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Morir matando: así se despidió la dictadura

María Pilar Queralt

El Plural 29 de Enero de 2009

A pesar de los intentos de Fraga, conocemos la verdad: Enrique Ruano no se suicidó, fue asesinado

Hace apenas una semana la Universidad Complutense rindió un sentido homenaje a la memoria de Enrique Ruano, el joven estudiante de Derecho asesinado por la policía franquista el 20 de enero de 1969.

Ruano, militante del Frente de Liberación Popular, murió al ser tiroteado y posteriormente defenestrado desde un séptimo piso por los policías que, tras dos días de interrogatorios y torturas, le habían conducido, esposado, a realizar un registro en la madrileña calle Príncipe de Vergara. Los hechos son de sobra conocidos y fueron oportunamente evocados por El Plural al dar cuenta del homenaje celebrado con motivo del 40 aniversario de su muerte. Aún así, no está de más recordar que el único delito del joven Ruano fue su militancia anti-franquista.

Un crimen impune
Como también hay que insistir en que su muerte fue uno de los crímenes más repugnantes del franquismo. Entre otras razones porque se quiso ocultar bajo la máscara de un presunto “suicidio” que exculpara a los miembros de la Brigada Político Social implicados en los hechos. La teoría se desmontó cuando, a instancias de la familia, se reabrió el sumario en 1994. Sin embargo, la ocultación de pruebas llevada a cabo por las autoridades franquistas hizo imposible la condena de los policías al no poder identificar al autor del disparo.

Entre mentiras y difamaciones
La campaña con que se quiso encubrir el asesinato, tejida a base de mentiras y difamaciones, contaba con un trágico antecedente. Un episodio que, como en el caso de Ruano, había sido orquestado por el entonces ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, y difundido por aquellos diarios que, como ABC, quisieron evidenciar con ello su voluntad de servicio a la dictadura.

El caso Grimau
Sucedió en 1962, cuando Julián Grimau, dirigente del clandestino PC, fue detenido por sus actividades como miembro de la administración republicana durante la Guerra Civil. Conducido a la Dirección General de Seguridad, según el relato de sus torturadores, durante un interrogatorio se subió a una silla, abrió una ventana y se arrojó por ella. Mal podía hacerlo esposado como estaba, pero esa fue la versión de los hechos que, desde el Ministerio y con la complicidad de los medios afines al Régimen, se quiso difundir.

Una sentencia escrita de antemano
Grimau no murió. Solo sufrió fracturas en la frente y las muñecas, lesiones que demostraron que estaba esposado en el momento de ser defenestrado. Pero de poco le sirvió salvar la vida. Meses después, tras un juicio sentenciado de antemano, fue condenado y fusilado, al tiempo que se daba garrote vil a los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado. Unas ejecuciones que no pudo detener la unánime protesta de los gobiernos occidentales ni las súplicas (¡en la católica España de Franco!) del entonces cardenal Montini, futuro Pablo VI, ni del mismo Papa Juan XXIII.

La labor del T.O.P.
Ciertamente ambas muertes no pasaron desapercibidas para la opinión pública. En el caso de Ruano la noticia del asesinato corrió como la pólvora en los ambientes universitarios. Un ámbito que, junto con el mundo obrero, fue el crisol donde cristalizó la oposición antifranquista. De su virulencia habla por si sola la creación, en 1963, del Tribunal de Orden Público (TOP) con el fin exclusivo de reprimir a obreros y estudiantes y que, a lo largo de casi catorce años de funcionamiento, logró encausar y condenar a miles de ciudadanos.

La universidad en pie de guerra
La historia de la Universidad española en los años sesenta es la historia de la lucha por las libertades democráticas. Hechos como el nacimiento, en 1964, de la Unión de Estudiantes Demócratas (UED) o del Sindicato Democrático de Estudiantes en 1966; nombres como los de los profesores Aranguren, García Calvo, Montero Díaz, Tierno Galván o Manuel Sacristán, entre otros, apartados de sus cátedras por apoyar las protestas estudiantiles contra de la dictadura, o el histórico asalto al rectorado de la Universidad de Barcelona, solo tres días antes de la muerte de Ruano, explican sobradamente la impecable lección que, a favor de la democracia, la libertad y la justicia, se impartió en la Universidad española en aquellos años.

La implantación del Estado de Excepción
Las manifestaciones, asambleas, encierros, sentadas… clamando por las libertades democráticas se intensificaron aún más desde aquel fatídico 20 de enero de 1969. Tras la muerte de Ruano, la alteración fue tal que más de 700 estudiantes fueron detenidos; varios profesores apartados de sus cátedras, y se impuso el Estado de Excepción en todo el país.

Un cruento principio del fin
Ello no fue obstáculo para que la dictadura continuara su cruenta carrera represiva. Las ejecuciones de Salvador Puig Antich y de Heinz Chez en 1974 o las de varios militantes de ETA y del FRAP el 25 de septiembre de 1975, apenas dos meses antes de la muerte del dictador (a quien, según asegura su hija, no le importaba que le calificaran de tal), demuestran que en los años sesenta la dictadura —que había reinstaurado la pena de muerte abolida por la República en 1932 por considerar que su abolición era incompatible con el buen funcionamiento del Estado —siguió ejerciendo un poder represivo e impune.

De “dictablanda”, nada
Mienten, pues, quienes defienden que, en sus últimos años, la dictadura se convirtió en una “dictablanda”. Por el contrario, sabiéndose herida de muerte, actuó como la fiera que era, y murió matando.


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María Pilar Queralt del Hierro es historiadora y escritora
 

 

 

 

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