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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Mausoleos sagrados y cementerios invisibles bajo la luna

Braulio Hernández Martínez

La Voz de Salamanca  26 de Noviembre de 2009

 

     En el imaginario colectivo, el 20-N sigue asociándose al Valle de los Caídos, el macro mausoleo impulsado por Franco y levantado con la sangre y el sudor de los prisioneros rojos. La Basílica y su ciclópea cruz fueron concebidas por el caudillo para dar gloria a “los caídos por Dios y por la Patria”, en el lado vencedor. También, ante la negativa de algunas familias franquistas a llevar allí los restos de sus muertos, tuvieron que ser trasladados al mausoleo restos de republicanos extraídos de las fosas, sin el consentimiento de sus familias.

«Nunca sabremos la cifra exacta de víctimas de la Guerra Civil», dice un experto forense. Los actuales trabajos de excavación para encontrar los restos de García Lorca, y otros cinco represaliados del franquismo, están teniendo un “efecto llamada”: otras seis familias han reclamado recuperar los huesos de sus seres queridos, asesinados en las mismas circunstancias y sepultados en el mismo paraje granadino de Alfacar.

Hace un año, el cardenal de Madrid, Rouco, afirmaba en un Pleno de la Conferencia Episcopal que “las exhumaciones (de las fosas) dañan la concordia social” y que “a veces es necesario saber olvidar”. Sin embargo, un año antes, el obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, (en el Pleno en el que, por un voto, le arrebataría la Presidencia el mismo Rouco), alentaba a que «se haga plena luz sobre nuestro pasado», mostrándose dispuesto a revisar la posición de la Iglesia durante la República y la Guerra Civil: fue Una grata sorpresa, recogía, el 20 de noviembre de 2007, en una nota, el sacerdote Jesús López Sáez, en la Web de la Comunidad de Ayala.

Monseñor Rouco pide que es necesario olvidar; sin embargo, no es nada normal que, setenta años después, por toda España haya «territorios sembrados de horror»: fosas comunes, cunetas, barrancos, pozos y cementerios, donde se ocultan decenas de miles de cuerpos de ciudadanos proscritos, borrados de la memoria, por ser “rojos” o republicanos. Recordar el decreto de la Jefatura del Estado (de los golpistas, del 16 de noviembre de 1938), que establecía, «previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas», que «en los muros de cada parroquia figurara una inscripción con los nombres de sus “Caídos por Dios y por España», ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista". Dichas placas, para perpetuar la memoria, se exhiben en las fachadas de muchos templos.

Los obispos justificaban su memoria: «las guerras tienen caídos en uno y otro bando; las represiones políticas tienen víctimas, pero sólo las persecuciones religiosas tienen mártires». María Antonia Iglesias, escritora católica, en su libro “Maestros de la República; los otros santos, los otros mártires”, recuerda que «en todas estas historias siempre sale un cura», actuando como emisario político del Régimen; delatando («de ideas marxistas, ateo, no asiste a misa»), calumniando, confesando y perdonando en nombre de Dios a gentes honestas enviadas al paredón sin pecado y sin delito. El sacerdote Jesús López Sáez, en su librito Memoria histórica. ¿Cruzada o locura? (2006), una reflexión necesaria y oportuna, plasma esta cita bíblica, en la presentación: “Escribe la visión, ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido” (Ha 2,2). El último capítulo, “Huesos secos en medio de la vega”, hace referencia a un pasaje del profeta Ezequiel.

Gumersindo de Estella, fraile capuchino, quiso dejar constancia en sus estremecedores diarios, (editados en 2003 bajo el título Fusilados en Zaragoza, 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos) de esta denuncia: la complicidad de un clero empeñado «en acreditar con un sello divino una empresa pasional de odio y violencia». Poco entusiasta con el Alzamiento («la violencia no es cristiana» se lamentaba), su superior le conminó a irse de Pamplona y tomar el primer tren hacia Zaragoza. El desterrado se ofreció de ayudante del capellán en la cárcel de Torrero. Había mucho trabajo, algún día llegaron a fusilar hasta dieciséis presos. Tras una asistencia, desolado, escribe: «Necesito ser de acero para no llorar». Allí, cualquier «palabra de fiereza” contra los pobres reos “era interpretada como señal de profunda adhesión al Movimiento y a la religión». Un detalle: casualmente el cardenal Gomá, poco antes de morir, se confesó con él.

«Durante los 36 años de la dictadura de Franco, los perdedores de la Guerra Civil no podían hablar en público de sus sufrimientos personales ni de las pérdidas padecidas por sus familias…» (Gabriel Jackson, historiador). Aunque Franco –al que la Iglesia llevaba bajo palio y le ponían reclinatorios de terciopelo en primera fila en los oficios sagrados- repetía que los republicanos que no estuvieran inmersos en delitos de sangre salvarían sus vidas, en los diez años siguientes al final de la guerra, «no menos de 50.000 personas fueron ejecutadas» (Julián Casanova, historiador). Muchos fueron encarcelados; otros inhabilitados, despojados de sus cátedras; muchos expropiados… Todos, víctimas de una represión «alentada por las máximas autoridades militares y civiles y bendecida por la Iglesia católica» (Antony Beevor, historiador).

Recientemente, ante la avalancha de reclamaciones de ciudadanos que querían rescatar de los cementerios invisibles bajo la luna los huesos de sus seres queridos, el Gobierno del Sr. Zapatero impulsó la Ley de la Memoria Histórica. Los obispos, a la contra, lo acusaban de hacer una ley «selectiva». Un cardenal llegó a decir: «¡cuidado con la memoria… no hay que dar la tabarra durante mucho tiempo…!”. Aplicaban una doble vara de medir. Ellos llevaban muchos años alentando la recuperación de su memoria, materializada, poco después (el 28 de octubre del 2007), impulsando una macro peregrinación nacional a Roma, con la beatificación más numerosa de la historia: 498»mártires«de la Guerra Civil. Era “un aliento para fomentar la reconciliación», justificaba el portavoz episcopal. Sin embargo, Juan XXIII y Pablo VI se habían opuesto a esas beatificaciones masivas.

Curiosamente, entre esos “mártires”, no estaba ninguno de los sacerdotes y religiosos vascos asesinados por las tropas de Franco. Injusticia que se reparó, más de 70 años después, el pasado 11 de julio, en una eucaristía, concelebrada por todos los obispos de las diócesis vascas, en la catedral de Vitoria. En ella, contrariando la línea de monseñor Rouco, pidieron perdón por el «injustificable silencio de los medios oficiales de nuestra Iglesia»: «Hoy saldamos una deuda contraída», «tan largo silencio no ha sido sólo una omisión indebida, sino también una falta a la verdad, contra la justicia y la caridad». Un gesto que, lejos de “reabrir heridas", quería “ayudar a curarlas o aliviarlas”.

Un detalle de por dónde irían los tiros fue cuando, tras el Desfile de la Victoria, en la iglesia de Santa Bárbara, Madrid, Franco se acercó al altar bajo palio, llevado por miembros del Gobierno. Eijo Garay, obispo de Madrid, le dijo: «nunca he incensado con tanta satisfacción como lo hago ahora con V.E.». El general puso su espada a los pies del Santo Cristo, leyó una oración y se hincó de rodillas ante el cardenal Gomá, que le bendijo, y ambos se fundieron en un abrazo. «La Iglesia había triunfado en una guerra civil, que para ella había supuesto una verdadera hecatombe, pero de la que salió restablecida en la plenitud de su poder. Había sido, después de mártir, verdugo, por completo desprovista de conmiseración para los vencidos; todo lo contrario, no sólo vencedora sino vengativa: sus clérigos habían asistido a la ejecución de decenas de miles de prisioneros una vez la guerra terminada, sosteniendo con su presencia y su palabra una estrategia de depuración y limpieza» (Santos Juliá, historiador). Aún el 19 de octubre de 1960, en la Universidad Pontificia de Salamanca, el cardenal primado, Pla y Deniel, que durante la Guerra cedió su palacio episcopal de Salamanca a Franco, volvió a recordar, que “Fue una cruzada por Dios y por España". Recuperar la memoria de muchas gentes honradas, la mayoría humildes, que yacen en parajes desconocidos, en cunetas, o que murieron en el exilio, mártires y héroes anónimos, sin mausoleos sagrados, que muy posiblemente nunca tendrán el reconocimiento por parte de una Institución que predica ser la guardiana de la doctrina de Cristo, es un noble acto de humanidad, y de justicia.

 

 

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