Hoy que llevo mis campos en mis
ojos
y me basta mirar para verlos
crecer
siento vuestra llamada, prados
de verde edad,
oigo vuestra palabra, árboles de
cien años,
y os busco inútilmente a través
de la tarde.
Ni el vuelo de los trinos ni el
canto de las ramas
han de romper el duro silencio
de mi boca.
Si me quedase inmóvil, como esta
buena encina
vendrían vuestros pájaros a
anidar en mi frente
vendrían vuestras aguas a morder
mis raíces
y aun seguiría viendo con su
blancura intacta
quién sabe si dormida, la España
que he perdido.
(Pedro Garfias. Primavera en
Eaton Hastings)
En la travesía sin retorno del exilio
republicano de 1939, España se
fue desvaneciendo en los
confines del horizonte oceánico.
Para aquellos obligados a
emprender la senda del
destierro, España se agotó en
los muelles de un puerto,
desapareció tras la frontera
francesa o se evaporó cuando sus
sierras se extraviaron del
ángulo de visión herido por el
llanto.
Los españoles derrotados, los vencidos que pudieron
escapar de las zarpas del
fascismo victorioso, escogieron
mayoritariamente el continente
americano como destino de asilo
y refugio. Al México progresista
de Lázaro Cárdenas, que tanto
apoyó la empresa republicana,
vinieron a recalar los más.
España era todavía el tacto, el olor, la suave
ráfaga del calor andaluz, el
quebranto inmisericorde de la
lluvia en los pastizales del
norte. La patria era el ayer
querido y detestado, el país por
construir y la cárcel del
librepensamiento, la hoguera y
el puño, Trento y el Ebro.
España era una mujer morena
condenada al aceite de ricino,
España era la esperanza del
triunfo aliado en la guerra
mundial. La dictadura parecía
flor de un día, el regreso al
hogar se adivinaba en cada
suspiro.
Conforme el deseo cedió al paso imperioso de la
realidad, se frustraron sueños,
se incumplieron promesas, se
formaron familias, se olvidaron
ciertos detalles, se catalogó a
España de fetiche, de oscuro
objeto del deseo. La patria
perdida fue quedándose en los
versos de los poetas, cobijada
en un rincón del sentimiento,
escondida bajo un doble fondo
como los monstruos de feria.
La Segunda República Española fusilada una y otra
vez, despeñada al abismo de un
barranco, encarcelada y
hambreada, apaleada y torturada,
España rapada y violada, víctima
de la erradicación sistemática
de la razón y de la idea. La
franquistada ejecutó a España,
echó su cadáver a los perros y
enterró las sobras en
Cuelgamuros.
Los transterrados comprendieron tarde que era
inútil volver a España, pues su
España, la que resistió el
empuje nazifascista durante tres
interminables años, sólo estaba
viva en sus recuerdos. Max Aub,
el novelista por excelencia del
exilio, puso por escrito la
crónica del desencanto en La
Gallina Ciega, implacable
dietario de un viaje por tierras
españolas en 1969.
La España en la que nacimos es un espejismo
plantado en mitad del páramo de
la modernidad. Una fotocopia
contrahecha de lo mejor que
fuimos, la prueba patente de que
la articulación de un nuevo
marco de convivencia debe ser
uno de nuestros caballos de
batalla, de cara al mañana.
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