Ahora
que acaban de cumplirse 70 años del final de la
Guerra Civil, ese cisma en nuestra historia del
que se ha escrito tanto y simultáneamente tan
poco, me ha llegado en fotocopias, como traído
por el mar, el diario de exilio de Eulalio
Ferrer, un muchacho que había nacido en
Santander y que hizo la última parte de la
guerra en Barcelona, y al perderla, luego de un
periplo más o menos típico que pasó por Figueras
y Portbou, recaló en el campo de concentración
de Argelès-sur-Mer, esa prisión que se improvisó
en una larga playa del sur de Francia. Hasta
aquí la historia de Eulalio Ferrer se parece a
la de cualquier exiliado republicano, pero
resulta que aquel joven, cuando consiguió salir
del campo de concentración, emigró, como muchos
otros, a México, y en aquel país, montó poco a
poco un emporio publicitario que lo convirtió en
uno de los hombres más ricos e influyentes del
país. Este campeón de la supervivencia murió
hace unos días en México, mientras yo leía su
diario en fotocopias, que fue publicado hace más
de 20 años, por la editorial Grijalbo, con el
título de Entre alambradas, y que ahora,
tristemente, es una criatura literaria en vías
de extinción.
Ahora
que cruzamos el punto medio entre el 1 (final de
la guerra) y el 14 de abril (día de la
República), viene bien asomarnos a la curiosa
transpolación que se hizo de Barcelona en el
campo de concentración de Argelès-sur-Mer y que
Eulalio Ferrer registra en su diario: "Este
barrio chino ocupa un centro abigarrado de
chabolas y barracones en la parte norte de este
largo paseo, que se conoce por Las Ramblas. Como
si estuviéramos en el corazón de Barcelona. Es
el lugar más concurrido, la atracción máxima del
campo. Acoge las más diversas actividades
especulativas, abarcando los signos más
característicos del hampa. Una parte
considerable del barrio chino barcelonés se
infiltró en nuestro éxodo, sin que nadie pudiera
impedirlo, y aquí está, imponiendo la ley del
cinismo". Más adelante habla del ambiente de
aquel clon francés del Barrio Chino, donde los
maleantes, a la hora que tocaba la inspección de
la autoridad del campo, enterraban pistolas y
navajas en la arena: "Circular de noche por el
barrio chino es peligroso, por la concurrencia
que busca la disipación en la bebida, en el
vicio o, simplemente, en la aventura. Algunos
bares se convierten en cabarets con todo y
dependencia femenina. Los atracos nocturnos son
frecuentes y se dan pelos y señales de crímenes
cometidos, de reyertas sangrientas".
Entre alambradas es uno de los testimonios
más hermosos que se han escrito sobre ese
episodio parcialmente olvidado de la historia de
Francia y de España, si es que hermoso es
un término aceptable para el registro de la vida
infame que llevaban los prisioneros
republicanos. Mi abuelo fue también prisionero
en Argelès-sur-Mer, coincidió con Eulalio Ferrer
y con otros 100.000 colegas de guerra, y yo,
buscando pistas para una novela que escribí hace
cinco años, estuve varias veces ahí, en esa
playa que fue campo de concentración, buscando
pistas literarias pero también históricas,
porque algo se rompió irremediablemente ahí, los
derechos elementales de las personas y la
solidaridad básica entre dos países vecinos que
hoy la Unión Europea intenta remendar, sin
demasiada convicción. En un invierno tan crudo
como aquel de 1939 recorrí con mi hijo, que
entonces era muy pequeño, buena parte de lo que
fue el campo y, cuando estábamos en medio de la
nada, tocados por el recuerdo de mi abuelo y su
bisabuelo, en un momento en que casi nos
arrastraba el vendaval, apareció de la nada un
perro enorme que, sin ningún motivo, tiró
dentelladas al aire durante un par de minutos
agónicos y después se fue. Cuento esto para
ilustrar la energía oscura que sigue reinando en
esa playa, donde Eulalio Ferrer, con los mismos
18 años de edad que tenía mi abuelo entonces, se
puso a registrar por escrito, con una garra y un
coraje conmovedores, la vida diaria del campo de
concentración, al lado de su padre. Cuenta por
ejemplo de los hombres que se volvían locos de
desesperación: "Quédate, me dijo, vas a ver una
función insólita que se repite casi todas las
tardes en esta barraca. Al poco rato un hombre
larguirucho, escaso de carnes, entrado en años,
se puso de pie sobre un miserable taburete de
madera y pidió silencio. Con voz tonante nos
anunció que iba a dirigir una de las obras más
difíciles de la música alemana, el Parsifal,
de Wagner. Y sin más accionó sus brazos, dio
ritmo a su cuerpo y puso ante nuestros ojos una
orquesta invisible". Aquellos hombres
desesperados, que no podían regresar a España
porque Franco los metía en una cárcel o, según
qué caso, los fusilaba, vivieron durante meses
en esa playa inhóspita, durmiendo prácticamente
a la intemperie y subalimentados por los
guardias del campo; uno de los trucos para no
volverse locos, para no terminar todos
dirigiendo Parsifal, era ver el barrio
chino en las chabolas y Las Ramblas en el
lodazal.
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Jordi Soler
es escritor.