En la mañana del 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán
invadió Polonia y el 3 de septiembre Gran Bretaña y Francia
declaraban la guerra a Alemania. Veinte
años después de la firma de los tratados de paz que dieron por
concluida la Primera Guerra Mundial, comenzó otra guerra
destinada a resolver todas las tensiones que el comunismo, los
fascismos y las democracias habían generado en los años
anteriores. El estallido de la guerra en 1939 puso fin a lo que
el historiador Edward H. Carr llamó "la crisis de veinte años" e
hizo realidad los peores augurios. En 1941, la guerra europea se
convirtió en mundial. El catálogo de destrucción humana que
resultó de ese largo conflicto de seis años nunca se había visto
en la historia.
Aunque algunas explicaciones sobre sus causas se centran
exclusivamente en Hitler y en la Alemania nazi, en el período
que transcurrió entre 1933 y 1939, para obtener una fotografía
completa debe rastrearse en los trastornos producidos por la
Primera Guerra Mundial. Al final de esa contienda, el mapa
político de Europa sufrió una profunda transformación, con el
derrumbe de algunos de los grandes imperios y el surgimiento de
nuevos países. De esa guerra salieron también el comunismo y el
fascismo. Al tiempo que pasó entre el final de esa primera
guerra y el comienzo de la segunda lo llamamos período de
entreguerras, como si la paz hubiera sido la norma, pero en
realidad en esa "crisis de veinte años" hubo algunas guerras
pequeñas entre Estados europeos, revoluciones y
contrarrevoluciones muy violentas y varias guerras civiles.
La caída de los viejos imperios continentales fue seguida de la
creación de media docena de nuevos Estados en Europa, basados
supuestamente en los principios de la nacionalidad, pero con el
problema heredado e irresuelto de minorías nacionales dentro y
fuera de sus fronteras. Todos ellos, salvo Checoslovaquia, se
enfrentaron a grandes dificultades para encontrar una
alternativa estable al derrumbe de ese orden social representado
por las monarquías. Esa construcción de nuevos Estados llegó
además en un momento de amenaza revolucionaria y disturbios
sociales.
La toma del poder por los bolcheviques en Rusia en octubre de
1917 tuvo importantes repercusiones en Europa. En 1918 hubo
revoluciones abortadas en Austria y Alemania, a las que
siguieron varios intentos de insurrecciones obreras. Un antiguo
socialdemócrata, Béla Kun, estableció durante seis meses de 1919
una República soviética en Hungría, echada abajo por los
terratenientes y por el ejercito rumano. Italia, en esos dos
primeros años de posguerra, presenció numerosas ocupaciones de
tierras y de fábricas. Esa oleada de revueltas acabó en todos
los casos en derrota, aplastadas por las fuerzas del orden, pero
asustó a la burguesía y contribuyó a generar un potente
sentimiento contrarrevolucionario que movilizó a las clases
conservadoras en defensa de la propiedad, el orden y la
religión.
El movimiento contrarrevolucionario, antiliberal y
antisocialista se manifestó muy pronto en Italia, durante la
profunda crisis posbélica que sacudió a ese país entre 1919 y
1922, se consolidó a través de dictaduras derechistas y
militares en varios países europeos y culminó con la subida al
poder de Hitler en Alemania en 1933. Los datos que muestran el
retroceso democrático y el camino hacia la dictadura resultan
concluyentes. En 1920, todos los Estados europeos, excepto dos,
la Rusia bolchevique y la Hungría del dictador derechista Horthy,
podían definirse como democracias o sistemas parlamentarios
restringidos. A comienzos de 1939, más de la mitad, incluida
España, habían sucumbido ante dictaduras.
Durante un tiempo, sobre todo en los años inmediatamente
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, analistas e
historiadores echaron la culpa de todos esos males, y del
estallido de la guerra, a la fragilidad de la paz sellada en
Versalles y a los dirigentes de las democracias que intentaron
"apaciguar" a Hitler, en vez de parar su insaciable apetito. El
problema empezaba en Alemania, donde amplios e importantes
sectores de la población no aceptaron la derrota ni el tratado
de paz que la sancionó, y continuaba en otros países como
Polonia o Checoslovaquia, que albergaban millones de hablantes
de alemán que, con la desintegración del Imperio Habsburgo,
habían perdido poder político y económico. Como les recordaban
los grupos ultranacionalistas, ahora eran minorías en nuevos
Estados dominados por grupos o razas inferiores.
Francia fue la única potencia victoriosa que trató de contener a
Alemania en el marco de la paz de Versalles. Estados Unidos
rechazó esos acuerdos y cualquier tipo de compromiso político
con las luchas por el poder en Europa. Italia, sobre todo
después de la llegada al poder de Mussolini, quería cambiar
también esos acuerdos que no le habían otorgado colonias en
África, y marcaba su propia agenda de expansión en el
Mediterráneo. En cuanto a Gran Bretaña, su prioridad no estaba
en el continente sino en el fortalecimiento de su imperio
colonial y en la recuperación del comercio. Francia, por lo
tanto, trabajaba para que Alemania cumpliera con los términos
del tratado y Gran Bretaña buscaba la conciliación y la revisión
de lo que consideraba un acuerdo demasiado injusto para los
países vencidos. Esa diferencia dejó a Gran Bretaña y Francia en
constante disputa y a Alemania dispuesta a sacar partido de la
división.
Pese a todas esas dificultades, a las tensiones sociales y a las
divisiones ideológicas, el orden internacional creado por la paz
de Versalles sobrevivió una década sin serios incidentes. Todo
cambió con la crisis económica de 1929, el surgimiento de la
Unión Soviética como un poder militar e industrial bajo Stalin y
la designación de Hitler como canciller alemán en enero de 1933.
La incapacidad del orden capitalista liberal para evitar el
desastre económico hizo crecer el extremismo político, el
nacionalismo violento y la hostilidad al sistema parlamentario.
Las políticas de rearme emprendidas por los principales países
europeos desde comienzos de esa década crearon un clima de
incertidumbre y crisis que redujo la seguridad internacional. La
Unión Soviética inició un programa masivo de modernización
militar e industrial que la colocaría a la cabeza del poder
militar durante las siguientes décadas. Por las mismas fechas,
los nazis, con Hitler al frente, se comprometieron a echar abajo
los acuerdos de Versalles y devolver a Alemania su dominio. La
Italia de Mussolini siguió el mismo camino y su economía estuvo
supeditada cada vez más a la preparación de la guerra. Francia y
Gran Bretaña comenzaron el rearme en 1934 y lo aceleraron desde
1936. El comercio mundial de armas se duplicó desde 1932 a 1937.
Las estadísticas alemanas revelaban que el gasto en armas en
1934 se había disparado y que el porcentaje del presupuesto
alemán dedicado al ejército pasó, en los dos primeros años de
Hitler en el poder, del 10% al 21%. Según Richard Overy, "el
sentimiento popular antibélico de los años veinte dio paso
gradualmente al reconocimiento de que una gran guerra era de
nuevo muy posible".
Importantes eslabones en esa escalada a una nueva guerra mundial
fueron la conquista japonesa de Manchuria en septiembre de 1931,
la invasión italiana de Abisinia en octubre de 1935 y la
intervención de las potencias fascistas y de la Unión Soviética
en la guerra civil española. En apenas tres años, de 1935 a
1938, Hitler subvirtió el orden internacional que, pactado por
los vencedores de la Primera Guerra Mundial, había intentado
prevenir que Alemania se convirtiera de nuevo en una amenaza
para la paz en Europa. El Tratado de Versalles impuso notables
restricciones al poderío militar alemán. En 1935, la región del
Sarre volvió a ser alemana después de que una mayoría de la
población así lo decidiera en un plebiscito. En marzo de 1936,
Hitler ordenó a las tropas alemanas reocupar Renania, una zona
desmilitarizada desde 1919, y exactamente dos años después, el
ejército nazi entraba en Viena, inaugurando el Anschluss, la
unión de Austria y Alemania.
La Liga de Naciones, la organización internacional creada en
París en 1919 para vigilar la seguridad colectiva, la resolución
de las disputas y el desarme, fue incapaz de prevenir y castigar
esas agresiones, mientras que los gobernantes británicos y
franceses, hombres como Neville Chamberlain o Pierre Laval,
pusieron en marcha la llamada "política de apaciguamiento",
consistente en evitar una nueva guerra a costa de aceptar las
demandas revisionistas de las dictaduras fascistas. Hitler
percibió esa actitud como un claro signo de debilidad y, así las
cosas, siempre prefirió lograr sus objetivos con acciones
militares antes que enzarzarse en discusiones diplomáticas
multilaterales.
Esa debilidad llegó a su punto más alto el 29 de septiembre de
1938, en Munich, cuando Neville Chamberlain y Edouard Daladier
aceptaron la entrega de los territorios de los Sudetes a
Alemania. El sacrificio de Checoslovaquia tampoco frenó las
ambiciones expansionistas nazis y Hitler interpretó que Gran
Bretaña y Francia le habían dado luz verde para extenderse por
el este.
Cuado no había pasado ni un mes desde el acuerdo de Munich,
Hitler ordenó a sus fuerzas armadas que se prepararan para la
"liquidación pacífica" de lo que quedaba de Checoslovaquia. A
mediados de marzo de 1939, las tropas alemanas entraban en Praga
y Hitler planeó lanzar una guerra de castigo contra Polonia.
Sólo la Unión Soviética, con fuertes intereses en esa zona,
podía oponerse y para que eso no ocurriera, Hitler firmó con
Stalin el 23 de agosto un pacto de no agresión entre enemigos
ideológicos. Unos días después, la invasión de Polonia convenció
a las potencias democráticas que la colisión era preferible al
derrumbe definitivo de la seguridad europea.
La crisis del orden social, de la economía, del sistema
internacional, se iba a resolver mediante las armas, en una
guerra total, sin barreras entre soldados y civiles, que puso la
ciencia y la industria al servicio de la eliminación del
contrario. Un grupo de criminales que consideraba la guerra como
una opción aceptable en política exterior se hizo con el poder y
puso contra las cuerdas a políticos parlamentarios educados en
el diálogo y la negociación. Y la brutal realidad que salió de
sus decisiones fueron los asesinatos, la tortura y los campos de
concentración. Hitler provocó la guerra, pero ésta fue también
posible por la incapacidad de los gobernantes demócratas para
comprender la violencia desatada por el nacionalismo moderno y
el conflicto ideológico.