Aniversario
en la vieja Europa: Otra vez Normandía
Rafael Poch
Diario de Berlin / La Vanguardia
8 de Junio de 2009
El
texto de este artículo se publicó en junio de 2004.
George W. Bush aprovechaba entonces el aniversario
de Normandía para vender en Europa su
"cruzada contra el terrorismo". Las cosas han cambiado esencialmente
poco desde entonces. Más allá de un discurso general mucho más "light" y
sofisticado, en política exterior Obama sigue la línea de sus
predecesores y en lo esencial mantiene intacto el discurso y la práctica
imperial-militar de Bush, legitimada en la misma "lucha contra el
terrorismo". Su discurso de El Cairo ha mantenido intacta la posición
tradicional de Estados Unidos de que la violencia en Tierra Santa es,
fundamentalmente, un asunto palestino en el que Estados Unidos es
bienintencionado mediador.
El único llamamiento a cesar la violencia se dirige a los palestinos,
que mataron a 13 de los 1413 muertos registrados en la última crisis en
Gaza perpetrada con apoyo y armas de EE.UU. Ese "centrismo" entre
víctimas y verdugos compatible con la condena de los asentamientos
israelíes es el de Clinton y sus predecesores. La vieja afirmación de
que el altruismo es lo que mueve la acción de Estados Unidos en el mundo
también es clásica: "nos fundamos en el ideal de que todos nacemos
iguales y hemos derramado sangre y peleado durante siglos para llenar de
sentido esas palabras, en nuestras fronteras y por todo el mundo". Nada
nuevo...
La visita a Europa, iniciada ayer, tampoco aportará nada nuevo en
Normandía. Obama va a utilizar la memoria del soldado Ryan, como hizo
Bush, para promocionar la receta tradicional: forjar un frente euro
americano contra el resto del mundo. Ese es el programa inercial
americano para el siglo al que Obama, por desgracia, no presenta
enmienda. La Otan avanza en esa dirección con su proyecto de
transformarse en un bloque militar del Norte enfocado a la intervención
militar en el Sur. Desde ese punto de vista, Afganistán podría ser el
modelo que anticipa cual va ser la respuesta de Occidente a los
problemas, sin precedentes históricos, que plantea la crisis global y
que este siglo tiene por delante.
Una respuesta militar a problemas vinculados a; sobrepoblación,
desigualdad, doble rasero en materia de proliferación nuclear y derechos
humanos, agotamiento de recursos fósiles, a la drástica disminución de
los rendimientos agrícolas, y al aumento de la masa de refugiados, que
son irresolubles sin profundas reformas, estructurales, políticas y de
valores, en Occidente. Sin cuestionamiento del escenario euroatlántico
"contra todos" de respuesta a la crisis global no habrá una Europa
decente.
En una clave conservadora respecto a su tradición histórica, Europa como
proyecto resulta del todo inservible. Esa es la gran divisoria del
debate sobre el futuro de la Unión Europea, por más que no se hable de
ello en la campaña electoral: a qué mundo queremos contribuir, al
solidario y sostenible, o al caótico-militarista. ¿Una Europa social,
capaz de aprender de sus errores y sensible a cómo otros ven el futuro
del mundo, o a la que se instala en su biografía de inventora del
desastre industrial, del imperio moderno y de la destrucción masiva, de
la que Estados Unidos es hoy paradigma indiscutible?.
Este texto de 2004 sobre el aniversario de Normandía es actual también,
porque mientras todo eso está en marcha, sigue aumentando la inducida
ignorancia de las jóvenes generaciones sobre los datos más básicos de la
Segunda Guerra Mundial en Europa. Ambos aspectos, esa ignorancia y el
continuismo de Obama, están relacionados, porque cuanto más ignorantes
somos de nuestro pasado, más inconscientes somos de nuestro presente y
más desarmados estamos ante el futuro.)
La guerra no la ganó
el soldado Ryan en Normandía
Rafael Poch
[Publicado el 4 de junio de 2004, a las 20:46 horas, en el blog
Diario de Pekín]
Muchos creen que John Wayne y el soldado Ryan salvaron a Europa del
fascismo, que Angloamérica salvó al viejo continente, poco menos que en
solitario, y que el desembarco en Normandía fue la gran acción decisiva.
No fue así.
Ni el curso de la guerra, ni la derrota del fascismo, se decidieron
allá. Los principales héroes no fueron John Wayne ni el soldado Ryan,
sino gente de apellido eslavo que murió por un país que ya no existe.
Los escenarios realmente decisivos fueron; Moscú, Leningrado (Peterburgo),
Stalingrado (Volgogrado), y Kursk.
En el frente del Este, el Tercer Reich perdió 10 millones de soldados y
oficiales muertos, heridos y desaparecidos, 48.000 blindados y vehículos
de asalto, 167.000 sistemas de artillería. 607 divisiones fueron
destruidas. Todo ello representa el 75% de las pérdidas totales alemanas
en la Segunda Guerra Mundial.
La diferencia en la escala militar es aplastante. En las playas de
Normandía se registraron 10.000 muertos aliados, 4.300 de ellos
británicos y canadienses y 6.000 americanos. En las grandes batallas del
este, los muertos se contaban en centenares de miles. En la batalla de
Moscú participaron unos 3 millones de soldados y 2.000 tanques. La URSS
utilizó allí la mitad de su ejército, Alemania una tercera parte. En el
Alemein, una batalla importante del otro frente, los alemanes disponían
entre 60.000 y 70.000 soldados.
La escala del sufrimiento humano también es incomparable. La geopolítica
de Hitler no tenía prevista la existencia de un estado ruso en Europa y
en su escala racista los eslavos estaban muy abajo. La guerra en el este
era a vida o muerte, muy diferente a la del oeste. Las ciudades y los
pueblos eran destruidos, frecuentemente con sus habitantes. Murieron uno
de cada cuatro habitantes de Bielorrusia, uno de cada tres de Leningrado,
Pskov y Smolensk.
El esfuerzo angloamericano en el continente no empezó hasta que, en
1943, quedó claro que la URSS había parado el embate y que la derrota de
Alemania era inevitable. Con otra actitud seguramente se hubieran
evitado muchos muertos. Pero, ¿habría habido "segundo frente" si las
cosas le hubieran ido bien a Hitler en el este?
Desde la firma del acuerdo británico-soviético sobre acciones militares
comunes contra Alemania de julio de 1941, Stalin pedía la apertura de un
"segundo frente" en Europa, es decir un desembarco aliado que aliviara
la presión soportada por la URSS. La respuesta se demoró mucho.
El invierno de 1941, con los alemanes a las puertas de Moscú, fue
crítico. Aquel año la URSS sufrió la mitad de las bajas militares de
toda la guerra, 9 millones entre muertos, heridos y presos (dos terceras
partes de los 27,6 millones de muertos soviéticos en la guerra fueron
civiles), pero sólo recibió el 2% del total de los suministros que sus
compañeros de coalición le enviaron durante toda la guerra.
Los documentos desclasificados de los archivos soviéticos están llenos
de declaraciones de aliados occidentales que abundaban en la
inconveniencia de apresurarse. ¿Por qué no dejar que las dos fieras se
devoraran entre sí?
Visto desde Moscú, los angloamericanos desembarcaban en los lugares más
alejados y menos relevantes para aliviar la presión sufrida por la URSS;
primero en el norte de África (noviembre de 1942), luego en Sicilia
(julio del 43), a continuación dos veces en Italia continental (en
septiembre del 43 y en enero del 44), y sólo a menos de un año del fin
de la guerra (en junio del 44) en Normandía.
Para entonces, el ejército soviético ya hacía 6 meses que había llegado
a la frontera polaca de preguerra. Las democracias debían darse prisa si
querían tomar alguna posición en Europa y evitar que "los rusos"
volvieran a llegar a París, como habían hecho en el pasado.
Una manifiesta desconfianza presidió la alianza antifascista
soviético-occidental desde sus mismos inicios. Sus motivos eran muchos y
diversos. De parte occidental se acepta, por ejemplo, que el pacto
germano-soviético de 1939 evidenció el parentesco entre nazismo y
estalinismo. De las vergüenzas de las democracias, de su actitud ante el
fascismo en vísperas de la guerra y de sus parentescos imperiales con
Hitler y Mussolini, apenas se habla. Seguramente a causa de su
manifiesta actualidad.
En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, aquellos políticos
democráticos de Europa y América que luego "salvarían a Europa"
mantenían un idilio con Hitler y Mussolini. Estados Unidos había apoyado
al dictador italiano desde su llegada al poder en 1922. Sus desmanes se
comprendían, porque conjuraban la amenaza bolchevique. Las inversiones
americanas en Italia y en la Alemania fascista no disminuían, sino
aumentaban, en los años treinta.
"Hitler ha prestado grandes servicios no solo a Alemania, sino a toda
Europa Occidental, al cerrar el paso al comunismo (...) por eso es
legítimo ver en Alemania un muro de contención occidental del
bolchevismo", decía en 1938 el Secretario de exteriores británico, Lord
Halifax.
Sobre la base común de aquella "contemporización", Londres y Berlín
podían llegar a un "entendimiento". Halifax estaba dispuesto a conceder
a Alemania todo lo que pidiera; "Danzig, Austria y Checoslovaquia", con
tal de que esas anexiones se llevaran a cabo, "de forma pacífica y
evolutiva".
Los principios de aquella Europa se habían retratado igualmente en su
actitud ante la República Española.
La idea de que los proyectos de Hitler eran asumibles, que todo el mundo
podía integrarse en ellos, y que la amenaza estaba en otra parte, era
común en los gobiernos de la Europa de finales de los 30. Con Neville
Chamberlain como jefe de gobierno en Londres y Edouard Daladier en
París, las democracias calificaban de "paz con honor" la entrega de
Checoslovaquia al Reich practicada por la Conferencia de Munich.
El ministro de exteriores polaco, Jozef Beck, prometía apoyar la
reclamación nazi sobre Austria y tener en cuenta los intereses del Reich
ante un "eventual ataque (polaco) contra Lituania". El embajador polaco
en París, Lukaszewicz, explicaba a sus colegas norteamericanos que lo
que estaba en juego en Europa era una lucha entre el nazismo y el
bolchevismo, en cuyo campo incluía a "agentes de Moscú" como el
Presidente checoslovaco, Edvard Benes. "Alemania y Polonia pondrán a los
rusos en fuga en tres meses", decía el embajador, en vísperas de que la
agresión contra su propio país marcara el inicio "oficial" de la Segunda
Guerra Mundial.
Para entonces, aquella guerra tenía ya ocho años de historia en el
mundo. El mundo de los dominios imperiales de Asia y África, donde la
guerra, el atropello, la invasión y el racismo, no contaban, mientras no
colisionaran con los propios intereses.
En 1931 los japoneses se habían apoderado de un trozo de China mayor que
Francia. En 1933 y 1935 habían expandido su invasión a otras tres
provincias chinas, practicando su guerra química y bacteriológica con
experimentos en la población civil.
En 1935 Italia invadía Abisinia, con el Mariscal Badoglio utilizando gas
mostaza contra la población civil.
En julio de 1939 el gobierno británico declaraba, "reconocer por
completo la situación actual en China".
Ni Londres ni Washington protestaron o se opusieron al ataque japonés
contra Mongolia, retaguardia de la URSS, a partir de mayo de 1939 y que,
en la batalla de Jaljyn Gol, produjo más muertos que toda la campaña de
la invasión alemana de Francia.
No pasaba nada y el encargado de la "India Office", Leopold Amery,
explicaba por qué con toda claridad, al defender la agresión japonesa
contra China en la Cámara de los Comunes; "si condenamos lo que Japón ha
hecho en China, tendremos que condenar igualmente lo que Inglaterra hizo
en Egipto y la India".
En un libro escrito en una prisión británica entre abril y septiembre de
1944, coincidiendo con el desembarco de Normandía, Nehru, fundador de la
nueva India explicaba así la situación: "Tras algunas de aquellas
democracias había imperios en los que no había democracia alguna y donde
reinaba el mismo tipo de autoritarismo (racista) que se asocia con el
fascismo, así que era natural que aquellas democracias occidentales
sintieran algún tipo de unión ideológica con el fascismo, por mucho que
les disgustara algunas de sus expresiones más vulgares y brutales".
"La política británica había sido casi ininterrumpidamente profascista y
pronazi", recapitulaba Nehru en su celda del Fuerte de Ahmadnagar, pero
todo se acabó, cuando se vio que aquel "aliado natural", aquel pariente,
se volvía contra los intereses occidentales.
"Se hizo cada vez más obvio que, pese al deseo de calmar a Hitler, éste
se estaba convirtiendo en el poder dominante en Europa, desmontando por
completo el antiguo equilibrio y amenazando los intereses vitales del
Imperio Británico".
El resultado fue una alianza forjada sobre las circunstancias y la
estupidez de Hitler, quien, si hubiera atacado primero a la URSS en
lugar de atacar a Polonia, habría sido aplaudido por las democracias.
Esta idea fue expresada al final de la guerra por el propio Hitler en un
texto poco conocido.
En febrero de 1945, Martin Bormann recogió varios monólogos de Hitler
que tienen valor de testamento político. Dos meses antes del final,
Hitler coincidía en ellos, con la tónica de los políticos británicos y
americanos de antes de la guerra, al reflexionar sobre los errores que
habían conducido a la derrota.
La campaña contra Rusia era "inevitable", decía. Su problema era haberla
desencadenado en un momento poco adecuado. La guerra en dos frentes
había sido un error, reconocía, pero la responsabilidad última era de
americanos y británicos, con quienes habría sido posible llegar a un
acuerdo.
"La guerra contra América es una tragedia". "Ilógica y carente de todo
fundamento". Sólo la "conspiración judía contra Alemania" la había hecho
posible.
Cargada de delirios, su mirada al futuro, contenía un pronóstico del
mundo bipolar que se avecinaba: "Con la derrota del Reich y la aparición
de los nacionalismos asiáticos, africanos y puede que sudamericanos,
sólo quedarán en el mundo dos potencias capaces de confrontarse; Estados
Unidos y la Rusia soviética. Las leyes de la historia y de la geografía,
las empujarán hacia una prueba de fuerza, sea militar o económica e
ideológica".
El aparato de propaganda y relaciones públicas más formidable de la
historia ha fabricado su leyenda sin apenas fisuras. Hollywood, la
industria mediática en manos de magnates, los sistemas de alimentación
oficial de esa industria y, por supuesto, el ejército de conformistas
bien pagados encargado de transmitirla, han escrito la versión más
conveniente. La historia es suya. Llegamos así al discurso de George
Bush en la celebración del aniversario del desembarco.
Reivindicando lo único positivo que la intervención militar extranjera
de Estados Unidos tiene en su haber en más de medio siglo, el Presidente
vende su actual cruzada.
Obteniendo la merecida gratitud que los franceses, italianos, belgas y
holandeses le deben al soldado Ryan, pretende mantener el vasallaje
europeo ante la larga lista de crímenes impunes cometidos por el
militarismo americano desde entonces.
El hombre que, según las encuestas, encarna la guerra y promueve la
desestabilización global, para la mayoría de los europeos, habla hoy en
Normandía de moral, de libertad y de principios, y recibe el tributo y
el aplauso de los dirigentes de la "vieja Europa".
La generosidad y el heroísmo de los 10.000 caídos en aquellas playas
francesas sirve, así, para reivindicar su "guerra contra el terrorismo",
la destrucción de los frágiles rudimentos del derecho internacional y
del control de armamentos, la agresión preventiva o "humanitaria", el
armamentismo y la banalización del uso del arma nuclear en guerras
convencionales. Es el momento de recordar quién era el máximo
representante de esas mismas tendencias en el mundo de hace 60 años.
La guerra no la ganó el soldado Ryan en Normandía, pero un indigno
peligroso reivindica su gloria.
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Rafael Poch
es el actual corresponsal en Berlín del diario barcelonés La Vanguardia.
Ha sido anteriormente corresponsal de ese mismo diario en el Moscú de
Yeltsin (1985-2002) y, luego, entre 2002 y 2008, en Pekín. La editorial
crítica de Barcelona ha publicado dos libros de Poch, dos soberbios
testimonios, tan analíticamente lúcidos como literariamente lucidos ,de
su paso por Moscú (La
gran transición. Rusia 1985-2002,
2004) y por Pekín (La
Actualidad de China. Un mundo en crisis, una sociedad en gestación,
2009). |