Sobre
el libro de José Andrés Rojo, Vicente Rojo, retrato
de un general republicano, Tusquets, Barcelona 2006,
464 págs.
Así titula su autor el libro que reseñamos. Se trata
de don José Andrés Rojo, o sea de un nieto del
famoso general republicano. Siempre he sido un gran
admirador de don Vicente Rojo y no sólo por ser la
mejor cabeza militar que reveló la guerra civil
española sino por el hecho de que siendo una persona
profundamente católica mantuvo hasta el final de su
vida la lealtad a las instituciones republicanas.
Buena prueba de su capacidad militar, la dio tanto
en la organización del Ejército Popular de la
República como en el planeamiento de las batallas de
la defensa de Madrid, Brunete, Belchite, Teruel y su
cruce del río Ebro. Todas ellas de un gran éxito
inicial pero que después fueron frustradas por la
gran superioridad armamentística del enemigo, por
haberse volcado a favor de éste la Italia Fascista y
la Alemania nazi. De 1932 a 1936 editó, junto al
también capitán don Emilio Alamán Ortega, la famosa
Colección Bibliográfica Militar donde se publicaron
mensualmente un centenar de obras sobre el arte
militar. Estoy muy orgulloso de poseer tal
Colección, que recoge las mejores obras sobre el
tema. También poseo otras célebres obras del General
Rojo como ¡Alerta los pueblos! Estudio político
militar del periodo final de la guerra española,
Editorial Ariel, Barcelona 1974. España heroica.
Diez bocetos de la guerra española, Ariel,
Barcelona 1975. Así fue la defensa de Madrid.
Aportación a la historia de la guerra de España,
Comunidad de Madrid, 1987. El Ejército como
institución social, Editorial ZYX, Biblioteca
promoción del pueblo, Madrid 1968. Por mi parte,
publique también un artículo titulado «Franco y
Rojo: dos generales en la guerra de España» en la
revista El Basilisco, editada por la
Fundación Gustavo Bueno. Asimismo, aplicando los
conocimientos militares obtenidos estudiando las
obras de Vicente Rojo, he publicado el artículo «El
arco de Fuego» (La batalla de Kursk) la mayor
batalla de tanques de la historia, publicada
asimismo en la revista El Basilisco.
Entrando ya de lleno en la obra de don José Andrés
Rojo, le citó en el párrafo que dice: «Entonces supe
que el gran desafío para entenderlo consistía en
comprender qué significaban para él las palabras con
las que se había presentado en todo momento:
católico, militar y patriota. Unas palabras que el
régimen franquista secuestró como exclusivamente
suyas, y que manchó, deformó y tergiversó. Había que
ser también muy cuidadoso con la leyenda, y con
todas las versiones que de su comportamiento y
consiguientes interpretaciones. Es necesario
devolverle la palabra, recorrer sus libros y sus
miles y miles de papeles y de cartas y de notas,
darle una nueva oportunidad o, casi mejor, celebrar
el encuentro con su voz y aprender de su mirada. Que
su voz fuera muchas veces demasiado solemne hay que
achacarlo a su formación militar y conviene saber
que detrás de la hojarasca fue un hombre sencillo,
alegre y con sentido del humor.» El autor confiesa
asimismo «He de confesar que no me resultaron
fáciles los libros del general Rojo. Por lo menos al
principio, entrar en La defensa de Madrid,
del que ahora valoro sobre todo su sencillez y
claridad, fue como atravesar el desierto. Toda esa
jerga de batallones y brigadas, de órdenes y
sugerencias tácticas, de disposición de fuerzas y
referencias geográficas me perdían y exasperaba. De
los textos históricos que publicó sobre la guerra,
fue el último que escribió tras su regreso a Madrid,
ya anciano y no llegó nunca a verlo editado. El
segundo que leí fue el que redactó inmediatamente
después de la Guerra. También he leído con atención
sus textos teóricos a históricos en los que aborda
cuestiones militares («El ejército como institución
social», que publicó póstumamente, y el «Tríptico de
la guerra», aparecido en La Paz (Bolivia) en 1953 y
que revela su profundo conocimiento de las materias
de que trata)... (su novela autobiográfica, titulada
con un signo de interrogación, es de una lectura
amarga. Es el testimonio de un hombre al que los
vencedores han pretendido humillar de una manera
rastrera y donde se esfuerza en defender su verdad y
darle valor frente a la España amordazada e
indiferente que creó el franquismo...). He
frecuentado menos sus libros dedicados a la
enseñanza, como los que escribía en la época en la
que dirigía la Colección Bibliográfica Militar, en
Toledo, y Elementos del arte de la guerra,
que publicó en 1947 y que le sirvió de guía para
preparar a los oficiales de Estado Mayor en
Cochabamba,... Ángel Ciutat, el hermano del militar
republicano, trabajó durante la temporada en que el
Estado Mayor Central residía en Valencia como
taquígrafo a las órdenes directas de Vicente Rojo.
Había sido el único que durante tres largos años
recorrió, renglón a renglón todos los papeles que
acumuló mi abuelo, rescatando documentos, tomando
notas y reconstruyendo episodios. Me confesó que
quiso escribir una biografía del general, pero que
al final abandonó la idea. No había tenido amantes,
no había conspirado ni traicionado a los suyos, no
estaba marcado por la abyección de ningún crimen,
tampoco tenía heridas de guerra, no había mentido
para labrar su fama. Un tipo así no le interesa a
nadie, me dijo. De modo que tiró por la borda sus
exhaustivas investigaciones de tres años. Es posible
que tuviera razón. Fue un militar que se mantuvo al
margen de todas las proclamas que hicieron furor en
su tiempo y que organizó un Ejército con unos
hombres que luego la historia ha consagrado por su
heterodoxia, por la enérgica retórica por la que
disintieron de los cauces políticos de entonces, por
el coraje con el que se saltaron las normas para
hacer la revolución. En ese contexto, ¿qué sentido
tenía ocuparse de alguien que sólo se esforzó en
cumplir con su deber?
Y es que Vicente Rojo estaba aparentemente destinado
a situarse al lado de los rebeldes. Estaba hecho a
las rígidas normas del Ejército, creía profundamente
en los viejos valores de un hogar tradicional que
practicaba los diez mandamientos de la religión
católica y no tenía mundo salvo el que podía haber
vislumbrado a través de los libros, tratados
militares casi siempre. Su retórica era la de las
grandes palabras que se habían gastado en la Gran
Guerra. Ante el empuje de las ideologías que
entonces arrastraban a las masas, parecía un residuo
de otros tiempos. Lo que al final cambiaria la letra
escrita, los designios que llevaba grabados por su
educación, por su sensibilidad humana, el olfato que
la vida le otorgó a través de sus distintas
experiencias. La catadura moral de cuantos había
tratado en su reducido círculo. No le habían gustado
los militares con los que convivió en África. Había
conocido de cerca la composición química de sus
ambiciones, una mezcla de componentes diversos
altamente inflamables: el resentimiento, la
soberbia, la prepotencia, la íntima convicción de
saberse elegidos para la gloria. Tampoco se
familiarizó con sus costumbres. No llevaba bien la
vida disoluta de los oficiales, que transcurría
entre la taberna, el prostíbulo y la mesa de juego.
Para todo eso era muy conservador. La otra afición a
la que se entregaban cuantos preferían el ambiente
de los despachos, le desagradaba aún más: abominaba
de las conspiraciones, de los círculos cerrados que
se aferraban por medrar en el escalafón. Valoraba,
eso sí, el temple de algunos, su valentía, su
sentido del deber. La mayoría de los militares que
dirigieron el golpe contra la República procedía de
aquellas mismas, así que no debieron de gustarle
mucho. Hay unos cuantos testimonios que delatan la
alergia que le produjeron las maniobras que
iniciaron algunos compañeros para acercarlo a sus
posiciones. Se enorgullecía de su independencia,
pero acaso en su rechazo a aquellas invitaciones
desempeñaba una función mucho más importante una
cuestión visceral. Simplemente no se sentía a gusto
en esas tesituras. Era demasiado tímido, y, con toda
seguridad, incapaz de aguantar la banalidad de esas
reuniones en que tardan en anunciar su verdadero
rostro... Pero no hay mayor complicación, no hay
enigma. Debía de cumplir con su deber, pero no sólo
con el deber militar sino también con el otro. Con
el que procede de las entrañas. A esas entrañas, las
llamadas de su fe. Fueron su sencillez humana y la
honradez que le habían enseñado de niño las que le
empujaron a abrazar la causa legal de la República
frente al alzamiento de sus camaradas.
Seguidamente José Andrés Rojo relata cómo Vicente
Rojo cumplió la misión que se le había encomendado
de hacer de intermediario de la rendición de los
rebeldes que se habían recluido en el Alcázar de
Toledo o, por lo menos, de liberar a los civiles que
estos tenían como rehenes, En su entrevista con el
coronel Moscardó, éste rompió con el tono
protocolario. Ahora podían hablar como viejos
camaradas, le dijo: «¿esperaban sus viejos
compañeros que se quedara con ellos? –Eran muchos y
muy hondos los lazos que me ligaban a aquella casa
solariega y a aquellos hombres, donde había sido
profesor», escribe Rojo, «y muy pocos y muy débiles
a los que había dejado al otro lado de la Puerta de
Carros.» Su respuesta, cuenta, fue categórica y
clara: «es verdad que la patria estaba en el
Alcázar, pero también estaba en la calle y en el
torbellino y la pasión de tantas gentes a las que no
debía de traicionar». Comprendió que su deber estaba
vinculado al pueblo y a su dignidad... «años después
lo explicó diciendo que pese a la repugnancia que
algunos sucesos le producían, y el riesgo permanente
en que se debatía su vida. Todos los días, todas las
horas, entendió que su lugar estaba con los que
defendían la República, aunque eso significara
'estar en el fango' para 'luchar en el fango sin
contaminarse y poder así sacar a la gente del
fango'. El fango de los asesinatos y de la violencia
gratuita, de los ajustes de cuentas y del
resentimiento. Un fango, escribe que 'no sólo estaba
donde yo debía de desenvolver ni trabajo sino en
toda España'».
A continuación, el autor describe que Vicente Rojo
no eligió la carrera militar. Ocurrió simplemente
que su madre murió cuando el tenía trece años y no
tuvo más remedio que continuar sus estudios en un
internado que acogía a los huérfanos de infantería.
La humildad de su origen lo marcó y desde la
adolescencia no supo del mundo más que dentro de los
institutos castrenses en los que se formó. Ingresó
en la Academia de Infantería en junio de 1911,
cuando tenía 16 años. No le quedaba ninguna otra
posibilidad: la muerte de su madre había agravado la
situación económica en su casa. «Al fin llegó uno de
los días más felices de su vida», cuenta Rojo,
cuando trata del final de sus estudios y sale de la
Academia de Toledo convertido en segundo teniente de
Infantería. Fue el número dos de una promoción de
390 alumnos. Después combatió en África.
El
proyecto más ambicioso que Rojo emprendió durante su
estancia en Toledo fue la creación, junto con el
capitán Emilio Alamán Ortega, de la Colección
Bibliográfica Militar. Una inusual aventura
editorial, realizada en el corazón del Ejército,
entre septiembre de 1928 y julio de 1936, y que se
tradujo en la publicación de 96 títulos sobre las
más diversas materias relacionadas con el arte de la
guerra, que alcanzaron una tirada global de 200.000
ejemplares. Una producción anual de 12 títulos que
también en el árido territorio militar había llegado
el momento. Había llegado la época de esplendor
cultural que caracterizó aquel periodo de la
Historia de España, el de la llamada Edad de Plata.
Las materias de los libros son muy diferentes. Sus
autores son militares: el teniente coronel
Monasterio, el comandante García Nieto, el capitán
Fernando Ahumada... Los temas que abordan son
variados, aunque la mayoría podrían agruparse en
algunos de estos apartados: libros de carácter
exclusivamente técnico (Lecturas de planos y sus
problemas, El momento de la Caballería,
por ejemplo) ensayos de carácter más general
Reflexiones sobre el arte de la guerra; Crónicas y
trabajos sobre las experiencias de las guerras
coloniales (Enseñanzas de las campañas de Marruecos;
La acción decisiva contra Abd-el-Krim) estudios
sobre la Gran Guerra y trabajos sobre la Guerra de
la Independencia (Gerona, la inmortal). El
abanico ideológico de los que participan en la
Colección es tan amplio, que hay autores, como el
comandante José Díaz de Villegas, al que más tarde
Franco le prologaría alguno de sus títulos (el que
publicaron Rojo y Alamán lleva una introducción de
uno de los generales rebeldes, Goded). He aquí todo
un abanico de cuestiones, que pueden ir desde un
análisis de los combatientes berberiscos («les mueve
la esperanza del botín y desprecian la vida, como
les ha enseñado El Corán) al fracaso de
Napoleón en Rusia, visto desde la perspectiva de la
deficiente provisión de piensos para su caballería.
Se narra «la pasión por la patria llevada hasta el
delirio», que desencadenó la Guerra de la
Independencia, pero también las meticulosas normas
que deben seguir para interpretar correctamente un
plano. Tácticas, estrategias, consideraciones
generales sobre los valores que debe encarnar un
jefe, meticulosos análisis sobre la guerra de
guerrillas, discusiones sobre los cambios que
producen las nuevas armas modernas, y, de vez en
cuando, el largo aliento que alimenta las gestas que
luchan por defender su patria amenazada. Incluso hay
sitio para que el propio capitán Vicente Rojo llame
la atención sobre uno de sus libros Orientaciones
y datos. El hecho de haberse agotado en poco más
de dieciocho meses tres ediciones de esta obra, es
la mejor recomendación que de ella puede hacerse. En
algunos de los títulos se incluyen al final críticas
sobre libros de carácter militar aparecidos fuera de
España. Asimismo para dar cuenta de la iniciativa de
los propios editores se inventaron premios, se
propusieron materias de estudios y se buscó animar
la discusión en los ambientes castrenses.
Bruscas
sacudidas agitaron la vida política, mientras Rojo
permanecía encerrado en el plácido mundo de los
estudios para obtener el diploma de Estado Mayor.
Desde su puesto de trabajo en el Estado Mayor
Central, a Rojo no le sorprendió la rebelión contra
la República. En su autobiografía escribe que
«cualquier lerdo podía percibir cómo se iban
descomponiendo las instituciones y cómo se anunciaba
una violenta lucha por el poder. Una monstruosa
sedición aquel día al Ejército, el órgano más sano y
viril de España», cuenta, «me vi así envuelto en el
conflicto, sin haberme mezclado en ninguna
confabulación ofensiva ni defensiva, sólo frente a
mi deber. Orden disciplina, lealtad, respeto por la
ley, sentido de la responsabilidad, honor, dignidad,
ese era entonces el vocabulario de un comandante del
Ejército español y que lo siguió siendo a lo largo
de toda su vida. No conocía términos menos solemnes,
al fin y al cabo, desde los trece años pertenecía a
una institución que abusa de la gran elocuencia.
Para nombrar lo que ocurría fuera en la calle, Rojo
se valía de otras expresiones: sofismas caprichosos,
ambiciones desmedidas, afán de medrar, petulancia,
intriga, irresponsabilidad, matonería, instinto de
venganza, ambición de poder. Un hombre sencillo
frente a una tragedia. Quizá las palabras que a cada
uno le ayudan a vivir que hace lo que puede para
pasar inadvertido, cuando siempre se encuentra en el
centro de los acontecimientos; dirigiéndolos o al
menos orientándolos», escribió allí, «sin exagerar a
esta persona se la encuentra continuamente en el
Estado Mayor de la Defensa, día y noche está
sentado, con su sencilla cazadora, con sus dos
estrellas y con su insignia republicana; sin
levantarse de la mesa, cubierta de mapas, dibuja,
señala con lápiz, redacta órdenes, habla con
centenares de personas; lo hace siempre a media voz,
observando a su interlocutor con ojos atentos,
severos y tranquilos.» En una anotación, de su
diario del 20 de diciembre, Kolsov escribía: «No sé
por qué ni un solo periódico de Madrid, ni de
cualquier otro sitio, ha escrito una sola línea
sobre Vicente Rojo. Los periodistas no escatiman
adjetivos para hablar de los jefes y comisarios,
intendentes e inspectores de sanidad, publican
enormes retratos de las cantantes y bailarinas que
dan conciertos en los hospitales, pero del hombre
que ha hecho y dirige toda la defensa de Madrid, ni
media palabra. Me parece que no es por enemistad ni
por antipatía, sino «porque no les vino a la
cabeza». A veces aquí no vienen a la cabeza las
cosas más claras. En su perfil de Rojo, Kolsov
explica que «es él quien tiene en sus manos todos
los hilos de la inmensa red de columnas, grupos,
baterías, barricadas, secciones de fortificaciones y
escuadrillas de aviación. Es él quien sin descansar,
sin dormir, sigue atento cada movimiento del enemigo
en los múltiples sectores dispersos de la
serpenteante línea de fuego, y su reacción al
momento es trazar y presentar al mando resoluciones
concretas, reales, ingeniosas y al mismo tiempo
sencillas. Zugazagoitia cuenta que Miaja llamaba a
Rojo y a sus colaboradores, «los sabios, los que
todos lo saben y no se equivocan.» A altas horas de
la noche, liando un cigarrillo de negro tabaco, Rojo
conversó con Koltsov sobre su carrera militar, sobre
las misiones que había desempeñado, sobre sus
clases, sobre el equipo que trabajaba con él. Le
habló, por ejemplo, de las enseñanzas del Gran
Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba y de la
dificultad de dominar el arte militar.»
La totalidad del frente defensivo, en el momento en
que iba a iniciarse la batalla, se apoyaba en la
serranía, explica Rojo en Así fue la Defensa de
Madrid, formaba un extenso semicírculo por el
norte y el oeste para entrar en la llanura al sur de
Madrid, dejando en nuestro poder Boadilla del Monte,
Pozuelo de Alarcón, Humera y Carabanchel Bajo,
quedaban controladas por las fuerzas leales la línea
del Manzanares y el Jarama hasta Ciempozuelos»
(...). Más allá de los números, la diferencia más
importante entre ambos Ejércitos era su grado de
preparación, sus cuadros medios, su moral de
combate, su experiencia. Las fuerzas franquistas
contaban con lo más selecto de las tropas de África
(tabores de fuerzas regulares indígenas, tabores de
la Mehala y Banderas del Tercio Extranjero, escribe
Arósteguí, mientras que las columnas republicanas
carecían aún de la suficiente consistencia por la
rapidez con que se hablan organizado y la variada
procedencia de los hombres que las integraban. En el
aire la flamante escuadrilla de cazas rusos había
llegado a finales de octubre, y había tenido su
bautismo de fuego, en el primer combate aéreo de la
guerra librado el 5 de noviembre, inclinaba la
balanza a favor de los leales.»
Cuando en la madrugada del día 8, las tropas de
vanguardia enemigas iniciaron su avance por la Casa
de Campo, la defensa republicana ya estaba
preparada. Las fuerzas de Miaja y Rojo pusieron
entonces en marcha la acción inesperada que habían
previsto y se lanzaron, avanzando desde Humera,
contra los atacantes por su flanco izquierdo. «Fue
un golpe inesperado de la Brigada 3, escribe Rojo,
por lo violento y audaz». La batalla de Madrid se
complicó entonces para el enemigo. Después de sus
avances iniciales en la Casa de Campo, los hombres
de Varela se enfrentaron a los republicanos en un
terreno boscoso. Ya no era tan fácil progresar, pues
los atacantes y los defensores se movían en un
terreno más protegido. Tampoco consiguieron romper
el frente defensivo en otros lugares. La columna 5,
que avanzaba en un terreno despejado por la zona de
Villaverde, no llegó a alcanzar el río, hostigada
por el flanco derecho por las tropas leales de Bueno
y Lister. En Carabanchel, ya el día 8, se libraron
feroces combates, pero fue el 9 cuando comenzó la
tremenda lucha de «casa por casa», cuenta Rojo. Se
combatía hasta el agotamiento. En algunos lugares se
produjeron pequeñas crisis. No quedaban reservas,
aunque todo el que podía luchar, luchaba. Cualquier
arma que se podía obtener, se volvía a utilizar.
Cuenta Rojo que en algunos casos no se podía armar a
sus hombres. «¿Qué podían hacer aquellas reservas
sin armas? Recoger las de un fugitivo o evacuado,
adelantarse hacía donde se combatiese con mayor
dificultad, para reemplazar a los caídos, sin
solución de continuidad. Así se hizo en algunos
lugares. Si así no lo hubieran hecho, Madrid, habría
sido asaltado. ¿Qué hacia Rojo día a día? ¿Cómo era
la vida del jefe militar que dirigía la defensa de
la capital? Eduardo Zamacois da algunas pistas de su
talante en su novela El asedio a Madrid:
«únicamente el teniente coronel Rojo se conservaba
ecuánime», cuenta acerca del momento en que Miaja y
Pozas se despidieron y se había desencadenado el
mayor de los desórdenes entre los jefes militares
que quedaban para defender la ciudad. Su actitud,
durante el análisis del documento que se había
descubierto a un oficial enemigo lo describía
después en estos términos: Su rostro moreno,
impenetrable, frío –terriblemente frío– de hombre
predestinado a litigar con la fatalidad, no
descubría emoción alguna (...). Como aislado en la
campana neumática de sus cavilaciones, de la brutal
confrontación entre los combatientes. Y habla
también de su hermetismo, «que representaba el
cálculo», como de una de sus cualidades más
notables. Ecuánime, frío, impasible, hermético. Con
estos rasgos presentaba Zamacois a Rojo en su
novela, donde la fuerza de la ficción mandaba, y
donde, por tanto, había margen suficiente para que
la imaginación cubriese los agujeros que la realidad
había dejado vacíos. Si se separa las actas de las
reuniones de la Junta de Defensa de Madrid, el joven
teniente coronel aparece allí con la autoridad del
hombre en el que se concentran todos los hilos de la
trama. Es revelador que cuando lo más grave había
pasado ya, en la sesión del 26 de noviembre se
pronunciase por la necesidad de «unificar los
mandos», señalando al respecto que intervenían
demasiados organismos, la Consejería de Guerra, el V
Regimiento de Milicias, el General con su Estado
Mayor, aparte de las organizaciones sindicales.
Cada vez que Rojo aparecía en las sesiones, lo hacía
para informar de la situación militar. Explicaba las
operaciones de cada día, analizaba los incidentes,
reclamaba las responsabilidades, contestaba que ya
se habían estudiado algunas de las posibilidades que
se le proponían. Nunca daba margen al entusiasmo,
acaso pecaba de prudente a la hora de calibrar
algunas sugerencias, como cuando rechazó el relevo
de algunas unidades, con el comentario de que «si se
pone gente nueva, podría desplomarse». A través de
sus palabras se sabe que «las 1.100 toneladas de
municiones que no acababan de llegar por ferrocarril
desde Valencia, se habían solicitado hace cuarenta
horas, que no se pudo proseguir una ofensiva, por
falta de municiones, (de fusil 7 apenas quedan 20
cajas, que urgía militarizar los transportes para
que fueran eficaces, que debían resolverse algunos
problemas de intendencia, pues convenía les llegara
rancho caliente, que se sabía por la declaraciones
de unos evadidos que el enemigo no combatía a gusto.
El día 22, por ejemplo, Rojo pedía a la Junta «que
faciliten hombre para que corten la leña necesaria
para la fabricación de pan. «A través de la aburrida
prosa burocrática que resume las sesiones del órgano
político que dirigía el funcionamiento de una ciudad
amenazada, se percibe la entrega de estos ciudadanos
que, de un día para otro, se vieron en el reto de
salvar Madrid ante la incomprensión de los que
estaban afuera».
Con esta descripción parcial de la famosa defensa de
Madrid, damos por concluso este trabajo pues, por su
amplitud sería imposible seguirle en otras de sus
célebres batallas, como las de Brunete, Belchite,
Teruel, y su magistral operación del Cruce del río
Ebro.
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