Todo crimen político encierra dos muertes:
la física y la metafísica. Con la física se
logra acabar con la vida; con la metafísica
o interpretativa se persigue anular su
significación moral y política, haciéndola
pasar por algo inevitable, un mal menor o el
precio de la historia. Aceptar esa
interpretación es la forma más acabada de
olvido. El autor del crimen político sabe
perfectamente que su tarea no acaba con la
muerte del otro, sino que debe aplicarse a
convencer a los demás de que es
in-significante.
Por lo que respecta al franquismo, el
escenario actual de la batalla
interpretativa es el desaparecido, esos
110.000 asesinados que yacen en las cunetas
de la historia, ya tomen estas la forma de
fosas comunes, descampados anónimos u
osarios inidentificables en el Valle de los
Caídos. El desaparecido es una figura
singular de víctima, ya que se sitúa entre
el ser y el no ser, entre la certeza de la
muerte y la incerteza de su morir. Quizá
haya que referirse a esa figura como si de
un espectro se tratara. Espectral es, en
efecto, su modo de ser, ya que hay en el
desaparecido algo definitivamente perdido,
su vida, pero algo también presente que nos
acompaña como un espíritu, instándonos a que
hagamos algo, so pena de quedar petrificados
en la indecisión paralizante, como le
ocurrió a Hamlet, que no fue capaz de
reaccionar a la voz del espectro que tenía
entre sus manos.
Lo que el desaparecido nos trae ante nuestra
presencia es la brutalidad de una violencia,
y con ella, una pregunta inquietante, a
saber: si nosotros hemos construido nuestro
acogedor mundo sobre el olvido de tanta
injusticia como a él se le hizo. Mientras no
respondamos a esta demanda, él seguirá
anclado en un tiempo pasado, y nosotros
quedaremos expuestos a su repetición porque
no somos capaces de decir de qué lado
estamos. En lugar de ello hemos creado la
cómoda categoría del franquismo sociológico,
metiendo en ese saco a quienes han
interiorizado el modo de vivir que reinaba
en la dictadura. Habría, empero, que incluir
en ella a quienes piensen que se puede
construir una democracia borrando de la
memoria la historia que va de 1936 a 1975.
En la dictadura sobraba la libertad, y en la
democracia está de más la memoria de la
falta de libertad. En esos sobrevive pues el
espíritu del franquismo.
Aunque se cuenten por miles los
desaparecidos o, como se dice en derecho,
las "víctimas de una desaparición forzada",
los focos se están centrando en el más
ilustre de todos ellos, Federico García
Lorca. No se puede descartar que en ese
interés pueda haber morbo por parte de la
prensa amarilla, o voyeurismo en muchos
espectadores, o vanidad en políticos ávidos
de fotos rentables, pero esos abusos no
pueden ser determinantes, ni tampoco la
opinión de la familia, por muy respetable
que sea. Más allá de la opinión de las
sobrinas --incluso independientemente de la
ideología de la víctima-- está la
significación objetiva de la víctima. Lo que
le ocurrió a Lorca no es un asunto privado
que solo le interese a él o a los suyos. Es,
por el contrario, un hecho político que
marca el momento en que le quitaron la vida
y el momento posterior en el que nosotros
vivimos. Marca el momento de su muerte
porque al ser un asesinato político implica
a los espadones que se rebelaron contra el
orden constitucional, sellando con este tipo
de asesinatos el cariz de su proyecto
político. Pero también afecta al tiempo que
nosotros vivimos, porque si nuestro nuevo
orden constitucional estuviera basado en el
olvido del significado de aquella violencia,
quedaríamos expuestos a su repetición. ¿Qué
impediría, en efecto, que la violencia se
repitiera si existe una razón superior que
poder invocar para que toda violencia se
silencie si es pasada, es decir, si ya no
nos afecta a nosotros, los vivos, porque los
violentos han decidido no matar más o ya no
pueden matar? Entre el momento pasado y el
presente hay una relación misteriosa que nos
interesa reconocer. La clave de esa relación
la tiene el desaparecido. Su existencia
fantasmal remite a un pasado criminal y a un
presente que no se ha hecho cargo de ese
pasado.
Es evidente que lo importante no es la
identificación de unos huesos sino el
reconocimiento de lo que supusieron esas
muertes y del significado que ahora tienen.
Pero eso no significa que la identificación
de los cuerpos sea secundaria. El que no
sepamos dónde se encuentran tiene la
connotación jurídica de que estamos ante "un
delito permanente de detención ilegal", es
decir, estamos ante un delito vigente que
debe ser investigado para depurar
responsabilidades. Esa es tarea de los
jueces. Pero, además del derecho, está
nuestro deber de reconocer en esas muertes
una significación política que se resume en
dos preguntas, una dirigida al proyecto
político franquista, que necesitaba matar
inocentes para salir adelante, y otra a
nosotros mismos, dispuestos a vivir en
democracia sin mirar bajo la alfombra.
Preferimos ahogar ese significado político
en el fatalismo histórico, como si aquello
hubiera sido necesario o inevitable.
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Reyes Mate es Filósofo
e investigador del CSIC.