Belém frente a Davos
Carlos Taibo
Público 2 de Febrero de 2009
Los
últimos días de enero son, desde un tiempo
atrás, el momento en que se enfrentan dos
visiones del mundo y de sus problemas: si la
primera se revela en un cónclave paraoficial,
en Davos, la segunda, el Foro Social
Mundial, ha aterrizado este año en la ciudad
brasileña de Belém.
Era inevitable que, como van las cosas, las
dos reuniones se hiciesen eco de una crisis
que está en todos los labios. En Davos, por
lo pronto, hemos podido escuchar qué es lo
que nos cuentan –luego de pagar los 40.000
euros por cabeza preceptivos para asistir a
la reunión, una suma muy superior a la que
ingresa a lo largo de toda su vida la mitad
de la población del planeta– los adalides
del capitalismo, repartidos, si así se
quiere, en dos bandos. El primero bebe de la
odre neoliberal y en los hechos se contenta
con sugerir que hay que cancelar algunos
abusos que han despuntado en los últimos
tiempos. A estas alturas distinguir el
neoliberalismo de los abusos acompañantes se
antoja, sin embargo, tarea propia de necios,
tanto más cuanto que el capitalismo
realmente existente, incapaz de resolver sus
problemas, promueve con descaro
impresentables operaciones de reflotamiento
de empresas realizadas con el dinero de
todos.
Pese a las apariencias, a la segunda
percepción, la keynesiana, no le va mucho
mejor. Recuérdese que los socialdemócratas
de estas horas, tras acatar durante decenios
la vulgata neoliberal, están pagando los
platos rotos de la mano de restricciones
presupuestarias sin cuento. No es eso, con
todo, lo importante: los keynesianos de las
últimas hornadas ignoran palmariamente que
el planeta arrastra inapelables límites
medioambientales y de recursos. Cuando
apuestan a la desesperada por tirar del
consumo, cuando se inclinan por acometer la
construcción de faraónicas infraestructuras
que nadie sabe quién podrá emplear dentro de
unos pocos años –tras la subida inevitable,
antes o después, los precios de la energía–,
retratan bien a las claras los vicios del
cortoplacismo que nos inunda. Sólo los más
ingenuos creen, entre tanto, que semejante
huida hacia adelante encontrará su freno al
amparo de un keynesianismo verde que,
hablando en serio, no se vislumbra en lugar
alguno.
Pero olvidemos el hastío que produce Davos y
evaluemos lo que nos llega de Belém. El
momento para los movimientos que contestan
la globalización capitalista es, a la vez,
estimulante y delicado. Si, por un lado, sus
mensajes encuentran hoy un caldo de cultivo
más amplio, por el otro, deben encarar una
tramada estrategia de amedrentamiento que
invita, desde las instancias oficiales, a
renunciar a la protesta en provecho de la
preservación de la relativa condición de
privilegio de la que una parte de la
población planetaria disfruta. Es verdad,
por lo demás, que en los movimientos
perviven diferencias importantes. Hay
quienes piensan, por ejemplo, que la
prioridad mayor sigue siendo engordar las
redes de contestación y convertir estas en
fermento de una sociedad distinta, como hay
quienes estiman que lo que se impone es
ejercer influencia sobre otros y, en
particular, sobre gobiernos más o menos
receptivos.
Más allá de esas disputas, los movimientos
han asumido en los últimos meses una
inequívoca radicalización que tiene su
principal botón de muestra en el designio de
trascender la contestación, a menudo
demasiado cómoda, del neoliberalismo para
acometer una crítica en toda regla de un
capitalismo que se considera, por una parte,
generador de explotación e injusticia y, por
la otra, promotor de salvajes agresiones
contra el medio. En relación con la primera
de estas dimensiones, nada se aleja más de
la verdad que la afirmación de que el
universo antiglobalizador está
desafortunadamente lejos del movimiento
obrero. Mientras en muchos países del Sur el
sindicalismo resistente se halla,
claramente, del lado de ese universo, en el
Norte tenemos que preguntarnos si no son muy
a menudo las cúpulas sindicales
tradicionales las que, en una deriva
lamentable, y tras aceptar lo inaceptable,
han obligado a las redes antiglobalización a
asumir un creciente protagonismo en las
luchas contra las privatizaciones, el
desempleo o el trabajo precario.
Las cosas como fueren, la mayoría de las
gentes que se han hecho presentes en Davos
–por cierto que no hay motivos para concluir
que entre ellas menudean los admiradores
tontorrones de Obama– son conscientes de
que, junto a la crisis que hemos etiquetado
de financiera, se aprecian otras tres
singularmente preocupantes: se llaman cambio
climático, encarecimiento de los
combustibles fósiles y, en fin,
sobrepoblación. La urgencia de colocar en
primer plano los problemas correspondientes
ha estimulado, en los movimientos radicados
en el Norte opulento, una activa discusión
en lo que hace al crecimiento económico y
sus presuntas bondades. La defensa de
proyectos de franco decrecimiento va ganando
terreno por momentos en un escenario en el
que la propuesta en cuestión se hace
acompañar de un puñado de aditamentos: la
defensa de la vida social frente a la lógica
de la propiedad y el consumo, la postulación
del reparto del trabajo –una vieja práctica
sindical que ha caído en el olvido–, la
reducción del tamaño de muchas
infraestructuras, la primacía de lo local
sobre lo global y, en fin, la simplicidad y
la sobriedad voluntarias.
Si las discusiones en torno al decrecimiento
–un proyecto que acarrea una radical
contestación de los catecismos neoliberal y
keynesiano– parecen llamadas a ganar
terreno, bueno es que dejemos constancia de
una percepción que, en lo que respecta a las
sociedades del Sur, despunta en muchos
movimientos. Esa percepción sugiere, con
inevitable cautela, que ha llegado el
momento de sopesar si dejar a esas
sociedades en paz, lejos de las aparentes
bondades que procuramos endosarles, no será
nuestra mejor contribución a su bienestar. Y
es que sobran los datos que señalan que
muchos de esos pueblos que calificamos de
primitivos y atrasados guardan, como un
arcano tesoro, algunas de las llaves que nos
permitirán abandonar este triste edificio
que habitamos, construido con materiales tan
lamentables como el consumo desaforado, la
explotación, la exclusión y, claro, el
desprecio por lo que la naturaleza tuvo a
bien regalarnos.
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Carlos Taibo es Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid
Ilustración de Miguel Ordóñez