Retorno a la Región
de la Luz Ángel
Escarpa Sanz
UCR
7 de Agosto de 2009
Revisando ahora en el
ordenador las fotos de mi breve estancia en Segovia, provincia donde
nació mi madre y donde pasé largas temporadas de mi niñez en aquellos
duros años cuarenta, no puedo dejar de emocionarme una y otra vez ante
ese prodigio de paisaje que es el encuentro con las antiguas piedras de
los claustros, el romano y milenario acueducto, los poderosos y ya
inútiles castillos y esa embriaguez de luz y de color donde escribieron
sus inmortales poemas y prosas poéticas aquellos que en el pasado
sucumbieron al hechizo de Castilla, desde Gonzalo de Berceo y San Juan
de al Cruz hasta Gerardo Diego y Antonio Machado.
Ya es difícil transitar por
estas tierras, donde nacieron a la vida los personajes de ficción
(quizás no tan de ficción) de El Buscón de Quevedo, de
Lope de Vega, el Arcipreste de Hita, y tener que elegir, a la hora de
rebelar tus fotos, entre el blanco y negro en el que transcurrieron
nuestras más luminosas horas de la inocente y remota infancia y la
prodigiosa riqueza cromática de estos prados, torres de centenarias
iglesias que resistieron al tiempo y a los embates de pasadas
revoluciones y que hoy apenas sirven para anunciar la existencia de un
humilde pueblo en la distancia y para refugio de las fieles cigüeñas que
acuden a estos cielos cada primavera; los oteros que se pierden a
nuestras espaldas en el rápido avance del automóvil por estas
carreteras, las perpendiculares líneas de las tierras de labor donde
(parece que fue ayer) se adentraban por estas mismas fechas hace años
nuestros tíos y primos, labradores, (que ya en sí es una palabra que
siempre causó inmenso respeto en nuestro entonces breve vocabulario)
armados de afiladas hoces, abriéndose paso entre las altísimas y doradas
espigas que eran guillotinadas por el afilado acero, hasta formar
luminosos haces que más tarde serían acarreados a la cercana era, donde,
extendidos en circular parva, eran reducidos al rubio grano por las
afiladas muelas de pedernal del trillo, y que se acumularía más tarde en
la deliciosa penumbra de los sobrados, en espera de la certera hora del
molino.
Aguilafuente y la memoria
de las noches en que media docena de chicos nos adentrábamos en la
penumbra de los melonares, con riesgo de ser alcanzados por el certero
guijarro disparado por la honda del melonero que cuidaba aquella tierra;
el moral al que trepábamos por unas perras y del que no descendíamos
hasta no estar ahítos de su sabrosos frutos; la iglesia, con su ábside
románico, el atrio y el poyo sobre el que nos sentábamos en el
crepúsculo para observar a las mujeres que a esa hora atravesaban la
plaza, convocadas por la misma campana que anunciaba las muertes y los
incendios, la hora de añadirle al cocido la carne y el tocino,
provistas de su reclinatorio y su misal para rezar el santo
rosario en la fresca penumbra del templo; aquella misma plaza,
donde se armaba, el Día de la Virgen, una plaza de toros con carros de
labor y tablas, a través de cuyas rendijas vigilábamos los muslos de las
mozas; los sempiternos ¡¡VIVAN LOS QUINTOS DE 194..!! la fuente en cuyo
caño, a falta aún de suministro doméstico, llenábamos los cántaros y los
cubos que acarreábamos hasta la casa; el corrillo de mujeres que
encontrábamos en los días cálidos, a la salida de la escuela, echando
remiendos y soletas a las prendas de los hombres, bajo los artísticos
azulejos que el sol bañaba con sus últimos reflejos y que
anunciaban…ABONAD CON NITRATO DE CHILE, hablando de sucesos, de los
malos tiempos que corrían, con el Servicio Nacional del Trigo arrasando
con prácticamente toda la cosecha, del estraperlo y de fallecidos y
nacimientos.
Jamás se me borrarán de la
mente las imágenes de mi tío Baltasar: vareando los pinos, en tanto mi
primo y yo recogíamos las piñas que caían blandamente sobre la blanca
arena de las proximidades del río Cega; conduciendo la yunta de bestias
que arrastraba el arado que iba abriendo el surco sobre el que más tarde
esparciría la simiente que el sol y la lluvia obrarían el milagro de que
aquellos campos se desbordaran de maravillosas espigas en los meses del
verano; el acarreo de la leña que alimentaría el horno donde se cocía el
pan para medio pueblo, caminando a veces bajo la persistente lluvia y
sin más protección que la capa del cielo.
Si para un chiquillo
madrileño, que acudía cada año a aquellos lares para matar el hambre, en
la hora de las vacaciones estivales, ya era un prodigio extasiarse en la
contemplación de una sencilla hogaza del blanquísimo pan que se
elaboraba en la misma casa donde dormía cada noche, (en Madrid aún
hacíamos cola delante de las tiendas de ultramarinos, en el estanco y en
la tahona con las cartillas de racionamiento, para conseguir el triste
pan y el tabaco de la derrota) no lo era menos descubrir las nidadas de
pájaros que quedaban al descubierto al paso de los sudorosos segadores
que se abrían paso entre las altas mieses, sorprendidos tantas veces por
el inesperado vuelo de la perdiz que anidaba entre las elevadas murallas
de espigas, abandonando tras de sí los huevos de la cría.
Coca, Turégano, Cuellar, con
las poderosas moles de sus fortalezas medievales, este último
vanagloriándose aún de los encierros de toros más antiguos de España;
Fuentepelayo, Lastras, Mozoncillo, Carbonero el Mayor, Escarabajosa,
Navas de Oro, donde un día de julio de 1975, una mujer mayor, como si de
oro en paño se tratara, (no era para menos) me mostró un ejemplar de las
Poesías Completas de don Antonio Machado ¡¡dedicadas a ella misma por
nuestro amado poeta!! Nombres sonoros y musicales todo ellos que tienen
la poderosa virtud de evocar un pasado en el que, esta raza de hombres y
mujeres, codo con codo, desde los orígenes de este pueblo, estoicamente
se obstinan en dar vida a un paisaje, hostil a veces y amable otras,
sementando con su sudor y sus huesos estas tierras y alimentando a las
gentes de la lejana capital; figuras en un paisaje en el que nacieron y
al que permanecen atados por la fuerza de las raíces y de la memoria,
piezas dispuestas allí por el dios ibero hace miles de años, como si de
un tablero de ajedrez se tratara. La Castilla fanática del pasado, la
que llevó a sus capitanes hasta los confines del mundo para sembrar el
idioma castellano en la fertilidad de los pueblos americanos que
abrieron los brazos a los dioses que cubrían sus cabelleras con cascos
de acero y redujeron a escombros antiguas civilizaciones, la América que
aún llora en canciones el cruel asesinato de Moztezuma, de Atahualpa; la
Castilla de la “rabia y de la idea” que un día levantó las banderas de
la rebeldía sobre los adarves de los viejos castillos, testigos de las
conquistas de El Cid, sobre los inútiles ministerios y conventillos
donde palidecían los blancos folios de la nunca proclamada Reforma
Agraria. Aquí queda la Castilla de los poetas y de los visionarios, la
de los feroces caballeros que combatirán a los árabes hasta expulsarlos
mas allá del lejano mar; la de la numantina resistencia ante las
legiones romanas, que poblaron estas tierras de castillos y monumentos
funerarios que se niegan a desaparecer bajo el viento de los siglos,
lejano ya el esplendor de sus días de vana gloria; la de los santos
anacoretas que levantaron su reino en el interior de una cueva. Castilla
de gañanes y de rastrojos, crisol de ideologías, hoguera de ambiciones
imperiales, tierra de humildes hilos de humo que se elevan sobre los
pardos tejados hasta un azul limpísimo.
Escalona del Prado, lugar
de nacimiento de mi querida madre, donde en las horas de la tarde,
coincidiendo con nuestra salida de las escuelas, la plaza donde se
situaba en la antigüedad el abrevadero se poblaba del ganado que
regresaba de pastar en el prado para abrevar. Allí ejercía de barbero mi
tío Mariano, en su propia casa, bajo la amarillenta tira del
atrapamoscas, entre frascos de Floid, un enorme afiche de Lo que el
viento se llevó y el olor a sudor de algunos parroquianos que allí
acudían, generalmente un día a la semana, para raparse las barbas,
sentados en aquel confortable sillón giratorio, en tanto se hablaba de
la siega, de la sequía pasada o de la caza furtiva, a la cual era tan
aficionado El Rojete, mi tío. No puedo recordar
Escobar de Polendos sin que la imagen de mi tío Primitivo acuda
puntualmente convocada: remendando calzado en el portal, mientras en el
huesa se blanqueaban los restos de las bestias sacrificadas, entre
hormas, piezas de cuero, afiladas cuchillas y el penetrante olor de la
pez. Más tarde sería mi tía María la encargada de repartir el calzado
reparado por los pueblos de alrededor: Pinillos, Cantimpalos, Villovela
del Pirón, Peñarrubias, regresando con aquellas alforjas cargadas con
más trabajo y con algunas longanizas, hogazas de pan blanco, a más del
tocino, que se desbordarían más tarde sobre los modestos manteles de
hule con el mapa de España, cuando, inservible ya el dinero de la
República, la moneda del nuevo régimen tanto escaseaba. Si me pidieran
que escogiera una imagen de aquellos días, me quedaría con aquella de mi
madre con el agua hasta los muslos, atrapando ranas y cangrejos en el
cauce de aquel humilde arroyo Polendos, entre las risas de mis primas,
mientras en Europa se combatía y se moría, ciudad por ciudad, calle por
calle, casa por casa, para aliviar al mundo del yugo nazi, en tanto la
siniestra sombra del Señor del Pardo y la de sus águilas imperiales se
proyectaban sobre aquellas luminosas llanuras, anidando en fachadas de
escuelas y edificios oficiales y en el mismísimo corazón de numerosas
gentes, hasta hoy mismo.
Todavía corre un hilo de
agua, pero los frondosos árboles que crecen a lo largo de su recorrido
se bebieron lo que en el pasado fue, atravesado por un mínimo puente, al
pie del cual las mozas fregaban la loza y lavaban la ropa que luego
tendían sobre los juncos que crecían allí mismo, arrodilladas en una
especie de cajoncillo que evitaba que se mojaran las rodillas. El
puentecillo enfila aún hoy hacia la cuesta que sube a la ermita, aneja
al cementerio donde triunfan las lagartijas y el silencio, en estas
sepulturas donde tanto se prodigan los Martín, Sanz, Matesanz, Frutos,
Peñalosa, Municio…
Hasta estos bucólicos
paisajes, hasta estos espacios donde florecen vigorosos los girasoles
que mañana iluminarán nuestras mesas con sus aceites y donde se acumulan
los pardos volúmenes de las alpacas de paja que alimentarán a las vacas,
hasta aquí también llegaron las cosechas de los haces de yugos y
flechas de la represión de antaño. De estos pacíficos campos otrora
cruzados por pacientes asnos cargados con melones, frutas o personas que
se trasladaban en este medio a la capital; de estas casas construidas
con piedra viva, armadas con viguería de madera y adobes, salieron los
“heroicos y valerosos” falangistas seguidores de Onésimo Redondo y de
Ramiro Ledesma Ramos para tomar la Capital de la República aquel verano
de hace setentaitres años, aunque tantos de ellos no pasaran del Alto
del León, de Tablada, de Navacerrada, de Somosierra, de Pegueritos,
donde les esperaban los milicianos y los hombres de las Brigadas
Internacionales. Pero pasaron. Pasaron y sus cosechas de represión
extendieron sus campos hasta la más humilde escuela, que no faltaron
cristos ni retratos del generalísimo y del
ausente ni siquiera en la carbonería más oscura. Hasta aquí
llegó la cacería sin límites, la venganza y el toque de corneta; el
cuartel de la guardia civil y el aceite de ricino; las
boinas coloradas y el caralsol, la destitución de
maestros, alcaldes y gobernadores y las numerosas y detalladas nóminas
de CAIDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA que cubrieron durante
décadas las fachadas y el interior de numerosos templos; hasta estas
plazas castellanas llegaron las hordas de la Legión Cóndor, las banderas
del orgulloso III Reich cuyo reinado de terror prometía prolongarse mil
años, después de bombardear Guernica Eibar y Durango. De todo aquello
aún quedan huellas. Mi amigo Paco Marfagón, uno de los últimos alumnos
de Machado, farmacéutico de Cantimpalos, falleció (no sin antes
mostrarme una edición de 1937 de Viento del pueblo)
debiéndonos un interesante libro de cómo se cebó la represión en esta
provincia. Aún hoy es frecuente encontrar el nombre de sus generales en
el frontispicio de hospitales, y templos hace décadas abandonados, sin
otra cúpula que un hermoso cielo azul, donde penetran las golondrinas,
donde centenares de nombres de caídos proclaman su
cruzada contra el marxismo. En tanto un afamado cocinero de aquí
dispone de más de un monumento en la ciudad, nombrado mesonero mayor de
Segovia por un ministro de Franco, uno de los máximos poetas de la
República, Machado, que fue profesor aquí y al que se debe la mejor
poesía dedicada a Castilla, parece ser aún ignorado: arrinconada su
memoria en la modesta pensión que fue de doña Luisa Torrego, que se
deshizo en elogios para con el poeta cuando la conocí en lo años
sesenta. No, no se le perdonó nunca a don Antonio que tomara partido por
los rojos, la antiespaña, que decían ellos; quién
con mayor sadismo, después del reinado de terror de la Inquisición, se
empleo contra su propio pueblo, quién más que el poeta sevillano amó
España, desposeído de su cátedra después de muerto y expulsado del
cuerpo docente por el franquismo, ¡¡cuando ya descansaba en el lejano
rincón de un cementerio del Pirineo francés!!
Parece que se decidieron a
erigir un monumento a Agapito Marazuela, no tanto porque defendiera en
el frente los valores republicanos como por su labor como folclorista.
Algo es algo. Tan solo la muerte borrará de nuestra memoria aquel lejano
día, 22 de julio de 1975, en el que un centenar de personas, después de
escuchar una charla de Andrés Sorel y de Carmen Albornoz sobre Machado
en el patio de la centenaria casa de la Calle Velarde donde la recién
inaugurada librería que llevaba su nombre se ubicaba, nos trasladamos a
la Calle de los Desamparados, donde se alojó el poeta, para rendirle un
sentido homenaje, con lecturas y adhesiones de un Alfonso Sastre aún en
Carabanchel y la lectura de un emocionado poema de Longa noite de
pedra, por parte de su autor, Celso Emilio Ferreiro, para más tarde
bajar hasta la confluencia de los ríos Eresma y Clamores y gozar de la
dulzaina y el tamboril a cargo de Marazuela y un joven alumno suyo, que
de esta manera se unían al homenaje con motivo del centenario del
nacimiento del poeta, en medio de un festivo ambiente donde la gente no
se cortaba un pelo en levantar el puño o exhibir una bandera roja,
aunque todos supiéramos quién de todos aquellos era el policía de turno.
Allí nos enteraríamos de que Marazuela había combatido en la zona roja.
Sin embargo, aparte del busto de Machado, que aún conserva restos de la
mancha que le produjo Peñalosa cuando quiso extraer un molde de él, he
sido incapaz de encontrar en mi viaje una sola referencia al formidable
escultor Emiliano Barral, hijo de Sepúlveda, autor, entre otros, del
monumento funerario a Pablo Iglesias, en el Cementerio Civil de Madrid,
muerto en el frente de Usera en 1936, durante la defensa de la Capital
de la República.
Además de los citados
artistas, es digno de recordar que de aquí salió también un día para
combatir al fascismo el militante del PCE Julián Grimau, caído en Madrid
y fusilado por el franquismo el 20 de abril de 1963, después de sufrir
atroces torturas; SUS CAMARADAS NO LE OLVIDAN, se lee en su tumba del
citado camposanto.
Abandonamos esta tierra
castellana, a la que dedicó lo mejor de su obra el pintor Ignacio
Zuloaga, no sin prometernos a nosotros mismos que volveremos, pero con
tiempo, sin prisas por subir a sus límites con Valladolid, por el solo
placer de detenernos ante el solar de lo que en nuestra infancia fuera
el cine, de bancos de madera corrido, donde pataleábamos ante las
secuencias de las películas de vaqueros; para fotografiarnos en esa
Plaza Mayor, y ante el monolito que recuerda en la calle Real a los
republicanos represaliados, de nuevo con la bandera tricolor, por el
gusto de refregársela a esta sociedad conformista, apática, portadora
del virus de la indiferencia, que niega lo mejor de nuestro pasado en
favor del papel couché, aunque seamos unos años más viejos que la última
vez; para detenernos una y otra vez en los viejos lavaderos donde se
dejaban la juventud las mozas de ayer; por el puro gusto de contemplar
estos paisajes, que parecen incendiarse en la distancia en los rojos
atardeceres, aunque ya no oigamos el golpear de las azuelas sobre los
pinos y las canciones de los resineros en la época del sangrado, ni las
canciones de la trilla y la siega, aunque ya no volvamos a oír gritar
jamás en aquellos pinares el ¡¡perra, perra, perra…!! del primo Félix
cuando saltaba una liebre delante de nosotros, aunque ya nunca más
volvamos a beber la fresca agua de las cantarillas de barro en las eras,
con el sudor chorreándonos por la canal del pecho, ni oigamos el pregón
del pregonero de estos pueblos pregonando, ayudado de su pequeña
trompeta, la llegada a la Plaza de la Fuente de un buhonero con su
mercancía. Desandar el camino que hiciera el poeta de la Calle de los
Desamparados el 14 de abril de 1931. Será sin duda hermoso vivir el día
en que de nuevo ondee en los balcones de antaño la bandera de la ilusión
y de la dignidad, de la inteligencia, la de los poetas leales, la única
bandera que fue izada por aclamación popular, no por el miedo a la casta
guerrera ni por los monarcas, sobre estas milenarias piedras que
conservan integra la memoria de la rebeldía comunera de 1520, que nos
hablan de la yesca aplicada a estos mares de cereales en días de justas
reivindicaciones, del nacimiento de antiguos y crueles emperadores
romanos, de torreones de iglesias destruidos por el rayo en noches de
aterradoras tormentas. Aquí yace Castilla, “que desprecia cuanto
ignora” ,..cura de sus heridas del pasado, incapaz de sobrevolar
el polvo en la que le sumieron en el antaño sus sepultureros: los amos
de los palacios, los señores de los castillos, la Isabel que se
autoproclamó reina de estas tierras en esa iglesia de San Miguel
en el día del Señor 13 de diciembre de 1474, pasando por encima
de la auténtica heredera del trono, los señoritos fascistas que salieron
de la fresca oscuridad de las casa señoriales, vistiendo las camisas
azules del fundador, para movilizar a los
ignorantes gañanes que apenas eran dueños del sombrero de paja de la
siega y poco más, con la promesa de un lugar junto a los luceros,
precisamente contra un orden constitucional que les prometía la
tierra, la cultura y el sufragio universal.
Estas tierras aún esperan
que un director de cine ¿Víctor Erice? nos rebele su auténtica alma.
Cientos de películas se deben haber rodado en Barcelona y en Madrid, el
mismo Saura, Bardém y algún otro hicieron incursiones en estas tierras
con películas como La venganza, La prima Angélica,
pero uno siempre tiene la convicción de que, la gran película sobre
Castilla esta por hacerse.
Nos alejamos de esta
singular tierra, no sin antes conversar, en el Azoguejo, con un
matrimonio canarión que afirma desplegar todos los festivos del año su
bandera tricolor en su balcón en la Isla, o aquel hombre que se detiene
a estrechar nuestra mano cuando observa nuestro pañuelo con los colores
azañistas, nos despedimos con una apasionada declaración de amor de
quién ama esa carretera que sube serpenteando desde San Marcos hasta
Zamarramala, dejando atrás los bellísimos parajes de La Fuencisla, el
Alcázar, la prodigiosa y singular arquitectura de la iglesia de la Vera
Cruz, de los Templarios, el Monasterio del Parral, donde nos detuvimos a
oír misa la mañana del domingo por el gusto de escucharla cantada en
gregoriano; esa puerta trasera por donde salía la yunta en los lejanos
amaneceres de la infancia, grisacea ya, como las viejas monedas de
plata, cuando la traspasé por primera vez; el entrañable lavadero
cubierto, construido, según se lee en su fachada, en 1935, en la
República; el reloj del Ayuntamiento, en la Plaza de la Iglesia, que
ordena la vida diaria de este pueblo: desde la hora de levantarse para
encender el fuego, trotar hasta las escuelas y abrir la oficina de
Correos, hasta el momento de encender las luces de estas calles al
anochecer.
¡¡VIVA LA
REPÚBLICA!!
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Ángel Escarpa Sanz.
Islas Canarias. Agosto de 2009
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