Casi a punto de
cumplir su primer año en la presidencia norteamericana, Barack
Obama contempla cómo los Estados Unidos continúan sumidos en una
grave crisis económica y social, pese al anuncio de que la
recesión ha terminado, que muestra más los deseos que la
realidad. En enero de 2009, Obama llegaba con la aureola de
haberse opuesto a la guerra de Iraq, prometiendo la retirada de
sus tropas de ocupación, y, al parecer, dispuesto a realizar
serias reformas en Estados Unidos, liquidando, además, la
aventurera y agresiva política exterior que había impulsado
Bush. El nuevo presidente heredó dos guerras y la ruptura de los
acuerdos de desarme que se habían suscrito con la Unión
Soviética (el ABM, de 1972, sobre misiles antibalísticos, que
era el más importante compromiso de desarme, sobre cuyos
cimientos descansaban todos los demás convenios), además de una
agresiva apuesta por un falso “escudo antimisiles” en Europa,
que era, en realidad, un peligroso instrumento contra la
seguridad estratégica de Rusia.
Si
juzgamos la figura de Obama con los criterios de la prensa
europea (en general, fascinada por un presidente que han
calificado como progresista, y que ha deslumbrado incluso a la
izquierda moderada, que ha hecho una bandera de su nombre),
deberíamos concluir que su presidencia inicia una nueva era. Esa
misma prensa europea, que se abstuvo, en general, de criticar la
ferocidad de Bush y su doctrina fascista de las “guerras
preventivas”, y que empezó a censurarle, con timidez, tan sólo
cuando terminaba su presidencia, creó el mito de un Obama
reformista, del inicio de una nueva era… que está muy lejos de
la realidad. Las ridículas loas realizadas por los periódicos y
la televisión, elevando sus discursos a la categoría de piezas
de pensamiento político, han creado una enorme confusión en la
opinión pública, porque no hay que esperar gran cosa de Obama,
aunque es cierto que su elección, tras la larga etapa del
incompetente y despiadado Bush, su condición de afroamericano, o
mulato, y su relativa juventud, unido a la fuerza y simpatía de
su familia, le han convertido en un icono popular, al que
incluso organizaciones más o menos procedentes de la izquierda,
emulan. Sin embargo, Obama comparte la generalizada convicción
norteamericana sobre el papel providencial de Estados Unidos y
su misión como líder del planeta, y, hasta ahora, no ha dado
muestras de firmeza en impulsar reformas progresistas, aunque su
apuesta de un nuevo sistema de salud que alcance a todos los
norteamericanos sea positiva, como lo es la renegociación de las
hipotecas de ciudadanos que han perdido su trabajo y están
arruinados, pero, hasta hoy, ha aprobado muchas más ayudas a los
bancos y al corrupto capitalismo representado por Wall Street
que partidas ha dedicado al socorro de los más pobres, de los
millones de parados que ven el futuro con desesperanza.
Nos
centraremos aquí en el examen de su acción exterior. La
definición de una nueva política exterior lleva tiempo, sin
duda, pero ha transcurrido casi un año desde la llegada del
nuevo equipo a la Casa Blanca y puede decirse que la inercia del
aparato militar norteamericano arrastra a Obama, y que si la
insoportable petulancia que Washington ha mostrado en todos los
foros internacionales desde hace medio siglo empieza a
desaparecer parcialmente, no por ello el nuevo presidente ha
dejado de creer en esa caricatura de “pueblo elegido” con que
todos los dirigentes estadounidenses han investido a su propio
país ante el resto del mundo. Porque esa infantil y ridícula
convicción de creerse el mejor país del mundo, de mostrarse como
la culminación del progreso universal, también es compartida por
Obama, y sus discursos son una prueba inapelable.
Es
cierto que Obama prohibió el recurso a la tortura, tan utilizada
por las tropas norteamericanas en el exterior, y no se negó a
que los responsables de su aplicación respondiesen ante los
tribunales, pero, finalmente, el Departamento de Defensa
consiguió bloquear la publicación de fotografías que
documentaban las torturas y todo indica que no tiene intención
de pedir responsabilidades. Además, el secretario de Defensa con
Bush, Robert Gates, continúa en la misma función con Obama, y el
presupuesto de defensa ha aumentado incluso la abultada partida
que Bush le dedicó.
Casi un año después, todavía no se ha cerrado Guantánamo, aunque
se ha anunciado su clausura en enero de 2010. No se ha puesto
fin al terrorismo de Estado, ni se ha terminado con los
bombardeos sobre poblaciones civiles, y tampoco Obama ha
renunciado a utilizar mercenarios en distintos escenarios.
Durante la campaña electoral, ya hizo una sorprendente
diferenciación entre Afganistán e Iraq, como si la guerra y la
ocupación de ambos países no formasen parte del mismo proyecto
de control y dominación de Oriente Medio y, en lo posible, de
Asia central. En Iraq, se ha anunciado que las tropas
norteamericanas serán retiradas en agosto de 2010, aunque es un
anuncio tramposo, como veremos.
Con
la ambición de cambiar la percepción que el resto del mundo
tiene de Estados Unidos, terminando con la agresiva política
exterior de Bush, Obama ha tendido la mano a Rusia, a China, y
ha anunciado su empeño de cambiar Oriente Medio, dedicando
especial atención al conflicto entre Israel y los palestinos, y
a una nueva relación con América Latina. El discurso de El
Cairo, del 4 de junio, ofreciendo una mano tendida a los
musulmanes del mundo, mantenía en lo sustancial la habitual
política norteamericana, con una nueva retórica. Animado por los
precarios éxitos en Iraq, mientras se teje el alambre de espino
de un protectorado, Obama ha anunciado que la prioridad sería la
guerra de Afganistán, enviando más tropas y presionando a sus
aliados de la OTAN para que sigan el mismo camino, pese a la
reticencia de Alemania y Francia. Ignorando la evidencia, Obama
sigue manteniendo la retórica bushiana de que la
intervención en Afganistán es fundamental para evitar otros
ataques terroristas sobre territorio norteamericano, aunque la
invasión del país fue diseñada para controlar Asia central. El
recurso a la “guerra contra el terrorismo” supone continuar
utilizando una mentira para camuflar los intereses
norteamericanos, porque el terrorismo, por mortíferos y
llamativos que sean algunos de sus atentados, es un problema
menor en el mundo, útil para manipular la emoción de los
ciudadanos e incapaz de crear el menor problema para el poder
global norteamericano. Mientras Pakistán amenaza quiebra, en
Irán la diplomacia norteamericana abre una vía de negociación,
aunque sin renunciar a la desestabilización.
Con
Europa es muy dudoso que Obama inicie una nueva política,
definida hoy por la constante presión sobre sus aliados,
convertidos de facto en rehenes (Francia y Alemania, pero
también Gran Bretaña), por la negativa a una mayor autonomía
europea, y por la utilización de los nuevos gobiernos del Este
continental (los bálticos, Polonia, Ucrania, Georgia) como
arietes de los intereses norteamericanos en Europa, naciones que
actúan como verdaderos países satélites de Washington, en
ocasiones adoptando posturas más papistas que el propio Papa
norteamericano. La función de la OTAN, que en Washington es
vista como el instrumento de una nueva política imperial
norteamericana en el conjunto del planeta, es otra de las
cuestiones pendientes, y Obama, como Bush, se orienta a
convertirla en el agente universal de los intereses
norteamericanos. Así cobra sentido la exigencia a sus aliados
europeos del envío de nuevos soldados a Afganistán.
En
América Latina, donde el retroceso norteamericano es evidente,
Obama no ha cambiado, en lo sustancial, la política de acoso a
Cuba, Venezuela y Bolivia, acompañada de una acción a veces
contradictoria: en Honduras, Washington califica al gobierno de
Micheletti de ilegal, pero la USAID le financia, aunque la
agencia justifica su proceder con el pretexto de la “ayuda
humanitaria”. La aparición de nuevos actores progresistas en el
continente ha sido facilitada por los acuciantes problemas de
Washington en otros escenarios, y está consolidándose, con
prudencia, la nueva autonomía de Brasil, y surge en el horizonte
el peligro de un mayor alejamiento argentino. Brasil ha tomado
distancia del dólar, aunque no rompa su alianza con Washington.
La respuesta del nuevo gobierno Obama es la militarización de
Colombia, con la instalación de siete nuevas bases militares, y
un nuevo diseño de su tradicional despliegue en el continente.
Oriente Medio es uno de los grandes escenarios de la pugna
internacional por el reparto de nuevas áreas de influencia, y la
cuestión palestina contagia a todos los actores. Obama
había defendido los derechos del pueblo palestino, aunque desde
la presidencia, en las cuestiones fundamentales, mantiene la
posición tradicional de Estados Unidos, cuya diplomacia sigue
defendiendo que la violencia palestina es el gran
problema del conflicto: ayer, la OLP, y hoy, Hamás, sin el menor
reconocimiento de que el verdadero origen es el expolio de las
tierras palestinas para la creación de un Estado racista, que
busca su expansión territorial y que no está dispuesto a
reconocer un Estado palestino, pese a las renuncias de las
organizaciones palestinas: Hamás ha aceptado la solución de dos
Estados sobre las fronteras anteriores a la guerra de 1967.
Washington exige el cese de la “violencia palestina”, pero omite
esa exigencia para Israel, pese a la enorme diferencia entre el
sufrimiento causado por unos y otros, y sin hacer ninguna
referencia al poder atómico israelí (mientras se insiste en el
peligro del programa nuclear iraní), ni a los cinco millones de
refugiados palestinos que malviven en toda la zona. Pese al
nombramiento del maronita George Mitchell, y a una retórica que
insiste en el derecho a la paz y a la tierra para israelíes y
palestinos, que podría basarse en la resolución 242 del Consejo
de Seguridad de la ONU, Obama no se ha distanciado un ápice del
apoyo estadounidense al Estado de Israel. La ficción de
presentar a la diplomacia norteamericana como una mediadora
entre dos enemigos, israelíes y palestinos, esconde
interesadamente la realidad de Israel como un eficaz Estado
cliente que mantiene el dominio occidental y norteamericano
sobre todo Oriente Medio. Así, el indisimulado disgusto de
Netanyahu con las nuevas propuestas de Obama no nace de que
estas sean realmente equilibradas y busquen una solución justa y
definitiva al drama palestino, sino del hecho de que Tel-Aviv
está demasiado acostumbrado a imponer sus puntos de vista, como
testimoniaron los años perdidos bajo la dirección de Condoleezza
Rice. Ha bastado una tímida petición norteamericana para que
Israel no construya nuevos asentamientos (ilegales desde todo
punto de vista, incluso para la justicia israelí) para que
Netanyahu se muestre desafiante. El primer ministro israelí ha
dejado clara su negativa a la existencia de dos Estados, y todo
indica que, pese al apoyo de Obama a la creación de un Estado
palestino (también Bush lo dijo), Estados Unidos no va a forzar
la mano de su aliado-cliente israelí. No hay, por tanto, un giro
en la política hacia Israel, ni tampoco en la pretensión de
continuar marginando a Siria, y si Abbas cree que la creación
del Estado palestino vendrá de la mano de Obama comete un grave
error. Por añadidura, la declaración de Biden en julio
admitiendo el “derecho israelí” a atacar a Irán, es una muestra
más de las vacilaciones del gobierno Obama, y la exigencia
israelí, que Estados Unidos no impugna, de continuar detentando
el monopolio atómico en Oriente Medio, complica las cosas.
Para Iraq, el nuevo presidente reserva el papel de gran
portaaviones de las tropas norteamericanas en Oriente Medio: no
hay que olvidar que la responsable de la diplomacia, Hillary
Clinton, anunció que casi cien mil soldados norteamericanos
permanecerían en el país durante quince o veinte años más, es
decir, hasta 2029, cuando —si el mundo no lo impide— se cumplirá
un cuarto de siglo de ocupación militar. De manera que el
anuncio de la retirada de las tropas hecho por Obama esconde la
realidad de que Iraq va a continuar siendo un país ocupado. En
Afganistán, convertido en un “narcoestado”, al fraude electoral
que ha proclamado ganador a Hamid Karzai se añade una sangrienta
ocupación que no ha resuelto ninguno de los problemas del país.
Los señores de la guerra, cómplices de Washington, siguen
controlando el territorio, y el hermano del dictador, Wali
Karzai, es uno de los principales traficantes de armas y drogas
afganos. La esperanza de que las elecciones consolidasen el
proceso político se ha revelado vana, y el riesgo de que
Pakistán sea arrastrado al combate es real, porque, ocho años
después del inicio de la ocupación, Obama no apuesta por el
final del conflicto, sino por la continuación de la guerra. El
nombramiento del general Stanley McChrystal como jefe de las
tropas norteamericanas en Afganistán tampoco es una buena
noticia: durante su estancia en Iraq, las torturas a los
prisioneros formaban parte de las tácticas diarias. Tampoco en
Pakistán han cambiado las cosas con Obama: los bombardeos
norteamericanos, con frecuencia sobre población civil, han
continuado como en la etapa Bush.
No
hay tampoco ningún acercamiento a las necesidades defensivas
iraníes, y la apuesta de Obama por la negociación con Teherán
disfraza también la constante presión sobre la teocracia iraní.
Más allá de las consideraciones sobre el sanguinario régimen
político de los ayatolás (que comparte con Israel el hecho de
estar gobernados ambos por la extrema derecha y por el fanatismo
religioso), la legítima preocupación por la defensa de Irán hace
que, aunque siguen sin reconocerlo abiertamente, la apuesta de
Jatamí y Ahmadineyad por conseguir el arma nuclear sea vista
como legítima por muchos países: si, en la zona, Israel la
posee, y Pakistán y la India también, ¿por qué Irán, no debería
hacerlo? Además, con arreglo a los acuerdos internacionales es
insostenible pretender que las grandes potencias tengan
armamento atómico y que Irán sea puesto en entredicho por
pretender lo mismo. Sin olvidar que Estados Unidos tiene
veintinueve bases militares en la región, entre Turquía, Arabia,
el golfo, Omán y Pakistán y Afganistán, más el despliegue en
Iraq y los destacamentos en Asia central, cercanos también a
Irán… a añadir al poder militar israelí. ¿No es razonable que
Irán piense en su defensa? Pese a todo, la aceptación por parte
de Teherán para que el OIEA inspeccione las instalaciones de Qom
da una oportunidad a la diplomacia.
La
relación con Rusia sigue siendo una de las cuestiones centrales
de la política exterior de Washington. En febrero, en la
Conferencia Internacional sobre seguridad, en Munich, el
vicepresidente Joseph Biden, que habló de una “nueva era”,
ofreció el “reinicio” de las relaciones con Moscú tras la etapa
Bush, pero no renunció al escudo antimisiles ni dejó clara la
postura norteamericana en relación al desarme atómico, pese a
los deseos expresados por Obama de trabajar por un mundo sin
armas nucleares. Cuando Obama acudió a Moscú, Estados y Rusia
suscribieron acuerdos para un nuevo tratado START, avanzando la
idea de que los sistemas balísticos deberían situarse entre 500
y 1.100 unidades, con un total de entre 1.500 y 1.675 cabezas
atómicas, a completar en un plazo que alcanzaría hasta el año
2017.
Los
contactos diplomáticos y los encuentros entre Medveded y Obama
sirvieron para alcanzar algunos acuerdos parciales: ambos
asumieron que sólo desplegarían armas nucleares estratégicas
ofensivas en su propio territorio. Rusia aceptó que Estados
Unidos podría realizar cuatro mil quinientos vuelos, al año, sin
necesidad de pagar nada, para facilitar el transporte de tropas
y armas por territorio ruso en dirección a Afganistán. Todavía
se mantenían las diferencias sobre el escudo antimisiles y
Georgia; de hecho, Medvedev había afirmado en la reunión del G-8
que Rusia desplegaría sistemas de misiles Iskander en la región
de Kaliningrado si Estados Unidos continuaba con sus planes del
escudo, falsamente defensivo, y adelantó que el acuerdo sobre el
START dependería de que Washington renunciase a su instalación
en Polonia y Chequia. El alborozo con que fue recibido por los
medios de comunicación europeos el anuncio de Obama de que
renunciaba al emplazamiento del radar en Chequia y de los
misiles interceptores en Polonia era infundado, porque Estados
Unidos nunca ha afirmado que no se vaya a construir ese “escudo
antimisiles” en Europa, y es muy probable que adopte otra forma:
puede ser desplegado en buques en los mares fríos del norte de
Europa. No hay “renuncia” al escudo, sino replanteamiento, con
la mirada puesta en conseguir la colaboración de Moscú en la
cuestión iraní.
Hay
muchos otros problemas que envenenan la relación entre ambos
países: las fronteras de Georgia, y la hipotética incorporación
a la OTAN, forzada por Estados Unidos, de éste país y de Ucrania
(cuya población rechaza el ingreso), además de las cuestiones
relacionadas con la explotación de los hidrocarburos de la zona
del Caspio y Asia central. También les enfrenta la cuestión de
Kosovo, cuya independencia es rechazada por Moscú y auspiciada
por Washington. Moscú rechaza con dureza la posibilidad de que
la pequeña Georgia y la gigantesca Ucrania se incorporen a la
OTAN, y procura limitar la penetración norteamericana en el
Cáucaso y en el norte del Mar Negro. La crisis económica, y la
debilidad del dólar son otros motivos de fricción: el gobierno
ruso admitió, con motivo de la cumbre del llamado BRIC en junio,
que pensaba colocar una parte de sus reservas monetarias en
instrumentos financieros (bonos) de países como China, India y
Brasil, algo que Washington interpreta como una acción agresiva
de Moscú. The New York Times y el resto de la prensa
norteamericana especulaban, alarmando a la población, sobre el
deseo de Moscú de “golpear a Estados Unidos”.
Hay
que recordar que, violando los compromisos suscritos con
Gorbachov, la expansión militar norteamericana ha continuado: la
OTAN de los años soviéticos contaba con dieciséis países
miembros, mientras que la actual tiene veintiocho integrantes, y
se sigue especulando con su ampliación. Sin olvidar que, pese a
las buenas palabras, Estados Unidos ha impulsado una estrategia
de verdadero cerco a Rusia y de intromisión en su periferia:
Washington dispone de bases militares en siete de las quince
antiguas repúblicas soviéticas, y, además, con Obama, la
tentación de seguir organizando y financiando “revoluciones
naranjas” sigue presente en Washington. Esa política se combate
desde Moscú con el intento de articular un espacio económico y
de defensa que integre al mayor número posible de antiguas
repúblicas soviéticas, y en la creciente colaboración con China,
tanto en la Organización de Cooperación de Shanghai, que se ha
consolidado en los últimos cinco años, así como en la
coordinación ante potenciales conflictos diplomáticos como Irán
o Corea del Norte. También, Moscú afronta la reforma de las
fuerzas armadas rusas y de sus tropas de misiles estratégicas, y
con su fulminante respuesta a la provocación georgiana del
verano de 2008 (equipada con armas facilitadas por Washington,
que dio su asentimiento a la agresión y a la guerra) trazó una
clara línea roja a Estados Unidos.
Por
otra parte, con Obama, los norteamericanos no han anulado los
planes elaborados bajo la presidencia Bush sobre la ampliación
de la OTAN y su intervención en áreas no cubiertas por el
Tratado fundacional (como en Afganistán, por ejemplo), sobre la
creación de nuevas bases militares en sus países satélites del
Este europeo (trasladando instalaciones desde Alemania y otros
países de la parte occidental del continente), sobre la
militarización del espacio y, también, sobre la introducción de
dispositivos militares agresivos en la gran región helada del
Ártico. La negociación sobre el nuevo tratado que sustituya al
START-1 es una de las pruebas de fuego para Obama (véase El
viejo topo, nº 258-259), pero, para ser creíble el propósito
que anunció de construir un mundo sin armas nucleares, Estados
Unidos debería asumir de nuevo el ABM o aceptar abrir
negociaciones encaminadas a elaborar un nuevo acuerdo que recoja
su espíritu.
China es la gran prioridad de la política exterior
norteamericana: Hillary Clinton ha reconocido que las relaciones
bilaterales decisivas en el siglo XXI serán las de China y
Estados Unidos. A mediados de febrero, el primer viaje exterior
de la nueva secretaria de Estado fue a China. El periplo fue
adornado con visitas paralelas a Japón y Corea del sur,
tradicionales aliados, y a Indonesia, pero el destino clave era
Pekín. No es de extrañar: Estados Unidos es el país más
endeudado del planeta: la conjunción de la deuda del Estado, más
la de sus empresas y la de las familias, asciende a setenta
billones de dólares, con unos costes por el pago de intereses
que, en la práctica, han quebrado el sistema norteamericano, que
se sostiene por la constante impresión de moneda, de
dólares-basura que entrega al mundo a cambio de bienes y
productos, y por el recurso a la financiación exterior. Y la
compra por China de bonos del tesoro es una premisa fundamental
para la actividad gubernamental norteamericana. El doble
déficit, comercial y fiscal, crea una situación que no puede
sostenerse durante mucho tiempo. Esa era la clave del viaje de
la secretaria de Estado.
En
marzo de este año, el primer ministro chino, Wen Jiabao, hizo
pública su preocupación por la seguridad de las reservas chinas
en dólares, a la vista de la crisis norteamericana. De hecho, es
una evidencia que el actual sistema le permite a Washington
mantener grandes déficits y unos enormes gastos militares que,
de otra forma, estarían fuera del alcance real de la economía
norteamericana. Además, el cada día más precario y discutido
papel del dólar como moneda de reserva internacional, llevó al
gobernador del Banco Popular de China, Zhou Xiaochuan, a
proponer la sustitución de la moneda norteamericana por los
derechos especiales de Giro del FMI. También Rusia ha
propuesto ideas semejantes, proponiendo la inclusión del yuan
chino y el rublo, además del oro, en la cesta de divisas (dólar,
euro, libra, y yen japonés) que define esos derechos
especiales de giro. China posee más de dos billones de
dólares en divisas, buena parte de ellas en bonos del tesoro
norteamericanos (que ha accedido a seguir comprando), y está
preocupada por el futuro de esos activos, y considera, además,
que la insostenible función actual del dólar otorga
injustificadas ventajas de todo tipo a Estados Unidos. La
propuesta de crear una moneda internacional de reserva que
sustituya al dólar fue rechazada por Obama, consciente de que
ese paso supondría el principio del fin del predominio
norteamericano. Pese a todo, China sabe que no le interesa una
crisis descontrolada del dólar que causaría severas pérdidas a
sus reservas. En la práctica, se da una curiosa paradoja: Pekín
tiene capacidad para dañar seriamente la divisa norteamericana,
pero al precio de causar un daño irreparable a su propia
economía. Hoy por hoy, aún no existe una divisa alternativa al
dólar: de ahí, la insistencia en la creación de una nueva moneda
internacional de reserva.
Las
diferencias entre ambos países sobre la forma de afrontar la
crisis son notorias, y la tentación proteccionista, muy presente
en el círculo de Obama, ha llevado a Washington a grabar con
aranceles abusivos a los neumáticos chinos, por ejemplo,
violando las disposiciones de la OMC, aunque declarando que
Estados Unidos no desea una guerra comercial con China, y a
presionar a Pekín, por la vía interpuesta de Gordon Brown,
exigiendo que China “compre más en otros países”, como si esa
circunstancia fuera una de las causas de la crisis económica
mundial. Frente a la impotencia del G-7, uno de los instrumentos
tradicionales de intervención de Estados Unidos, la cumbre de
junio en Ekaterinburg entre los principales dirigentes de Rusia,
China, India y Brasil, donde se discutió la conveniencia de una
nueva moneda de reserva internacional, indicaba también el
nacimiento de un nuevo polo mundial.
La
propuesta (lanzada desde círculos próximos al poder
norteamericano: Brzezinski, por ejemplo, que aconseja a Obama;
que ha sido vista con suma preocupación por la Unión Europea y
por Japón) para establecer un G-2, que fuera, de hecho, un
directorio mundial para afrontar la crisis económica y los
problemas globales, es rechazada por Pekín, que insiste en el
multilateralismo como instrumento de colaboración internacional.
Wen Jiabao consideró que la idea de un G-2 era un camino sin
salida. Estados Unidos estaría tentado de establecer un
directorio semejante, pero la relevancia política que tiene esa
propuesta es que significa la admisión implícita de que el
programa del unilateralismo norteamericano lanzado con Bush y de
su predominio mundial en solitario (un siglo XXI americano)
ha fracasado. De manera que Estados Unidos se mueve todavía
entre la obligada renuncia a los planes de Bush, derrotados por
la realidad, la necesidad de colaborar con China, y una inercia
imperial que Obama no ha roto. Poco después de ser confirmado
por el presidente, el secretario de Defensa, Robert Gates,
aseguró ante el Senado que su país estaba preparado para
afrontar “cualquier amenaza militar que pudiera venir de China”,
como recogió el 27 de enero de este año el The New York Times.
En marzo, el Departamento de Defensa norteamericano presentaba
su informe sobre el poder militar chino donde criticaba la
reforma y el desarrollo de su ejército y sugería que Pekín
estaba cambiando su tradicional concepción estratégica (guerra
exclusivamente en defensa de su propio territorio) por la
posibilidad de librar guerras limitadas en su esfera de
influencia próxima. La evidente tergiversación de la política
exterior china fue tal que Pekín presentó una protesta
diplomática. En relación con el arsenal nuclear, China, con
ocasión de la solemne celebración del sesenta aniversario de la
revolución, ha reafirmado, al igual que Rusia, su decisión de no
ser jamás “el primer país en utilizar armas nucleares”. Estados
Unidos se niega a contraer un compromiso semejante.
Por
su parte, Timothy Geithner, secretario de economía, acusó a
Pekín de manipular su moneda, haciendo responsable a China de
una parte de las dificultades norteamericanas. Es una constante:
en febrero, el responsable de la Inteligencia norteamericana,
Dennis Blair, presentó en el Senado el análisis de sus
servicios, identificando la crisis económica como la principal
amenaza, y a China e India como los países que concentrarán el
poder en el mundo, a largo plazo, y, aunque reconoció que China
trabaja para mantener buenas relaciones con el resto de grandes
potencias y que su política exterior es pacífica, no dejó de
llamar la atención sobre el creciente poder económico chino y el
fortalecimiento de su Armada y del Ejército Popular, y recalcó
el deseo chino de aumentar su influencia en el mundo. En ese
sentido, el cambio político en Japón y la propuesta del nuevo
primer ministro, Yukio Hatoyama, de crear una Comunidad de
Asia oriental, dotada de una moneda común (que ya ha
recibido el visto bueno de Pekín), es vista con suma
preocupación en Washington. Obama está dispuesto a contar más
con Japón, cuyo gobierno desconfiaba de los pasos dados por Bush
en el tratamiento de la desnuclearización de la península
coreana. Las negociaciones con Pygongyang son otro de los puntos
de fricción entre Pekín y Washington.
Al
mismo tiempo, Estados Unidos mantiene la presión en otros
escenarios: juega la carta de Taiwan, y dispone de portaaviones
de propulsión nuclear para controlar la zona, dotados de decenas
de aviones de combate, con bases permanentes en Japón. En su
reunión con Clinton en Washington, el ministro de exteriores
chino, Yang Jiechi, insistió en la apuesta china por la
colaboración, pero no olvidó mencionar que Estados Unidos debe
ser cuidadoso en la cuestión de Taiwan (y en el
tratamiento de los asuntos relacionados con el Tíbet),
recordando el compromiso norteamericano con la idea de “una sola
China”. La victoria del Kuomintang en las elecciones taiwanesas
ha fortalecido la cooperación entre ambos lados del estrecho, y
debilitado las posiciones independentistas que durante mucho
tiempo han sido estimuladas por Estados Unidos. El encuentro
entre Obama y Hu Jintao sirvió también para relanzar la
cooperación y la discusión sobre asuntos militares: Pekín tenía
muy presente que, con el gobierno Bush, una de las últimas
decisiones de Washington había sido la venta de nuevo armamento
a Taiwan por valor de casi siete mil millones de dólares. Al
mismo tiempo, Washington asiste con impotencia a la
consolidación de la Organización de Cooperación de Shanghai,
OCS, aunque todo indica que su papel seguirá aumentando en Asia,
y en el mundo.
En
otras regiones, Obama ha reactivado su política exterior: a
finales de julio, Hillary Clinton anunciaba el “retorno” de
Estados Unidos a los escenarios del sudeste asiático, a través
del impulso de una nueva relación con la ASEAN (formada por diez
países del sur de Asia, entre ellos Indonesia, Malasia,
Filipinas, Birmania, Tailandia y Vietnam), decisión que venía a
ser un reconocimiento implícito del retroceso norteamericano en
la zona y la proclamación del deseo de contener a China,
cuyos lazos e influencia han aumentado considerablemente en el
sudeste asiático.
Termino. Las exageradas y grandilocuentes alabanzas de la prensa
europea al nuevo presidente norteamericano, ocultan la realidad
de un verdadero espejismo Obama, cuyo papel e influencia
ante el mundo se ha beneficiado, por comparación, del recuerdo
del sangriento paso de Bush en el inicio del siglo. Porque no
hay, en lo sustancial, una nueva política exterior
norteamericana, al margen de las rectificaciones forzadas por la
evolución de los conflictos. Podemos concluir que, con la nueva
presidencia, la política exterior norteamericana es la
continuación de la anterior etapa, aunque con expresiones más
moderadas, y que el multilateralismo de Obama es, más que una
decisión de su gobierno, una obligada revisión que Washington no
tiene más opción que adoptar, ante la evidencia de que Estados
Unidos, durante los ocho años de Bush, ha fracasado en su
intento de imponer su visión mesiánica del papel norteamericano
en el mundo, y que el desastre del unilateralismo y la
continuación de las guerras de Iraq y Afganistán (¡ocho años
después!) han precipitado la crisis, poniendo de manifiesto ante
el mundo que el inicio de la decadencia norteamericana no es una
hipótesis de futuro, sino una precisa fotografía del momento
histórico.