Juan
Carlos de Borbón y la fiesta taurina
«¡La
economía, estúpidos!»
Javier
Ortiz
www.javierortiz.net
Se perpetró
ayer en Madrid, como todos los años por estas fechas, la corrida de toros de la
Asociación de la Prensa capitalina. En primera fila de la plaza de Las Ventas
se sentó el jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón, junto al presidente de la
Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja.
El monarca, atendiendo al patrocinio del festejo, accedió a ser entrevistado en
directo por un periodista de Canal Satélite Digital, emisora que retransmitía
el suceso a través de Canal Deporte (sic). Sentado frente al televisor, soñé
por un instante con la posibilidad de que el entrevistador, consciente de las
especificidades del personaje, le preguntara: «Díganos, majestad, ¿qué le
gusta más: una buena corrida o una buena corrida?» No se produjo el milagro.
Tuve que conformarme con una arenga regia sobre la necesidad de respaldar «nuestra
fiesta nacional».
Bueno, pues hablemos de eso. ¿Hay que respaldar la tauromaquia? Los
antitaurinos saltan al punto y dicen que de eso, nada; que lo que hace falta es
prohibir de una vez por todas ese lamentable y sanguinolento espectáculo. Lo
cual conduce de modo inevitable al eterno debate: que si las costumbres
populares, que si los atavismos, que si las tradiciones y el margen de
tolerancia que deben merecer (o no), que a ver quién es el guapo que se atreve
a meter mano a los Sanfermines, etcétera.
La discusión que yo planteo es previa y apunta a las propias palabras del rey,
que reclama apoyo para el mundo del toro. ¿Quién se supone que debe prestarle
ese apoyo? Digo yo que, si realmente es «la fiesta nacional», si está tan «dentro
de la entraña del pueblo» como aseguran y si hay tantos y tantos dispuestos a
romperse los cuernos para que se mantenga per in sæculam sæculorum, no deberían
tener mayor problema. Que se lo sufraguen ellos mismos de su bolsillo y ya está.
Pero no. Reclaman subvenciones públicas.
El debate no debería versar sobre si hay que prohibir o permitir la sedicente
fiesta, sino sobre quién debe correr con los gastos. Sobre si hemos de pagar
entre todos un espectáculo que, digan lo que digan, sólo interesa -y de manera
ocasional- a una muy exigua minoría de la población española.
Porque ése es el meollo del asunto. La Feria de Abril, San Isidro, los
Sanfermines... Hay al año, sí, un puñado de ferias, aquí y allá, que se
autofinancian, o que incluso arrojan algún beneficio (*). Pero, salvando esas
corridas, que son pocas, la gran mayoría de los festejos que se celebran
durante la larga temporada taurina no dan ni de coña para cubrir gastos. Y con
los beneficios exclusivos de las ferias más sonadas no se podría mantener todo
el tinglado taurino: la crianza de reses bravas, los honorarios de los
matadores, los sueldos de las cuadrillas... Para sustentar eso se requiere un
dineral, y ese dineral no entra por taquilla.
Ahí está el punto débil de la pésimamente llamada «fiesta nacional».
Liberalícese, privatícese realmente el negocio de la tauromaquia, prohíbase a
ayuntamientos y diputaciones inyectarle fondos por vía directa o a través de
asociaciones, hermandades, montepíos o las vainas que sean, déjenlo de una vez
a su suerte, como si fuera un astillero, y ya veremos cuanto aguanta.
Cuanto no aguanta, quiero decir.
Reclamemos a Bruselas que examine las cuentas del mundo de los toros y que se
pronuncie sobre las subvenciones que recibe de las administraciones españolas,
particularmente de las locales. Y si dictamina que ese dinero público no está
protegiendo ningún bien social, que obligue al Estado español a cerrar ese
grifo.
¿Para qué debatir sobre filosofías cuando el problema es de mero rigor
presupuestario?
(*) Incluso ésas no se financian gracias a la afición. Buena parte de las
plazas se llenan en esas fechas de gente que ni entiende de toros ni le importan
una higa; que va a lucir el palmito, a que la vean y a ser vista. Bastaba con
echar una ojeada a los tendidos de sombra ayer en Las Ventas: pijerío a tope.
De ambos sexos. (Luego está el caso especial de Pamplona, donde la principal
ocupación de la mayoría es armar bulla y comer.)