Mauthausen
Narcís Comadira
El Periódico 27 de Diciembre de 2009
Cae una fina lluvia, precisamente hoy, que nos dirigimos a Mauthausen. La verdad es que no tenía ningunas ganas de entrar en esta historia terrible de la crueldad humana. Pero no quise rehuir la visita. Me pareció que era como un agravio no ir, estando tan cerca. Y Mauthausen ha acabado siendo la experiencia más memorable de toda mi visita a Austria. La más conmovedora. La que ha prevalecido. |
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Mauthausen es un pueblecito medieval,
pequeño y encantador, a
unos 20 kilómetros al
este de Linz. Paisaje de
colinas suaves,
redondeadas y verdes.
Prados y claros de
bosque. Robles y abetos.
Algún abedul, dorado.
Todo chorreante, hoy,
bajo la lluvia. Y en lo
alto de una de estas
colinas, a unos tres
kilómetros del pueblo,
se alza la Fortaleza. El
campo de concentración
que lleva su nombre y
que lo ha hecho
tristemente conocido
para siempre.
Los nazis construyeron este campo
precisamente en
Mauthausen porque había
granito. Unas canteras
de granito importantes.
Y eso hizo que el campo
de concentración de
Mauthausen fuese, de
entrada, un campo de
trabajo y no de
exterminio. El campo fue
inaugurado, por decirlo
así, el 8 de agosto de
1938, apenas seis meses
después de la anexión de
Austria a Alemania, la
famosa Anschluss. El
Reich estaba en plena
etapa eufórica y
necesitaba granito para
los delirios de
Hitler y Albert
Speer. Los alemanes
compraron, por las
buenas o por las malas,
una cantera existente en
Mauthausen, cantera de
donde habían salido los
adoquines de las calles
de Viena.
Todo eso lo leo en un
folleto, e insisto en el
granito porque me
impresionó profundamente
la cantera y su
escalera, llamada
Escalera de la Muerte.
Una escalera de 186
escalones irregulares
que bajaba desde el
campo hasta la cantera.
En el museo instalado en
el campo, un museo
discreto y eficaz, con
fotografías ampliadas y
algunos objetos
cautivadores, se
encuentra, precisamente,
una fotografía de esa
escalera llena de
prisioneros cargados con
bloques de granito, unos
bloques inmensos que
casi los aplastan. En
realidad aplastaron a
muchos. Hileras de cinco
o seis subiendo
lentamente, peldaño a
peldaño, escalera hacia
arriba. La escalera
llena. Hormigas humanas
bajo una bota
implacable. Aprendo en
el museo que en
Mauthausen murieron
119.000 prisioneros, de
los que 38.000 eran
judíos. Y también que,
siendo como era un campo
de trabajo y no de
exterminio, hasta
septiembre de 1944 no
hubo mujeres. El campo
fue liberado el 5 de
mayo de 1945 por las
tropas americanas, y el
día anterior las SS
intentaron destruir la
prueba de sus horrores.
Después, el campo quedó
abandonado. Muchos
barracones sirvieron
para construir viguetas
de madera en la difícil
posguerra austriaca, y
por eso ahora solo
quedan unos cuantos.
Parece que, de este
campo, se quería borrar
todo. La realidad física
e incluso la memoria,
pero las protestas de
los supervivientes y de
los familiares de las
víctimas consiguieron
que se conservase. Ahora
es un lugar de
peregrinación y
recuerdo.
Los países de las víctimas han alzado
fuera del recinto
monumentos, algunos más
logrados que otros. A mí
me molestan. El campo,
lo que queda de él, los
muros de granito y las
torres de vigilancia,
las duchas, los
barracones, la cámara de
gas, la mesa de
disección, los hornos
crematorios son el mejor
memorial.
Llueve suavemente sobre
Mauthausen, y por suerte
hay muy poca gente. Pese
a la llovizna, paseo
entre los barracones, y
pese a todo cuanto he
leído sobre el tema,
pese a todas las fotos
que he visto, todas las
películas, nunca había
sentido una opresión
parecida y pocas veces
una presencia tan fuerte
de un lugar. Esta
tierra, esta colina tan
verde con las entrañas
de granito, tanta muerte
forzada, tanta crueldad,
tanta vejación, tanta
locura sanguinaria de
unos seres humanos
concentrada sobre otros
seres humanos han
conferido a este lugar
una carga emotiva
indestructible. Hay que
ir a Mauthausen, pienso.
Aquí se derrumban todas
las ideologías; aquí
tambalean todas las
torres de confianza en
el poder y en cualquier
organización del poder;
aquí se aprende que el
hombre no es un lobo
para el hombre —¡pobres
lobos!—, sino que el
hombre es, simplemente,
un hombre para el
hombre. La mayor lección
de humildad para el
género humano se imparte
en Mauthausen y en todos
los campos de
concentración, donde el
infierno se hizo carne.
Cuando salgo y veo los campos,
los bosquecillos, los
prados, algún caserío
silencioso que humea en
la tarde que cae, me
imagino unas muchachitas
con trenzas rubias y
ojos azules en aquellas
ya lejanas primaveras de
los primeros años 40 del
siglo pasado. Cantan
canciones y cogen flores
del bosque y se hacen
coronas y ríen. Viven en
un pueblecito encantador
e ignoran lo que pasa
allí arriba, a unos tres
kilómetros al noroeste,
sobre la colina donde se
encuentra aquella
fortaleza. También me
imagino que algún día el
viento llevó hasta el
pueblecito un extraño
olor a carne chamuscada,
un olor muy tenue,
tanto, que lo olvidó
pronto. En la cantera,
cogí un trocito de
granito que ahora tengo
sobre la mesa. Como un
pequeño fragmento de
memoria dolorosa.