Son actitudes que cubren un amplio arco, desde la
total falta de memoria, precisamente, a la
hipocresía y la falta de caridad cristiana, ya ven,
de la jerarquía eclesiástica hasta la ausencia de
sentido común y de la proporción de las cosas. Por
no hablar de otras actitudes como las que han
llevado a la imputación del juez Baltasar Garzón por
tratar de ponerle etiqueta jurídica a los crímenes
fascistas.
Respecto a la falta de memoria se olvida de la
amnistía acordada en el marco de la Transición. La
medida, no nos engañemos, favoreció a torturadores y
asesinos que cometieron sus delitos no ya durante la
guerra, sino bajo el régimen de Franco. Se
beneficiaron, en definitiva, de lo que fue un
acuerdo de todos para pasar página y posibilitar la
convivencia civil. Un acuerdo, una amnistía, que no
hubiera sido posible sin la generosidad de quienes
sufrieron, además del trauma de perder familiares,
el estigma social de ser hijos de sus padres durante
los largos años de dictadura y de los que padecieron
persecución, tortura y cárcel bajo un Régimen que
siguió ejecutando penas de muerte hasta meses antes
de la extinción del dictador.
Por eso, por la actitud de las víctimas del
franquismo cuando la Transición y la que han
mantenido durante los años de democracia, me parece
infame que se considere el deseo de toda esa gente
de identificar a sus muertos, de darles una
sepultura digna y de rehabilitar sus nombres
expresión de revanchismo o de ansias de venganza.
Han pasado 73 años desde el comienzo de la guerra
civil y 34 desde la muerte de Franco y si los
asesinos y torturadores de la guerra y de la
inmediata posguerra han muerto en su inmensa
mayoría, a los otros los protege la amnistía. Hace
varios años, en una terraza del Paseo de Gracia
barcelonés, un amigo me señaló a una persona sentada
cerca de nosotros como el policía que en una ocasión
lo torturó en los calabozos policiales. “La
amnistía, ya sabes”. De la jerarquía eclesiástica
nada digo porque está convencida de que Dios está
con ella y es inútil cuanto se le diga.
La otra tarde, en el parque de San Telmo, se recordó
la ejecución hace 50 años de Juan García, el
Corredera. Quiso utilizarse su figura como símbolo
para promover las asociaciones canarias de la
Memoria Histórica. Recuerdo muy bien los dos
juicios, el penal, celebrado en la vieja Audiencia
repleta de gente, que rebosaba por las calles de los
alrededores, y el Consejo de Guerra de días después.
Aquella barbaridad nos desveló, a mí y a muchos de
mi generación, la crueldad del régimen y creo que
entonces comprendí la raíz de la inmensa popularidad
del Corredera: los allí congregados, que corrieron
el evidente riesgo de aplaudir a Juan García, sabían
que al Corredera le tocó lo que pudo haberle tocado
a cualquiera de ellos. A él le cayó la china y
sabían que ellos sólo tuvieron mejor suerte. La
arbitrariedad y la falta de garantías eran la norma
del régimen. El acto ha suscitado comentarios
negativos en radio y TV y conviene poner las cosas
en su sitio.
No excluyo que haya gente de buena fe inquieta por
la reivindicación de la memoria histórica. Pero esos
motivos de inquietud los ha sembrado el franquismo
que llaman “sociológico”, ese que continúa
enquistado por ahí y que se enmascara de sensatez
para consumar la infamia que les digo.
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José Alemán
aleman@canariasahora.com