Sí, merece la pena leer con cuidado las alegaciones que la
familia de Federico García Lorca ha presentado ante la
Consejería de Justicia. Con motivo del proceso puesto en
marcha para abrir la fosa en la que se suponen que están los
restos del poeta, a todo el mundo parecen sobrarle
argumentos, razones y prejuicios. Pero merece la pena
detenerse un momento y escuchar a la familia.
En primer lugar, porque una de las claves éticas de la Ley
de Memoria Histórica es amparar el derecho de las familias
de las víctimas a decidir sobre la dignidad de su pasado.
Afirmar que, debido a intereses universales, las decisiones
sobre los restos de Federico García Lorca deben quedar al
margen de su familia, es preparar el terreno para que
cualquier familia se quede desamparada y, por ejemplo, no
pueda recuperar los restos de sus antepasados, a causa de
otros manipulables y poco definidos intereses universales.
Pero
hay muchas más inquietudes. La familia avisa de que, con la
ley actual en la mano, la exhumación de los restos del poeta
sólo puede suponer una agresión al parque dedicado a la
memoria histórica que hoy existe entre Víznar y Alfacar. No
es que las autoridades pongan mucho interés en cuidarlo,
pero por lo menos existe. Por ley, los restos humanos que
aparezcan ahora no pueden quedarse allí. Sólo hay dos
posibilidades: llevarlos a la fosa común del cementerio más
cercano o identificarlos y devolverlos a las familias para
que ellas busquen destino oportuno. La familia del poeta
podría incinerar sus restos o elegir entre los cementerios
de Madrid y Nueva York donde están enterrados,
respectivamente, su madre y su padre.
El parque se quedaría sin la presencia simbólica del poeta.
Tampoco resultan muy agradables las divisiones creadas entre
los miles de asesinados en Granada por el ejército golpista
de 1936. Habría tres tipos de muertos: los que sus familias
se llevasen a los cementerios particulares, los que acabasen
en las fosas comunes de los cementerios de Víznar y Alfacar,
y los que siguiesen bajo la soledad desamparada de aquellos
barrancos. Escribo soledad desamparada, porque estoy
convencido de que sólo la presencia de García Lorca defiende
allí el recuerdo de las demás víctimas. Una vez
desaparecidos sus restos, los alcaldes del futuro tendrían
un camino fácil para promover recalificaciones y construir
urbanizaciones de lujo, hoteles, instalaciones deportivas,
restaurantes, y todo tipo de ofertas turísticas que, eso sí,
llevarían el nombre del poeta.
Por muchas vueltas que le doy, sólo encuentro razonable la
postura de la familia García Lorca. En sus alegaciones pide
que aquel terreno, uno de los parques más emocionantes
dedicados a la memoria histórica, sea declarado cementerio
legal. Así se podrán hacer todas las averiguaciones
pertinentes y respetar los derechos de todas las familias de
las víctimas, sin que aquellos parajes pierdan su sentido.
García Lorca seguiría allí defendiendo la dignidad de sus
compañeros republicanos en la muerte.
Granada vivió poco la Guerra Civil, porque desde el
principio cayó en manos de los golpistas. Pero sufrió una
represión descarnada, cruel. Los barrancos de Víznar y
Alfacar se llenaron de muertos socialistas, comunistas,
anarquistas y ciudadanos demócratas que se habían atrevido a
vivir con libertad cívica el sueño de la República. Desde
que tengo uso de razón, y corazón, estoy acostumbrado a
honrar a mis muertos en el silencio conmovido de aquel
lugar.
Ya
que la Consejería de Justicia asume la iniciativa en este
asunto, debería tomarse en serio su trabajo y no dejar
ninguna ventana abierta al disparate. Que tutele la
discreción de las excavaciones y la dignidad de nuestros
sentimientos. La Ley de la Memoria Histórica no puede servir
para invitarnos a especular con el olvido.