Nueva
Tribuna
4 de Junio de 2009
La guerra civil española no fue una guerra civil. Al
menos, en todos los lugares de España: en buena
parte del sur, desde sus primeros días y ante la
aplastante y contundente victoria de los golpistas,
aquello se convirtió en una deliberada operación de
exterminio de todo tipo de heterodoxia. Esas mismas
prácticas siguieron a medida que el fascismo y el
tradicionalismo español fue arrinconando al ejército
que defendía la legitimidad democrática de la
Segunda República. Mientras las potencias
occidentales se encogían de hombros, se tapaban la
nariz y no hacían nada mientras que la Italia de
Mussolini y la Alemania de Hitler se entrenaban en
la Península Ibérica para lo que después
constituiría la Segunda Guerra Mundial.
Pero mucho peor que aquella guerra civil que no
llegó a ser del todo una guerra civil, fue lo que
vino luego: durante la posguerra prosiguieron las
ejecuciones sumarias, el robo de niños y su
secuestro ilegal, junto con una feroz censura y la
práctica cotidiana de torturas y condenas por
delitos de opinión, que prosiguieron hasta incluso
después de muerto el dictador Francisco Franco en
1975.
Estamos hablando de un periodo histórico
absolutamente siniestro, en cuyo transcurso se gestó
en gran medida el germen de la sociedad que hoy
vivimos, en gran medida analfabeta desde el punto de
vista político y presa todavía de viejos rencores y
con una gana ubérrima de silencio y olvido, todo lo
contrario que debería ser la correcta aplicación de
la tímida Ley de Memoria Histórica que todos los
españoles nos otorgamos durante la anterior
legislatura.
Resulta algo más que una paradoja que el Tribunal
Supremo admita a trámite una denuncia de la
organización ultraderechista Manos Limpias contra
Baltasar Garzón, que inició diligencias previas para
intentar que la Audiencia Nacional enjuiciara a lo
que queda de franquismo, justo setenta años después
de la victoria de aquel general chusquero. Que los
herederos ideológicos de aquel totalitarismo
pretenda sentar en el banquillo a un juez demócrata
por intentar hacer, aunque fuere, justicia poética
es toda una contradicción de la democracia, insólita
por lo demás en el escenario europeo.
Franco, desde luego, está ganando aquí y ahora su
última batalla contra las libertades, como si se
hubiera convertido en su admirado Cid Campeador, que
salía a pelear incluso después de muerto.
Está muy bien que pasemos página, pues eso parece
ser lo que quieren los votantes conservadores, cuyos
representantes siguen sin querer asumir que la
derecha parlamentaria que sueñan no tendría que
parecerse en nada con aquella dialéctica de los
puños y las pistolas que preconizaba José Antonio
Primo de Rivera. Y eso también parece que buscan los
responsables socialistas, que entienden que ya se ha
hecho lo que ha podido para intentar saldar cuentas
con ese espinoso asunto de nuestro turbio y
sangriento pasado.
¿Cómo escribir el futuro sin reconciliarnos con el
ayer? ¿Cómo sacar a la luz pública lo mejor y lo
peor de aquellos años si seguimos echándole tierra
encima a las fosas comunes de la ignominia? En
Chile, ahora mismo, se estarán frotando las manos
aquellos que pusieron el grito en el cielo cuando
Baltasar Garzón logró detener en Londres a Augusto
Pinochet, devolviéndole aunque fuera por unos días y
con la elegancia del estado de derecho la bofetada
mortífera que propinó al gobierno legítimo de
Salvador Allende, a partir de aquel siniestro 11 de
septiembre de 1973. Cuando la justicia española, a
partir de las diligencias ordenadas por dicho
magistrado, le amargó la vejez a semejante gorila,
muchas voces americanas –y no sólo de la derecha--
protestaron, en tanto argumentaban que España
encausaba verdugos del cono sur de dicho continente,
pero era incapaz de sentar en el banquillo de los
acusados a sus propios matarifes.
Franco y los suyos, visto lo visto, se saldrán de
nuevo de rositas. Y Baltasar Garzón tendrá que
perder tiempo en defenderse de los fachas y de
algunas togas que quizá sientan más simpatía por las
pomporrutas imperiales que por el diablo de los
Rolling Stones. El mundo al revés: cualquier día
juzgarán a Abel por haberse dejado matar por Caín.
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Juan José Téllez es escritor y periodista,
colaborador en distintos medios de comunicación
(prensa, radio y televisión). Fundador de varias
revistas y colectivos contraculturales, ha recibido
distintos premios periodísticos y literarios. Fue
director del diario Europa Sur y en la actualidad
ejerce como periodista independiente para varios
medios. En paralelo, prosigue su carrera literaria
como poeta, narrador y ensayista, al tiempo que ha
firmado los libretos de varios espectáculos
musicales relacionados en mayor o menor medida con
el flamenco y la música étnica. También ha firmado
guiones para numerosos documentales.