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La nueva política exterior norteamericana: el espejismo Obama


 

El Viejo Topo 5 de Noviembre de 2009

 

Casi a punto de cumplir su primer año en la presidencia norteamericana, Barack Obama contempla cómo los Estados Unidos continúan sumidos en una grave crisis económica y social, pese al anuncio de que la recesión ha terminado, que muestra más los deseos que la realidad. En enero de 2009, Obama llegaba con la aureola de haberse opuesto a la guerra de Iraq, prometiendo la retirada de sus tropas de ocupación, y, al parecer, dispuesto a realizar serias reformas en Estados Unidos, liquidando, además, la aventurera y agresiva política exterior que había impulsado Bush. El nuevo presidente heredó dos guerras y la ruptura de los acuerdos de desarme que se habían suscrito con la Unión Soviética (el ABM, de 1972, sobre misiles antibalísticos, que era el más importante compromiso de desarme, sobre cuyos cimientos descansaban todos los demás convenios), además de una agresiva apuesta por un falso “escudo antimisiles” en Europa, que era, en realidad, un peligroso instrumento contra la seguridad estratégica de Rusia.

Si juzgamos la figura de Obama con los criterios de la prensa europea (en general, fascinada por un presidente que han calificado como progresista, y que ha deslumbrado incluso a la izquierda moderada, que ha hecho una bandera de su nombre), deberíamos concluir que su presidencia inicia una nueva era. Esa misma prensa europea, que se abstuvo, en general, de criticar la ferocidad de Bush y su doctrina fascista de las “guerras preventivas”, y que empezó a censurarle, con timidez, tan sólo cuando terminaba su presidencia, creó el mito de un Obama reformista, del inicio de una nueva era… que está muy lejos de la realidad. Las ridículas loas realizadas por los periódicos y la televisión, elevando sus discursos a la categoría de piezas de pensamiento político, han creado una enorme confusión en la opinión pública, porque no hay que esperar gran cosa de Obama, aunque es cierto que su elección, tras la larga etapa del incompetente y despiadado Bush, su condición de afroamericano, o mulato, y su relativa juventud, unido a la fuerza y simpatía de su familia, le han convertido en un icono popular, al que incluso organizaciones más o menos procedentes de la izquierda, emulan. Sin embargo, Obama comparte la generalizada convicción norteamericana sobre el papel providencial de Estados Unidos y su misión como líder del planeta, y, hasta ahora, no ha dado muestras de firmeza en impulsar reformas progresistas, aunque su apuesta de un nuevo sistema de salud que alcance a todos los norteamericanos sea positiva, como lo es la renegociación de las hipotecas de ciudadanos que han perdido su trabajo y están arruinados, pero, hasta hoy, ha aprobado muchas más ayudas a los bancos y al corrupto capitalismo representado por Wall Street que partidas ha dedicado al socorro de los más pobres, de los millones de parados que ven el futuro con desesperanza.

Nos centraremos aquí en el examen de su acción exterior. La definición de una nueva política exterior lleva tiempo, sin duda, pero ha transcurrido casi un año desde la llegada del nuevo equipo a la Casa Blanca y puede decirse que la inercia del aparato militar norteamericano arrastra a Obama, y que si la insoportable petulancia que Washington ha mostrado en todos los foros internacionales desde hace medio siglo empieza a desaparecer parcialmente, no por ello el nuevo presidente ha dejado de creer en esa caricatura de “pueblo elegido” con que todos los dirigentes estadounidenses han investido a su propio país ante el resto del mundo. Porque esa infantil y ridícula convicción de creerse el mejor país del mundo, de mostrarse como la culminación del progreso universal, también es compartida por Obama, y sus discursos son una prueba inapelable.

Es cierto que Obama prohibió el recurso a la tortura, tan utilizada por las tropas norteamericanas en el exterior, y no se negó a que los responsables de su aplicación respondiesen ante los tribunales, pero, finalmente, el Departamento de Defensa consiguió bloquear la publicación de fotografías que documentaban las torturas y todo indica que no tiene intención de pedir responsabilidades. Además, el secretario de Defensa con Bush, Robert Gates, continúa en la misma función con Obama, y el presupuesto de defensa ha aumentado incluso la abultada partida que Bush le dedicó.

Casi un año después, todavía no se ha cerrado Guantánamo, aunque se ha anunciado su clausura en enero de 2010. No se ha puesto fin al terrorismo de Estado, ni se ha terminado con los bombardeos sobre poblaciones civiles, y tampoco Obama ha renunciado a utilizar mercenarios en distintos escenarios. Durante la campaña electoral, ya hizo una sorprendente diferenciación entre Afganistán e Iraq, como si la guerra y la ocupación de ambos países no formasen parte del mismo proyecto de control y dominación de Oriente Medio y, en lo posible, de Asia central. En Iraq, se ha anunciado que las tropas norteamericanas serán retiradas en agosto de 2010, aunque es un anuncio tramposo, como veremos.

Con la ambición de cambiar la percepción que el resto del mundo tiene de Estados Unidos, terminando con la agresiva política exterior de Bush, Obama ha tendido la mano a Rusia, a China, y ha anunciado su empeño de cambiar Oriente Medio, dedicando especial atención al conflicto entre Israel y los palestinos, y a una nueva relación con América Latina. El discurso de El Cairo, del 4 de junio, ofreciendo una mano tendida a los musulmanes del mundo, mantenía en lo sustancial la habitual política norteamericana, con una nueva retórica. Animado por los precarios éxitos en Iraq, mientras se teje el alambre de espino de un protectorado, Obama ha anunciado que la prioridad sería la guerra de Afganistán, enviando más tropas y presionando a sus aliados de la OTAN para que sigan el mismo camino, pese a la reticencia de Alemania y Francia. Ignorando la evidencia, Obama sigue manteniendo la retórica bushiana de que la intervención en Afganistán es fundamental para evitar otros ataques terroristas sobre territorio norteamericano, aunque la invasión del país fue diseñada para controlar Asia central. El recurso a la “guerra contra el terrorismo” supone continuar utilizando una mentira para camuflar los intereses norteamericanos, porque el terrorismo, por mortíferos y llamativos que sean algunos de sus atentados, es un problema menor en el mundo, útil para manipular la emoción de los ciudadanos e incapaz de crear el menor problema para el poder global norteamericano. Mientras Pakistán amenaza quiebra, en Irán la diplomacia norteamericana abre una vía de negociación, aunque sin renunciar a la desestabilización.

Con Europa es muy dudoso que Obama inicie una nueva política, definida hoy por la constante presión sobre sus aliados, convertidos de facto en rehenes (Francia y Alemania, pero también Gran Bretaña), por la negativa a una mayor autonomía europea, y por la utilización de los nuevos gobiernos del Este continental (los bálticos, Polonia, Ucrania, Georgia) como arietes de los intereses norteamericanos en Europa, naciones que actúan como verdaderos países satélites de Washington, en ocasiones adoptando posturas más papistas que el propio Papa norteamericano. La función de la OTAN, que en Washington es vista como el instrumento de una nueva política imperial norteamericana en el conjunto del planeta, es otra de las cuestiones pendientes, y Obama, como Bush, se orienta a convertirla en el agente universal de los intereses norteamericanos. Así cobra sentido la exigencia a sus aliados europeos del envío de nuevos soldados a Afganistán.

En América Latina, donde el retroceso norteamericano es evidente, Obama no ha cambiado, en lo sustancial, la política de acoso a Cuba, Venezuela y Bolivia, acompañada de una acción a veces contradictoria: en Honduras, Washington califica al gobierno de Micheletti de ilegal, pero la USAID le financia, aunque la agencia justifica su proceder con el pretexto de la “ayuda humanitaria”. La aparición de nuevos actores progresistas en el continente ha sido facilitada por los acuciantes problemas de Washington en otros escenarios, y está consolidándose, con prudencia, la nueva autonomía de Brasil, y surge en el horizonte el peligro de un mayor alejamiento argentino. Brasil ha tomado distancia del dólar, aunque no rompa su alianza con Washington. La respuesta del nuevo gobierno Obama es la militarización de Colombia, con la instalación de siete nuevas bases militares, y un nuevo diseño de su tradicional despliegue en el continente.

Oriente Medio es uno de los grandes escenarios de la pugna internacional por el reparto de nuevas áreas de influencia, y la cuestión palestina contagia a todos los actores. Obama había defendido los derechos del pueblo palestino, aunque desde la presidencia, en las cuestiones fundamentales, mantiene la posición tradicional de Estados Unidos, cuya diplomacia sigue defendiendo que la violencia palestina es el gran problema del conflicto: ayer, la OLP, y hoy, Hamás, sin el menor reconocimiento de que el verdadero origen es el expolio de las tierras palestinas para la creación de un Estado racista, que busca su expansión territorial y que no está dispuesto a reconocer un Estado palestino, pese a las renuncias de las organizaciones palestinas: Hamás ha aceptado la solución de dos Estados sobre las fronteras anteriores a la guerra de 1967.

Washington exige el cese de la “violencia palestina”, pero omite esa exigencia para Israel, pese a la enorme diferencia entre el sufrimiento causado por unos y otros, y sin hacer ninguna referencia al poder atómico israelí (mientras se insiste en el peligro del programa nuclear iraní), ni a los cinco millones de refugiados palestinos que malviven en toda la zona. Pese al nombramiento del maronita George Mitchell, y a una retórica que insiste en el derecho a la paz y a la tierra para israelíes y palestinos, que podría basarse en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, Obama no se ha distanciado un ápice del apoyo estadounidense al Estado de Israel. La ficción de presentar a la diplomacia norteamericana como una mediadora entre dos enemigos, israelíes y palestinos, esconde interesadamente la realidad de Israel como un eficaz Estado cliente que mantiene el dominio occidental y norteamericano sobre todo Oriente Medio. Así, el indisimulado disgusto de Netanyahu con las nuevas propuestas de Obama no nace de que estas sean realmente equilibradas y busquen una solución justa y definitiva al drama palestino, sino del hecho de que Tel-Aviv está demasiado acostumbrado a imponer sus puntos de vista, como testimoniaron los años perdidos bajo la dirección de Condoleezza Rice. Ha bastado una tímida petición norteamericana para que Israel no construya nuevos asentamientos (ilegales desde todo punto de vista, incluso para la justicia israelí) para que Netanyahu se muestre desafiante. El primer ministro israelí ha dejado clara su negativa a la existencia de dos Estados, y todo indica que, pese al apoyo de Obama a la creación de un Estado palestino (también Bush lo dijo), Estados Unidos no va a forzar la mano de su aliado-cliente israelí. No hay, por tanto, un giro en la política hacia Israel, ni tampoco en la pretensión de continuar marginando a Siria, y si Abbas cree que la creación del Estado palestino vendrá de la mano de Obama comete un grave error. Por añadidura, la declaración de Biden en julio admitiendo el “derecho israelí” a atacar a Irán, es una muestra más de las vacilaciones del gobierno Obama, y la exigencia israelí, que Estados Unidos no impugna, de continuar detentando el monopolio atómico en Oriente Medio, complica las cosas.

Para Iraq, el nuevo presidente reserva el papel de gran portaaviones de las tropas norteamericanas en Oriente Medio: no hay que olvidar que la responsable de la diplomacia, Hillary Clinton, anunció que casi cien mil soldados norteamericanos permanecerían en el país durante quince o veinte años más, es decir, hasta 2029, cuando —si el mundo no lo impide— se cumplirá un cuarto de siglo de ocupación militar. De manera que el anuncio de la retirada de las tropas hecho por Obama esconde la realidad de que Iraq va a continuar siendo un país ocupado. En Afganistán, convertido en un “narcoestado”, al fraude electoral que ha proclamado ganador a Hamid Karzai se añade una sangrienta ocupación que no ha resuelto ninguno de los problemas del país. Los señores de la guerra, cómplices de Washington, siguen controlando el territorio, y el hermano del dictador, Wali Karzai, es uno de los principales traficantes de armas y drogas afganos. La esperanza de que las elecciones consolidasen el proceso político se ha revelado vana, y el riesgo de que Pakistán sea arrastrado al combate es real, porque, ocho años después del inicio de la ocupación, Obama no apuesta por el final del conflicto, sino por la continuación de la guerra. El nombramiento del general Stanley McChrystal como jefe de las tropas norteamericanas en Afganistán tampoco es una buena noticia: durante su estancia en Iraq, las torturas a los prisioneros formaban parte de las tácticas diarias. Tampoco en Pakistán han cambiado las cosas con Obama: los bombardeos norteamericanos, con frecuencia sobre población civil, han continuado como en la etapa Bush.

No hay tampoco ningún acercamiento a las necesidades defensivas iraníes, y la apuesta de Obama por la negociación con Teherán disfraza también la constante presión sobre la teocracia iraní. Más allá de las consideraciones sobre el sanguinario régimen político de los ayatolás (que comparte con Israel el hecho de estar gobernados ambos por la extrema derecha y por el fanatismo religioso), la legítima preocupación por la defensa de Irán hace que, aunque siguen sin reconocerlo abiertamente, la apuesta de Jatamí y Ahmadineyad por conseguir el arma nuclear sea vista como legítima por muchos países: si, en la zona, Israel la posee, y Pakistán y la India también, ¿por qué Irán, no debería hacerlo? Además, con arreglo a los acuerdos internacionales es insostenible pretender que las grandes potencias tengan armamento atómico y que Irán sea puesto en entredicho por pretender lo mismo. Sin olvidar que Estados Unidos tiene veintinueve bases militares en la región, entre Turquía, Arabia, el golfo, Omán y Pakistán y Afganistán, más el despliegue en Iraq y los destacamentos en Asia central, cercanos también a Irán… a añadir al poder militar israelí. ¿No es razonable que Irán piense en su defensa? Pese a todo, la aceptación por parte de Teherán para que el OIEA inspeccione las instalaciones de Qom da una oportunidad a la diplomacia.

La relación con Rusia sigue siendo una de las cuestiones centrales de la política exterior de Washington. En febrero, en la Conferencia Internacional sobre seguridad, en Munich, el vicepresidente Joseph Biden, que habló de una “nueva era”, ofreció el “reinicio” de las relaciones con Moscú tras la etapa Bush, pero no renunció al escudo antimisiles ni dejó clara la postura norteamericana en relación al desarme atómico, pese a los deseos expresados por Obama de trabajar por un mundo sin armas nucleares. Cuando Obama acudió a Moscú, Estados y Rusia suscribieron acuerdos para un nuevo tratado START, avanzando la idea de que los sistemas balísticos deberían situarse entre 500 y 1.100 unidades, con un total de entre 1.500 y 1.675 cabezas atómicas, a completar en un plazo que alcanzaría hasta el año 2017.

Los contactos diplomáticos y los encuentros entre Medveded y Obama sirvieron para alcanzar algunos acuerdos parciales: ambos asumieron que sólo desplegarían armas nucleares estratégicas ofensivas en su propio territorio. Rusia aceptó que Estados Unidos podría realizar cuatro mil quinientos vuelos, al año, sin necesidad de pagar nada, para facilitar el transporte de tropas y armas por territorio ruso en dirección a Afganistán. Todavía se mantenían las diferencias sobre el escudo antimisiles y Georgia; de hecho, Medvedev había afirmado en la reunión del G-8 que Rusia desplegaría sistemas de misiles Iskander en la región de Kaliningrado si Estados Unidos continuaba con sus planes del escudo, falsamente defensivo, y adelantó que el acuerdo sobre el START dependería de que Washington renunciase a su instalación en Polonia y Chequia. El alborozo con que fue recibido por los medios de comunicación europeos el anuncio de Obama de que renunciaba al emplazamiento del radar en Chequia y de los misiles interceptores en Polonia era infundado, porque Estados Unidos nunca ha afirmado que no se vaya a construir ese “escudo antimisiles” en Europa, y es muy probable que adopte otra forma: puede ser desplegado en buques en los mares fríos del norte de Europa. No hay “renuncia” al escudo, sino replanteamiento, con la mirada puesta en conseguir la colaboración de Moscú en la cuestión iraní.

Hay muchos otros problemas que envenenan la relación entre ambos países: las fronteras de Georgia, y la hipotética incorporación a la OTAN, forzada por Estados Unidos, de éste país y de Ucrania (cuya población rechaza el ingreso), además de las cuestiones relacionadas con la explotación de los hidrocarburos de la zona del Caspio y Asia central. También les enfrenta la cuestión de Kosovo, cuya independencia es rechazada por Moscú y auspiciada por Washington. Moscú rechaza con dureza la posibilidad de que la pequeña Georgia y la gigantesca Ucrania se incorporen a la OTAN, y procura limitar la penetración norteamericana en el Cáucaso y en el norte del Mar Negro. La crisis económica, y la debilidad del dólar son otros motivos de fricción: el gobierno ruso admitió, con motivo de la cumbre del llamado BRIC en junio, que pensaba colocar una parte de sus reservas monetarias en instrumentos financieros (bonos) de países como China, India y Brasil, algo que Washington interpreta como una acción agresiva de Moscú. The New York Times y el resto de la prensa norteamericana especulaban, alarmando a la población, sobre el deseo de Moscú de “golpear a Estados Unidos”.

Hay que recordar que, violando los compromisos suscritos con Gorbachov, la expansión militar norteamericana ha continuado: la OTAN de los años soviéticos contaba con dieciséis países miembros, mientras que la actual tiene veintiocho integrantes, y se sigue especulando con su ampliación. Sin olvidar que, pese a las buenas palabras, Estados Unidos ha impulsado una estrategia de verdadero cerco a Rusia y de intromisión en su periferia: Washington dispone de bases militares en siete de las quince antiguas repúblicas soviéticas, y, además, con Obama, la tentación de seguir organizando y financiando “revoluciones naranjas” sigue presente en Washington. Esa política se combate desde Moscú con el intento de articular un espacio económico y de defensa que integre al mayor número posible de antiguas repúblicas soviéticas, y en la creciente colaboración con China, tanto en la Organización de Cooperación de Shanghai, que se ha consolidado en los últimos cinco años, así como en la coordinación ante potenciales conflictos diplomáticos como Irán o Corea del Norte. También, Moscú afronta la reforma de las fuerzas armadas rusas y de sus tropas de misiles estratégicas, y con su fulminante respuesta a la provocación georgiana del verano de 2008 (equipada con armas facilitadas por Washington, que dio su asentimiento a la agresión y a la guerra) trazó una clara línea roja a Estados Unidos.

Por otra parte, con Obama, los norteamericanos no han anulado los planes elaborados bajo la presidencia Bush sobre la ampliación de la OTAN y su intervención en áreas no cubiertas por el Tratado fundacional (como en Afganistán, por ejemplo), sobre la creación de nuevas bases militares en sus países satélites del Este europeo (trasladando instalaciones desde Alemania y otros países de la parte occidental del continente), sobre la militarización del espacio y, también, sobre la introducción de dispositivos militares agresivos en la gran región helada del Ártico. La negociación sobre el nuevo tratado que sustituya al START-1 es una de las pruebas de fuego para Obama (véase El viejo topo, nº 258-259), pero, para ser creíble el propósito que anunció de construir un mundo sin armas nucleares, Estados Unidos debería asumir de nuevo el ABM o aceptar abrir negociaciones encaminadas a elaborar un nuevo acuerdo que recoja su espíritu.

China es la gran prioridad de la política exterior norteamericana: Hillary Clinton ha reconocido que las relaciones bilaterales decisivas en el siglo XXI serán las de China y Estados Unidos. A mediados de febrero, el primer viaje exterior de la nueva secretaria de Estado fue a China. El periplo fue adornado con visitas paralelas a Japón y Corea del sur, tradicionales aliados, y a Indonesia, pero el destino clave era Pekín. No es de extrañar: Estados Unidos es el país más endeudado del planeta: la conjunción de la deuda del Estado, más la de sus empresas y la de las familias, asciende a setenta billones de dólares, con unos costes por el pago de intereses que, en la práctica, han quebrado el sistema norteamericano, que se sostiene por la constante impresión de moneda, de dólares-basura que entrega al mundo a cambio de bienes y productos, y por el recurso a la financiación exterior. Y la compra por China de bonos del tesoro es una premisa fundamental para la actividad gubernamental norteamericana. El doble déficit, comercial y fiscal, crea una situación que no puede sostenerse durante mucho tiempo. Esa era la clave del viaje de la secretaria de Estado.

En marzo de este año, el primer ministro chino, Wen Jiabao, hizo pública su preocupación por la seguridad de las reservas chinas en dólares, a la vista de la crisis norteamericana. De hecho, es una evidencia que el actual sistema le permite a Washington mantener grandes déficits y unos enormes gastos militares que, de otra forma, estarían fuera del alcance real de la economía norteamericana. Además, el cada día más precario y discutido papel del dólar como moneda de reserva internacional, llevó al gobernador del Banco Popular de China, Zhou Xiaochuan, a proponer la sustitución de la moneda norteamericana por los derechos especiales de Giro del FMI. También Rusia ha propuesto ideas semejantes, proponiendo la inclusión del yuan chino y el rublo, además del oro, en la cesta de divisas (dólar, euro, libra, y yen japonés) que define esos derechos especiales de giro. China posee más de dos billones de dólares en divisas, buena parte de ellas en bonos del tesoro norteamericanos (que ha accedido a seguir comprando), y está preocupada por el futuro de esos activos, y considera, además, que la insostenible función actual del dólar otorga injustificadas ventajas de todo tipo a Estados Unidos. La propuesta de crear una moneda internacional de reserva que sustituya al dólar fue rechazada por Obama, consciente de que ese paso supondría el principio del fin del predominio norteamericano. Pese a todo, China sabe que no le interesa una crisis descontrolada del dólar que causaría severas pérdidas a sus reservas. En la práctica, se da una curiosa paradoja: Pekín tiene capacidad para dañar seriamente la divisa norteamericana, pero al precio de causar un daño irreparable a su propia economía. Hoy por hoy, aún no existe una divisa alternativa al dólar: de ahí, la insistencia en la creación de una nueva moneda internacional de reserva.

Las diferencias entre ambos países sobre la forma de afrontar la crisis son notorias, y la tentación proteccionista, muy presente en el círculo de Obama, ha llevado a Washington a grabar con aranceles abusivos a los neumáticos chinos, por ejemplo, violando las disposiciones de la OMC, aunque declarando que Estados Unidos no desea una guerra comercial con China, y a presionar a Pekín, por la vía interpuesta de Gordon Brown, exigiendo que China “compre más en otros países”, como si esa circunstancia fuera una de las causas de la crisis económica mundial. Frente a la impotencia del G-7, uno de los instrumentos tradicionales de intervención de Estados Unidos, la cumbre de junio en Ekaterinburg entre los principales dirigentes de Rusia, China, India y Brasil, donde se discutió la conveniencia de una nueva moneda de reserva internacional, indicaba también el nacimiento de un nuevo polo mundial.

La propuesta (lanzada desde círculos próximos al poder norteamericano: Brzezinski, por ejemplo, que aconseja a Obama; que ha sido vista con suma preocupación por la Unión Europea y por Japón) para establecer un G-2, que fuera, de hecho, un directorio mundial para afrontar la crisis económica y los problemas globales, es rechazada por Pekín, que insiste en el multilateralismo como instrumento de colaboración internacional. Wen Jiabao consideró que la idea de un G-2 era un camino sin salida. Estados Unidos estaría tentado de establecer un directorio semejante, pero la relevancia política que tiene esa propuesta es que significa la admisión implícita de que el programa del unilateralismo norteamericano lanzado con Bush y de su predominio mundial en solitario (un siglo XXI americano) ha fracasado. De manera que Estados Unidos se mueve todavía entre la obligada renuncia a los planes de Bush, derrotados por la realidad, la necesidad de colaborar con China, y una inercia imperial que Obama no ha roto. Poco después de ser confirmado por el presidente, el secretario de Defensa, Robert Gates, aseguró ante el Senado que su país estaba preparado para afrontar “cualquier amenaza militar que pudiera venir de China”, como recogió el 27 de enero de este año el The New York Times. En marzo, el Departamento de Defensa norteamericano presentaba su informe sobre el poder militar chino donde criticaba la reforma y el desarrollo de su ejército y sugería que Pekín estaba cambiando su tradicional concepción estratégica (guerra exclusivamente en defensa de su propio territorio) por la posibilidad de librar guerras limitadas en su esfera de influencia próxima. La evidente tergiversación de la política exterior china fue tal que Pekín presentó una protesta diplomática. En relación con el arsenal nuclear, China, con ocasión de la solemne celebración del sesenta aniversario de la revolución, ha reafirmado, al igual que Rusia, su decisión de no ser jamás “el primer país en utilizar armas nucleares”. Estados Unidos se niega a contraer un compromiso semejante.

Por su parte, Timothy Geithner, secretario de economía, acusó a Pekín de manipular su moneda, haciendo responsable a China de una parte de las dificultades norteamericanas. Es una constante: en febrero, el responsable de la Inteligencia norteamericana, Dennis Blair, presentó en el Senado el análisis de sus servicios, identificando la crisis económica como la principal amenaza, y a China e India como los países que concentrarán el poder en el mundo, a largo plazo, y, aunque reconoció que China trabaja para mantener buenas relaciones con el resto de grandes potencias y que su política exterior es pacífica, no dejó de llamar la atención sobre el creciente poder económico chino y el fortalecimiento de su Armada y del Ejército Popular, y recalcó el deseo chino de aumentar su influencia en el mundo. En ese sentido, el cambio político en Japón y la propuesta del nuevo primer ministro, Yukio Hatoyama, de crear una Comunidad de Asia oriental, dotada de una moneda común (que ya ha recibido el visto bueno de Pekín), es vista con suma preocupación en Washington. Obama está dispuesto a contar más con Japón, cuyo gobierno desconfiaba de los pasos dados por Bush en el tratamiento de la desnuclearización de la península coreana. Las negociaciones con Pygongyang son otro de los puntos de fricción entre Pekín y Washington.

Al mismo tiempo, Estados Unidos mantiene la presión en otros escenarios: juega la carta de Taiwan, y dispone de portaaviones de propulsión nuclear para controlar la zona, dotados de decenas de aviones de combate, con bases permanentes en Japón. En su reunión con Clinton en Washington, el ministro de exteriores chino, Yang Jiechi, insistió en la apuesta china por la colaboración, pero no olvidó mencionar que Estados Unidos debe ser cuidadoso en la cuestión de Taiwan (y en el tratamiento de los asuntos relacionados con el Tíbet), recordando el compromiso norteamericano con la idea de “una sola China”. La victoria del Kuomintang en las elecciones taiwanesas ha fortalecido la cooperación entre ambos lados del estrecho, y debilitado las posiciones independentistas que durante mucho tiempo han sido estimuladas por Estados Unidos. El encuentro entre Obama y Hu Jintao sirvió también para relanzar la cooperación y la discusión sobre asuntos militares: Pekín tenía muy presente que, con el gobierno Bush, una de las últimas decisiones de Washington había sido la venta de nuevo armamento a Taiwan por valor de casi siete mil millones de dólares. Al mismo tiempo, Washington asiste con impotencia a la consolidación de la Organización de Cooperación de Shanghai, OCS, aunque todo indica que su papel seguirá aumentando en Asia, y en el mundo.

En otras regiones, Obama ha reactivado su política exterior: a finales de julio, Hillary Clinton anunciaba el “retorno” de Estados Unidos a los escenarios del sudeste asiático, a través del impulso de una nueva relación con la ASEAN (formada por diez países del sur de Asia, entre ellos Indonesia, Malasia, Filipinas, Birmania, Tailandia y Vietnam), decisión que venía a ser un reconocimiento implícito del retroceso norteamericano en la zona y la proclamación del deseo de contener a China, cuyos lazos e influencia han aumentado considerablemente en el sudeste asiático.

Termino. Las exageradas y grandilocuentes alabanzas de la prensa europea al nuevo presidente norteamericano, ocultan la realidad de un verdadero espejismo Obama, cuyo papel e influencia ante el mundo se ha beneficiado, por comparación, del recuerdo del sangriento paso de Bush en el inicio del siglo. Porque no hay, en lo sustancial, una nueva política exterior norteamericana, al margen de las rectificaciones forzadas por la evolución de los conflictos. Podemos concluir que, con la nueva presidencia, la política exterior norteamericana es la continuación de la anterior etapa, aunque con expresiones más moderadas, y que el multilateralismo de Obama es, más que una decisión de su gobierno, una obligada revisión que Washington no tiene más opción que adoptar, ante la evidencia de que Estados Unidos, durante los ocho años de Bush, ha fracasado en su intento de imponer su visión mesiánica del papel norteamericano en el mundo, y que el desastre del unilateralismo y la continuación de las guerras de Iraq y Afganistán (¡ocho años después!) han precipitado la crisis, poniendo de manifiesto ante el mundo que el inicio de la decadencia norteamericana no es una hipótesis de futuro, sino una precisa fotografía del momento histórico.

 

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