El éxodo de
republicanos que, huyendo de la cólera vengativa del
general Franco, cruzó la frontera francesa en
febrero de 1939, fue repartido en varios campos de
concentración que, en general, no eran más que
grandes extensiones de terreno cercado con alambre,
una especie de corral, vigilado por guardias
senegaleses, donde los republicanos españoles
vivían, dormían, defecaban y con frecuencia morían a
la intemperie. El más grande y emblemático de estos
campos era el de Argelès-sur-Mer, una larga playa
donde murieron cientos de españoles que hoy se ha
reconvertido en lugar de veraneo; en esa misma arena
donde los republicanos luchaban por sobrevivir, o
morían de hambre, enfermedad o desesperación, ahora
los turistas beben cerveza en un chiringuito con D.
J. o exponen, sobre una toalla mullida, sus cuerpos
al sol. Mi abuelo, al perder la guerra, purgó varios
meses en esa playa y en ese tiempo, un tiempo
indecente para vivir a la intemperie, experimentó
una serie de cambios que fueron transformando el
signo del campo de concentración: al principio era
una prisión exclusiva para republicanos pero
conforme la Segunda Guerra Mundial fue
consolidándose comenzaron a llegar judíos y gitanos,
dos pueblos que, junto con el éxodo republicano,
constituían entonces una tribu errante que no tenía
lugar en Europa, y que en la España franquista
contaba incluso con un eslogan, con una idea
machacona que decía, muy a la manera de Bush y su
Eje del Mal, que todas las desgracias del mundo se
debían a un complot de rojos, judíos y masones.
Los
republicanos españoles compartieron campos
con las víctimas del Holocausto
El
antisemitismo español está entroncado con la
dictadura de Franco
Luego vino
el horrendo capítulo de los campos de concentración
y de exterminio nazis donde volvieron a coincidir
judíos y republicanos, en una proporción, y a partir
de un proceso de selección, que desde luego los
convierte en tragedias que no pueden compararse. Sin
embargo, aquél es un capítulo, el de los rojos y los
judíos en el mismo campo de concentración, que por
salud mental, y para no perder la perspectiva
histórica, no deberíamos olvidar; sobre todo en esta
temporada en que España acaba de ser declarada, por
el prestigioso Pew Research Center de Washington, el
país más antisemita de Europa; un deshonor mayor que
es la suma de la clásica, y añeja, animadversión del
mundo católico frente al judío, y de la educación
franquista que durante décadas reforzó esta
animadversión.
Mientras
Europa, después de la Guerra Mundial, lidiaba con el
genocidio nazi, trataba de digerirlo y hacía un
examen de conciencia a nivel colectivo y personal,
en España los judíos seguían perteneciendo a ese eje
del mal que Franco con tanto empeño y desparpajo
había promocionado. Alejandro Baer, enun estupendo
artículo publicado en estas mismas páginas, nos
contaba cómo la Noche de los Cristales, ese pogromo
antisemita que organizaron los nazis en 1938, fue
condenado por la República española y justificado, e
incluso aplaudido, por el bando franquista. Cuarenta
años de discurso oficial antisemita es tiempo
suficiente para contaminar a varias generaciones,
para deformar la visión que tiene el país del pueblo
judío y de los individuos que lo componen. ¿Que
España es el país más antisemita de Europa? Según el
Pew Research Center lo es, pero también es el país
que tiene la curia más poderosa, vociferante y
arcaica del planeta, dos anomalías complementarias
que deberían revisarse seriamente como eso que son,
anomalías en un país europeo, en la octava economía
del mundo, anomalías como esos huesos de los
combatientes republicanos que sus familias no pueden
desenterrar.
Quiero
decir que el antisemitismo español tiene mucho de
tara, tiene que ver con esa zona de burricie que el
dictador extendió durante décadas para perfilar un
ambiente que sirviera a sus propósitos, y así como
es necesario que cada ciudadano pueda desenterrar a
sus muertos de la Guerra Civil (para que después
pueda enterrarlos en santa paz), también es
imperativo un análisis personal sobre esa pulsión
antisemita que, según ese centro de investigadores
de Washington, posee la mitad de España.
La guerra
entre Israel y Palestina ha puesto esta pulsión al
rojo vivo, en las manifestaciones de Madrid y
Barcelona hemos oído consignas y leído pancartas que
tienen que ver más con el antisemitismo puro y duro
que con la guerra misma. En la de Barcelona, por
ejemplo, vimos fotografías de respetables ciudadanos
barceloneses a los que, exclusivamente por el hecho
de ser judíos, les habían pintado un blanco en la
frente, y, hace unos días, fue vandalizada una de
las sinagogas de la ciudad por un grupo de exaltados
que piensan que con ese acto apoyan la causa
palestina. Y esto acaba de suceder en Barcelona, una
de las ciudades, no está de más recordarlo, que se
cita a menudo como ejemplo de urbe civilizada y
tolerante.
He empezado
estas líneas en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer
porque aquel episodio, casi olvidado, ilustra el
flanco bárbaro de España, y en general de Europa. En
aquella playa, expuesta a los cuatro vientos,
españoles y franceses vivían encerrados por ser
rojos y judíos, los dos sin un país al cual
regresar, sin un rincón que les sirviera de refugio
y con un futuro inmediato rigurosamente negro, ambos
víctimas de un prejuicio que, en el caso de los
judíos, sigue operando con alarmante virulencia, un
prejuicio que en España le debe mucho al eje del mal
que vislumbraba el dictador, que tiene mucho de tara
y, con bastante frecuencia, es una forma de la
ignorancia y la sandez.
Todos
coincidimos en que la respuesta del ejército israelí
ha sido desproporcionada y en que la masacre de la
población civil palestina, con énfasis en las
criaturas, no tiene ni nombre ni, si me lo permiten,
perdón de Dios. Pero, a partir de aquí, habría que
plantearse ¿qué culpa tiene un pacífico judío de
Barcelona, o de París o de la Ciudad de México, de
lo que hace aquel ejército?; ¿por qué el apoyo al
pueblo palestino, apoyo que, por cierto, muchos
judíos comparten, tiene que derivar en la barbarie
antisemita? Así como han sido importantes las
manifestaciones en la calle para detener aquella
guerra, con esa misma energía habría que hacer un
esfuerzo por separar a los dirigentes y al ejército
del Estado de Israel de las personas que, por puro
azar, han nacido judías, y viven entre nosotros.
Porque el antisemitismo se dirime a ese nivel, en
una cena, en una mesa donde, entre los invitados,
hay un judío y en cuanto brinca el tema de la guerra
entre Israel y Palestina, se instala entre el pan y
el vino una incómoda tensión. La cosa empieza ahí,
en esa cena hipotética donde, estos días, echan un
pulso la civilización y la barbarie.
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Jordi Soler es
escritor.