Correo

Alameda, 5. 2º Izda. Madrid   28014 Teléfono:  91 420 13 88 Fax: 91 420 20 04     

 

No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Retorno a la Región de la Luz

 Ángel Escarpa Sanz

UCR 7 de Agosto de 2009

  Revisando ahora en el ordenador las fotos de mi breve estancia en Segovia, provincia donde nació mi madre y donde pasé largas temporadas de mi niñez en aquellos duros años cuarenta, no puedo dejar de emocionarme una y otra vez ante ese prodigio de paisaje que es el encuentro con las antiguas piedras de los claustros, el romano y milenario acueducto, los poderosos y ya inútiles castillos y esa embriaguez de luz y de color donde escribieron sus inmortales poemas y prosas poéticas aquellos que en el pasado sucumbieron al hechizo de Castilla, desde Gonzalo de Berceo y San Juan de al Cruz hasta Gerardo Diego y Antonio Machado.

  Ya es difícil transitar por estas tierras, donde nacieron a la vida los personajes de ficción (quizás no tan de ficción) de El Buscón de Quevedo, de Lope de Vega, el Arcipreste de Hita, y tener que elegir, a la hora de rebelar tus fotos, entre el blanco y negro en el que transcurrieron nuestras más luminosas horas de la inocente y remota infancia y la prodigiosa riqueza cromática de estos prados, torres de centenarias iglesias que resistieron al tiempo y a los embates de pasadas revoluciones y que hoy apenas sirven para anunciar la existencia de un humilde pueblo en la distancia y para refugio de las fieles cigüeñas que acuden a estos cielos cada primavera; los oteros que se pierden a nuestras espaldas en el rápido avance del automóvil por estas carreteras, las perpendiculares líneas de las tierras de labor donde (parece que fue ayer) se adentraban por estas mismas fechas hace años nuestros tíos y primos, labradores, (que ya en sí es una palabra que siempre causó inmenso respeto en nuestro entonces breve vocabulario) armados de afiladas hoces, abriéndose paso entre las altísimas y doradas espigas que eran guillotinadas por el afilado acero, hasta formar luminosos haces que más tarde serían acarreados a la cercana era, donde, extendidos en circular parva, eran reducidos al rubio grano por las afiladas muelas de pedernal del trillo, y que se acumularía más tarde en la deliciosa penumbra de los sobrados, en espera de la certera hora del molino.

   Aguilafuente y la memoria de las noches en que media docena de chicos nos adentrábamos en la penumbra de los melonares, con riesgo de ser alcanzados por el certero guijarro disparado por la honda del melonero que cuidaba aquella tierra; el moral al que trepábamos por unas perras y del que no descendíamos hasta no estar ahítos de su sabrosos frutos; la iglesia, con su ábside románico, el atrio y el poyo sobre el que nos sentábamos en el crepúsculo para observar a las mujeres que a esa hora atravesaban la plaza, convocadas por la misma campana que anunciaba las muertes y los incendios, la hora de añadirle al cocido la carne y el tocino,  provistas de su reclinatorio y su misal para rezar el santo rosario en la fresca penumbra del templo; aquella misma plaza, donde se armaba, el Día de la Virgen, una plaza de toros con carros de labor y tablas, a través de cuyas rendijas vigilábamos los muslos de las mozas; los sempiternos ¡¡VIVAN LOS QUINTOS DE 194..!! la fuente en cuyo caño, a falta aún de suministro doméstico, llenábamos los cántaros y los cubos que acarreábamos hasta la casa; el corrillo de mujeres que encontrábamos en los días cálidos, a la salida de la escuela, echando remiendos y soletas a las prendas de los hombres, bajo los artísticos azulejos que el sol bañaba con sus últimos reflejos y que anunciaban…ABONAD CON NITRATO DE CHILE, hablando de sucesos, de los malos tiempos que corrían, con el Servicio Nacional del Trigo arrasando con prácticamente toda la cosecha, del estraperlo y de fallecidos y nacimientos.

 Jamás se me borrarán de la mente las imágenes de mi tío Baltasar: vareando los pinos, en tanto mi primo y yo recogíamos las piñas que caían blandamente sobre la blanca arena de las proximidades del río Cega; conduciendo la yunta de bestias que arrastraba el arado que iba abriendo el surco sobre el que más tarde esparciría la simiente que el sol y la lluvia obrarían el milagro de que aquellos campos se desbordaran de maravillosas espigas en los meses del verano; el acarreo de la leña que alimentaría el horno donde se cocía el pan para medio pueblo, caminando a veces bajo la persistente lluvia y sin más protección que la capa del cielo.

  Si para un chiquillo madrileño, que acudía cada año a aquellos lares para matar el hambre, en la hora de las vacaciones estivales, ya era un prodigio extasiarse en la contemplación de una sencilla hogaza del blanquísimo pan que se elaboraba en la misma casa donde dormía cada noche, (en Madrid aún hacíamos cola delante de las tiendas de ultramarinos, en el estanco y en la tahona con las cartillas de racionamiento, para conseguir el triste pan y el tabaco de la derrota) no lo era menos descubrir las nidadas de pájaros que quedaban al descubierto al paso de los sudorosos segadores que se abrían paso entre las altas mieses, sorprendidos tantas veces por el inesperado vuelo de la perdiz que anidaba entre las elevadas murallas de espigas, abandonando tras de sí los huevos de la cría.

  Coca, Turégano, Cuellar, con las poderosas moles de sus fortalezas medievales, este último vanagloriándose aún de los encierros de toros más antiguos de España; Fuentepelayo, Lastras, Mozoncillo, Carbonero el Mayor, Escarabajosa, Navas de Oro, donde un día de julio de 1975, una mujer mayor, como si de oro en paño se tratara, (no era para menos) me mostró un ejemplar de las Poesías Completas de don Antonio Machado ¡¡dedicadas a ella misma por nuestro amado poeta!! Nombres sonoros y musicales todo ellos que tienen la poderosa virtud de evocar un pasado en el que, esta raza de hombres y mujeres, codo con codo, desde los orígenes de este pueblo, estoicamente se obstinan en dar vida a un paisaje, hostil a veces y amable otras, sementando con su sudor y sus huesos estas tierras y alimentando a las gentes de la lejana capital; figuras en un paisaje en el que nacieron y al que permanecen atados por la fuerza de las raíces y de la memoria, piezas dispuestas allí por el dios ibero hace miles de años, como si de un tablero de ajedrez se tratara. La Castilla fanática del pasado, la que llevó a sus capitanes hasta los confines del mundo para sembrar el idioma castellano en la fertilidad de los pueblos americanos que abrieron los brazos a los dioses que cubrían sus cabelleras con cascos de acero y redujeron a escombros antiguas civilizaciones, la América que aún llora en canciones el cruel asesinato de Moztezuma, de Atahualpa; la Castilla  de la “rabia y de la idea” que un día levantó las banderas de la rebeldía sobre los adarves de los viejos castillos, testigos de las conquistas de El Cid, sobre los inútiles ministerios y conventillos donde palidecían los  blancos folios de la nunca proclamada Reforma Agraria. Aquí queda la Castilla de los poetas y de los visionarios, la de los feroces caballeros que combatirán a los árabes hasta expulsarlos mas allá del lejano mar; la de la numantina resistencia ante las legiones romanas, que poblaron estas tierras de castillos y monumentos funerarios que se niegan a desaparecer bajo el viento de los siglos, lejano ya el esplendor de sus días de vana gloria; la de los santos anacoretas que levantaron su reino en el interior de una cueva. Castilla de gañanes y de rastrojos, crisol de ideologías, hoguera de ambiciones imperiales, tierra de humildes hilos de humo que se elevan sobre los pardos tejados hasta un azul limpísimo.  

    Escalona del Prado, lugar de nacimiento de mi querida madre, donde en las horas de la tarde, coincidiendo con nuestra salida de las escuelas, la plaza donde se situaba en la antigüedad el abrevadero se poblaba del ganado que regresaba de pastar en el prado para abrevar. Allí ejercía de barbero mi tío Mariano, en su propia casa, bajo la amarillenta tira del atrapamoscas, entre frascos de Floid, un enorme afiche de Lo que el viento se llevó y el olor a sudor de algunos parroquianos que allí acudían, generalmente un día a la semana, para raparse las barbas, sentados en aquel confortable sillón giratorio, en tanto se hablaba de la siega, de la sequía pasada o de la caza furtiva, a la cual era tan aficionado  El Rojete, mi tío.         No puedo recordar Escobar de Polendos sin que la imagen de mi tío Primitivo acuda puntualmente convocada: remendando calzado en el portal, mientras en el huesa se blanqueaban los restos de las bestias sacrificadas, entre hormas, piezas de cuero, afiladas cuchillas y el penetrante olor de la pez. Más tarde sería mi tía María la encargada de repartir el calzado reparado por los pueblos de alrededor: Pinillos, Cantimpalos, Villovela del Pirón, Peñarrubias, regresando con aquellas alforjas cargadas con más trabajo y con algunas longanizas, hogazas de pan blanco, a más del tocino, que se desbordarían más tarde sobre los modestos manteles de hule con el mapa de España, cuando, inservible ya el dinero de la República, la moneda del nuevo régimen tanto escaseaba. Si me pidieran que escogiera una imagen de aquellos días, me quedaría con aquella de mi madre con el agua hasta los muslos, atrapando ranas y cangrejos en el cauce de aquel humilde arroyo Polendos, entre las risas de mis primas, mientras en Europa se combatía y se moría, ciudad por ciudad, calle por calle, casa por casa, para aliviar al mundo del yugo nazi, en tanto la siniestra sombra del Señor del Pardo y la de sus águilas imperiales se proyectaban sobre aquellas luminosas llanuras, anidando en fachadas de escuelas y edificios oficiales y en el mismísimo corazón de numerosas gentes, hasta hoy mismo.

 Todavía corre un hilo de agua, pero los frondosos árboles que crecen a lo largo de su recorrido se bebieron lo que en el pasado fue, atravesado por un mínimo puente, al pie del cual las mozas fregaban la loza y lavaban la ropa que luego tendían sobre los juncos que crecían allí mismo, arrodilladas en una especie de cajoncillo que evitaba que se mojaran las rodillas. El puentecillo enfila aún hoy hacia la cuesta que sube a la ermita, aneja al cementerio donde triunfan las lagartijas y el silencio, en estas sepulturas donde tanto se prodigan los  Martín, Sanz, Matesanz, Frutos, Peñalosa, Municio…

  Hasta estos bucólicos paisajes, hasta estos espacios donde florecen vigorosos los girasoles que mañana iluminarán nuestras mesas con sus aceites y donde se acumulan los pardos volúmenes de las alpacas de paja que alimentarán a las vacas, hasta aquí también llegaron las cosechas de los  haces de yugos y flechas de la represión de antaño. De estos pacíficos campos otrora cruzados por pacientes asnos cargados con melones, frutas o personas que se trasladaban en este medio a la capital; de estas casas construidas con piedra viva, armadas con viguería de madera y adobes, salieron los “heroicos y valerosos” falangistas seguidores de Onésimo Redondo y de Ramiro Ledesma Ramos para tomar la Capital de la República aquel verano de hace setentaitres años, aunque tantos de ellos no pasaran del Alto del León, de Tablada, de Navacerrada, de Somosierra, de Pegueritos, donde les esperaban los milicianos y los hombres de las Brigadas Internacionales. Pero pasaron. Pasaron y sus cosechas de represión extendieron sus campos hasta  la más humilde escuela, que no faltaron cristos ni retratos del generalísimo y del ausente ni siquiera en la carbonería más oscura. Hasta aquí llegó la cacería sin límites, la venganza y el toque de corneta; el cuartel de la guardia civil y el aceite de ricino; las boinas coloradas y el caralsol, la destitución de maestros,  alcaldes y gobernadores y las numerosas y detalladas nóminas de CAIDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA que cubrieron durante décadas las fachadas y el interior de numerosos templos; hasta estas plazas castellanas llegaron las hordas de la Legión Cóndor, las banderas del orgulloso III Reich cuyo reinado de terror prometía prolongarse mil años, después de bombardear Guernica Eibar y Durango. De todo aquello aún quedan huellas. Mi amigo Paco Marfagón, uno de los últimos alumnos de Machado, farmacéutico de Cantimpalos, falleció (no sin antes mostrarme una edición de 1937 de Viento del pueblo)  debiéndonos un interesante libro de cómo se cebó la represión en esta provincia. Aún hoy es frecuente encontrar el nombre de sus generales en el frontispicio de hospitales, y templos hace décadas abandonados, sin otra cúpula que un hermoso cielo azul, donde penetran las golondrinas, donde centenares de nombres de caídos proclaman su cruzada contra el marxismo. En tanto un afamado cocinero de aquí dispone de más de un monumento en la ciudad, nombrado mesonero mayor de Segovia por un ministro de Franco, uno de los máximos poetas de la República, Machado, que fue profesor aquí y al que se debe la mejor poesía dedicada a Castilla, parece ser aún ignorado: arrinconada su memoria en la modesta pensión que fue de doña Luisa Torrego, que se deshizo en elogios para con el poeta cuando la conocí en lo años sesenta. No, no se le perdonó nunca a don Antonio que tomara partido por los rojos, la antiespaña, que decían ellos; quién con mayor sadismo, después del reinado de terror de la Inquisición, se empleo contra su propio pueblo, quién más que el poeta sevillano amó España, desposeído de su cátedra después de muerto y expulsado del cuerpo docente por el franquismo, ¡¡cuando ya descansaba en el lejano rincón de un cementerio del Pirineo francés!! 

 Parece que se decidieron a erigir un monumento a Agapito Marazuela, no tanto porque defendiera en el frente los valores republicanos como por su labor como folclorista. Algo es algo. Tan solo la muerte borrará de nuestra memoria aquel lejano día, 22 de julio de 1975, en el que un centenar de personas, después de escuchar una charla de Andrés Sorel y de Carmen Albornoz sobre Machado en el patio de la centenaria casa de la Calle Velarde donde la recién inaugurada librería que llevaba su nombre se ubicaba, nos trasladamos a la Calle de los Desamparados, donde se alojó el poeta, para rendirle un sentido homenaje, con lecturas y adhesiones de un Alfonso Sastre aún en Carabanchel y la lectura de un emocionado poema de Longa noite de pedra, por parte de su autor, Celso Emilio Ferreiro, para más tarde bajar hasta la confluencia de los ríos Eresma y Clamores y gozar de la dulzaina y el tamboril a cargo de Marazuela y un joven alumno suyo, que de esta manera se unían al homenaje con motivo del centenario del nacimiento del poeta, en medio de un festivo ambiente donde la gente no se cortaba un pelo en levantar el puño o exhibir una bandera roja, aunque todos supiéramos quién de todos aquellos era el policía de turno. Allí nos enteraríamos de que Marazuela había combatido en la zona roja.  Sin embargo, aparte del busto de Machado, que aún conserva restos de la mancha que le produjo Peñalosa cuando quiso extraer un molde de él, he sido incapaz de encontrar en mi viaje una sola referencia al formidable escultor Emiliano Barral, hijo de Sepúlveda, autor, entre otros, del monumento funerario a Pablo Iglesias, en el Cementerio Civil de Madrid, muerto en el frente de Usera en 1936, durante la defensa de la Capital de la República.

 Además de los citados artistas, es digno de recordar que de aquí salió también un día para combatir al fascismo el militante del PCE Julián Grimau, caído en Madrid y fusilado por el franquismo el 20 de abril de 1963, después de sufrir atroces torturas; SUS CAMARADAS NO LE OLVIDAN, se lee en su tumba del citado camposanto.

 Abandonamos esta tierra castellana, a la que dedicó lo mejor de su obra el pintor Ignacio Zuloaga, no sin prometernos a nosotros mismos que volveremos, pero con tiempo, sin prisas por subir a sus límites con Valladolid, por el solo placer de detenernos ante el solar de lo que en nuestra infancia fuera el cine, de bancos de madera corrido, donde pataleábamos ante las secuencias de las películas de vaqueros; para fotografiarnos en esa Plaza Mayor, y ante el monolito que recuerda en la calle Real a los republicanos represaliados, de nuevo con la bandera tricolor, por el gusto de refregársela a esta sociedad conformista, apática, portadora del virus de la indiferencia, que niega lo mejor de nuestro pasado en favor del papel couché, aunque seamos unos años más viejos que la última vez; para detenernos una y otra vez en los viejos lavaderos donde se dejaban la juventud las mozas de ayer; por el puro gusto de contemplar estos paisajes, que parecen incendiarse en la distancia en los rojos atardeceres, aunque ya no oigamos el golpear de las azuelas sobre los pinos y las canciones de los resineros en la época del sangrado, ni las canciones de la trilla y la siega, aunque ya no volvamos a oír gritar jamás en aquellos pinares el ¡¡perra, perra, perra…!! del primo Félix cuando saltaba una liebre delante de nosotros, aunque ya nunca más volvamos a beber la fresca agua de las cantarillas de barro en las eras, con el sudor chorreándonos por la canal del pecho, ni oigamos el pregón del pregonero de estos pueblos pregonando, ayudado de su pequeña trompeta, la llegada a la Plaza de la Fuente de un buhonero con su mercancía. Desandar el camino que hiciera el poeta de la Calle de los Desamparados el 14 de abril de 1931. Será sin duda hermoso vivir el día en que de nuevo ondee en los balcones de antaño la bandera de la ilusión y de la dignidad, de la inteligencia, la de los poetas leales, la única bandera que fue izada por aclamación popular, no por el miedo a la casta guerrera ni por los monarcas, sobre estas milenarias piedras que conservan integra la memoria de la rebeldía comunera de 1520, que nos hablan de la yesca aplicada a estos mares de cereales en días de justas reivindicaciones, del nacimiento de antiguos y crueles emperadores romanos, de torreones de iglesias destruidos por el rayo en noches de aterradoras tormentas. Aquí yace Castilla, “que desprecia cuanto ignora” ,..cura de sus heridas del pasado, incapaz de sobrevolar el polvo en la que le sumieron en el antaño sus sepultureros: los amos de los palacios, los señores de los castillos, la Isabel que se autoproclamó reina de estas tierras en esa iglesia de San Miguel en el día del Señor 13 de diciembre de 1474, pasando por encima de la auténtica heredera del trono, los señoritos fascistas que salieron de la fresca oscuridad de las casa señoriales, vistiendo las camisas azules del fundador, para movilizar a los ignorantes gañanes que apenas eran dueños del sombrero de paja de la siega y poco más, con la promesa de un lugar junto a los luceros, precisamente contra un orden constitucional que les prometía la tierra, la cultura y el sufragio universal. 

  Estas tierras aún esperan que un director de cine ¿Víctor Erice? nos rebele su auténtica alma. Cientos de películas se deben haber rodado en Barcelona y en Madrid, el mismo Saura, Bardém y algún otro hicieron incursiones en estas tierras con películas como La venganza, La prima Angélica, pero uno siempre tiene la convicción de que, la gran película sobre Castilla esta por hacerse.

   Nos alejamos de esta singular tierra, no sin antes conversar, en el Azoguejo, con un matrimonio canarión que afirma desplegar todos los festivos del año su bandera tricolor en su balcón en la Isla, o aquel hombre que se detiene a estrechar nuestra mano cuando observa nuestro pañuelo con los colores azañistas, nos despedimos con una apasionada declaración de amor de quién ama esa carretera que sube serpenteando desde San Marcos hasta Zamarramala, dejando atrás los bellísimos parajes de La Fuencisla, el Alcázar, la prodigiosa y singular arquitectura de la iglesia de la Vera Cruz, de los Templarios, el Monasterio del Parral, donde nos detuvimos a oír misa la mañana del domingo por el gusto de escucharla cantada en gregoriano; esa puerta trasera por donde salía la yunta en los lejanos amaneceres de la infancia, grisacea ya, como las viejas monedas de plata, cuando la traspasé por primera vez; el entrañable lavadero cubierto, construido, según se lee en su fachada, en 1935, en la República; el reloj del Ayuntamiento, en la Plaza de la Iglesia, que ordena la vida diaria de este pueblo: desde la hora de levantarse para encender el fuego, trotar hasta las escuelas y abrir la oficina de Correos, hasta el momento de encender las luces de estas calles al anochecer.       

                                                            ¡¡VIVA LA REPÚBLICA!!

 --------------------------

Ángel Escarpa Sanz. Islas Canarias. Agosto de 2009

 

 

 

  Página de inicio                        Enviar artículo a Meneamé