algún lugar del mundo democrático
no hay democracia, es en el interior de los partidos democráticos.
A PARTIR de aquí, república es mucho más, especialmente una concepción
municipalista del poder y un reforzamiento de los canales de control democrático
para que las Marbellas de la democracia no se burlen de la susodicha. ¿O no ha
sido Marbella, fundamentalmente, una derrota sonora de la democracia? República
es un compromiso con los sistemas de participación populares, una dejación de
parte del poder político en manos de la sociedad civil y una concepción democrática
de los canales de expresión crítica.
En definitiva, la república no teme al pensamiento crítico, sino que lo avala
y lo promueve, sabedora de que el pensamiento crítico es el aval de la
democracia. Y esto último, aunque parezca garantizado en nuestro sistema político,
es lo más radicalmente transformador que aporta el sentimiento republicano al
sistema de libertades. Todo ello es incompatible con una sociedad que acepta,
alegremente, los privilegios de cuna, o que premia a viejas y poderosas
aristocracias con ciudadanías honoríficas, o que durante décadas permite la
corrupción evidente de un municipio. Y sobre todo es incompatible con una
sociedad democrática cuyos partidos políticos lo aparentan, pero no lo son.
Esta es la Marianne del siglo XXI, sin gorro frigio, ni delirios protectores, ni
veleidades violentas, pero con un compromiso ciudadano que va más allá de la
retórica y mucho más allá de las buenas intenciones.