Sábado, 18 de julio de 2009. Un ciudadano quizá con nostalgia de
su condición de súbdito, caminaba por el Paseo Marítimo de San
Pedro de Alcántara luciendo orgulloso una camisa azul con el
escudo del águila sobre el yugo y las flechas. En el momento de
cruzarnos, pasaban, pedaleando lentamente, dos policías
municipales charlando de sus cosas. Nada ni nadie se alteró ante
el paseante exhibicionista. Esta España nuestra se resiste a
reconocer su pasado. No creo equivocarme si les digo que si un
anónimo ciudadano hubiera enarbolado la bandera de la República,
su paseo no hubiera sido tan plácido. El osado, al menos,
hubiera sido trasladado a comisaría por los cansinos
municipales.
Hemos tenido que llegar a diciembre de 2007 para que la
pervivencia y la resistencia a retirar los símbolos de la
dictadura fascista de nuestras calles y plazas se haya
convertido en un acto contrario a la ley. La ley, que pretende
ahondar en el espíritu de reconciliación y concordia, se
envuelve en un incomprensible galimatías para cualquier lector
ajeno a nuestro conflicto histórico. Se elude cualquier
referencia a la República aludiendo, de forma aséptica, al
reconocimiento y ampliación de los derechos y al establecimiento
de medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia
durante la Guerra Civil y la dictadura. Ni siquiera el artículo
que concede la nacionalidad española a los voluntarios de las
Brigadas Internacionales, menciona cuál fue el objetivo de su
movilización. La ley consiguió salir adelante con demasiadas
dificultades, el voto en contra del PP y las concesiones a CiU
para que los hermanos benedictinos del convento de Montserrat
siguieran al frente de la Fundación gestora del Valle de los
Caídos, constituida y presidida por Franco en 1957, hasta que
por un Real Decreto de 1984 se sustituye la composición creando
una Comisión en la que las funciones del anterior jefe del
Estado se atribuyen al Consejo de Administración del Patrimonio
Nacional.
La
ley de 2007 ordena que incluyan, entre sus objetivos, honrar y
rehabilitar la memoria de todas las personas fallecidas a
consecuencia de la Guerra Civil y de la represión política que
la siguió. ¿Qué habían hecho hasta este momento? Creo que nadie
puede sentirse orgulloso de una ley que por sus artículos se
puede denominar, con toda propiedad, ley de Punto Final.
Me remito a su contenido, su interpretación por la Fiscalía
General del Estado y a los decretos que la desarrollan.
Ningún historiador sensato ha negado la brutal represión sufrida
por los vencidos en forma de ejecuciones en juicios sumarísimos,
paseos extrajudiciales y campos de concentración cuyos vestigios
se quieren eliminar. Los vencedores se encargaron de escribir su
historia oficial en unos tomos bajo el título de Historia de
la Cruzada, título al que la Iglesia Católica, Apostólica y
Romana nada tuvo que objetar. Rememorando a Benedicto XVI en su
visita a Auschwitz podemos preguntarnos legítimamente: ¿dónde
estaba Dios cuando sucedía esto?
Sorprende que los herederos del Partido Socialista, que formó
parte de Frente Popular, pasen la página de la represión que
sufrieron muchos de sus militantes con tanta frialdad. En este
país los políticos son verdaderos expertos en enseñarnos o
señalarnos lo que nos conviene y lo que no merece la pena. La
existencia de fosas con cerca de 175.000 personas desperdigadas
por toda la faz de nuestro país tiene un origen inequívocamente
delictivo. Su esclarecimiento, según impone la ley de
Enjuiciamiento criminal está siendo vedado. Su incumplimiento
puede ser delictivo. De los escasos protagonistas y sus
familiares, si no hubiera sido porque les condenaron por auxilio
a la rebelión, hay muchos que no consentirían que sus
antecedentes fuesen anulados. Están orgullosos de haber sido
socialistas, comunistas, anarquistas, de izquierdas,
republicanos o haber pertenecido a la masonería. Ellos y otros
que les siguieron durante el largo silencio de la dictadura
nunca han renegado de su estirpe política.
La
República que, por primera vez en nuestra historia
constitucional otorgó la soberanía al pueblo, es para alguno de
sus herederos una hipoteca del pasado de la que quieren librarse
vergonzantemente eludiendo cualquier mención a su existencia
como si hubiera sido un mal sueño que les impediría gobernar el
presente.
Es
cierto que la ley condena toda exaltación de la sublevación
militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura
pero obstinadamente evita cualquier alusión a la condena
internacional de la Asamblea General de la ONU, el Consejo de
Europa y del Parlamento Europeo. Para estos organismos el
régimen de Franco era un sistema fascista organizado e
implantado, en gran parte, merced a la ayuda de la Alemania nazi
y de la Italia fascista.
Estoy de acuerdo con Manuel Cruz cuando dice (EL PAÍS, 17 de
julio de 2009) que la memoria no es el territorio de lo nuevo.
Pienso que debemos dejar que las víctimas administren su pasado
y que la ley cumpla sus funciones. Álvarez Junco (EL PAÍS, 19 de
julio de 2009) mantiene que recordar a las víctimas de la
dictadura es un acto democrático. Nadie pretende reescribir la
historia ni tomarse la revancha, sólo recordar a Marcuse:
"Contra la rendición del tiempo, la restauración de los derechos
de la memoria es un vehículo de liberación, es una de las más
notables tareas del pensamiento humano".
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José Antonio
Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo y
comisionado de la Comisión Internacional de Juristas.