Sus
cuerpos e historias siguen ocultos.
Españoles asesinados en 1936 y 1951 y
enterrados dos veces, en realidad. Entonces,
por la Guerra Civil, y ahora, por las trabas
burocráticas de todo signo político y la
excusa de que el olvido mejora la
convivencia.
No se
sabe quién los mató, pero sí quiénes no van a
desenterrarlos: esas personas a las que el poeta
Juan Gelman ha descrito como "los organizadores
del olvido" y cuyo trabajo en España ha sido tan
eficaz que aún hoy -cuando se cumplen 70 años
del final de la Guerra Civil y 30 de la llegada
de la democracia- quedan decenas de miles de
víctimas de la dictadura enterradas en las
innumerables fosas comunes que cruzan el país
igual que una cicatriz siniestra y a las que,
según la lista que la Asociación para la
Recuperación de la Memoria Histórica le entregó
al juez Baltasar Garzón cuando éste inició una
causa para investigar el paradero de los
asesinados por los golpistas entre julio de 1936
y diciembre de 1951, fueron a parar al menos
130.137 personas en España y 7.000 más en campos
de concentración en el extranjero.
Una
cifra imponente que, sin embargo, algunos
quieren que sea invisible, como pudo comprobar
el magistrado de la Audiencia Nacional nada más
poner en marcha su proceso, al requerir a
diversas instituciones datos sobre los
desaparecidos y encontrarse con que esclarecer
aquella cacería humana iba a ser difícil, porque
muchos de los silencios y escondites legales en
los que se ha basado la inmunidad de los
represores o de sus cómplices parecen
invulnerables, y porque una parte de la verdad
está enterrada en los sótanos de la Transición y
la blindan pactos como la Ley de Amnistía del
año 1977, que es preconstitucional, o los
Acuerdos suscritos en 1979 con el Vaticano.
La
primera indultaba "los delitos de rebelión y
sedición, así como los delitos y faltas
cometidos con ocasión o motivo de ello,
tipificados en el Código de Justicia Militar", y
"los delitos y faltas que pudieran haber
cometido las autoridades, los funcionarios y
agentes del orden público (...) contra el
ejercicio de los derechos de las personas". Los
segundos sancionaban que el Estado respetaría
"la inviolabilidad de los archivos, registros y
demás documentos pertenecientes a la Conferencia
Episcopal Española, a las curias episcopales, a
las curias de los superiores mayores de las
órdenes y congregaciones religiosas, a las
parroquias y a otras instituciones y entidades
eclesiásticas". El narrador Adolfo Bioy Casares
hablaba de Argentina cuando dijo que el problema
de su país era que allí "el olvido corre más
ligero que la historia", pero también podría
haber estado hablando de España.
Sin
embargo, nada de eso existe para las
víctimas, cuyos relojes se quedan parados a la
hora del drama, ni para sus familiares, que
quieren regresar al pasado para saber, para
rehabilitar la memoria de sus parientes,
devolverles la dignidad o sacarlos de la
ignominiosa tumba clandestina a la que fueron
arrojados por sus ejecutores; porque mientras
eso no suceda, tal y como recordaron primero el
novelista Primo Levi y luego el propio Gelman,
los herederos del horror seguirán oyendo gritar
a sus desaparecidos el poema de Coleridge que
dice: "Desde entonces, a una hora incierta / la
agonía vuelve; / y hasta que mi historia
espantosa sea contada / mi corazón seguirá
quemándose en mí". Un hombre que ha sobrevivido
a Auschwitz sólo el tiempo que necesitaba para
reunir el valor de suicidarse, y otro cuyo hijo
y nuera han sido asesinados por los militares
argentinos, deben de saber muy bien lo que hiere
y consume ese fuego. Y también lo saben, aquí y
ahora, muchos hijos y nietos de republicanos
españoles que aún no han sido rehabilitados y
que, al ver cómo sus familiares parecen haber
sido enterrados dos veces, una bajo la tierra
fúnebre de la tiranía y otra bajo la burocracia
de la libertad, sin duda estarán de acuerdo con
el historiador Paul Preston, que sostiene que
ésa, entre otras, es la prueba de que el general
Franco tenía al menos parte de razón cuando dijo
que lo dejaba todo "atado y bien atado" para
después de su muerte.
Lo
cierto es que el mundo ha cambiado mucho,
pero en algunas cosas sólo para que las mismas
injusticias se puedan medir con aparatos más
sofisticados... y seguir sin repararse. No deja
de ser tremendo que en pleno siglo XXI se pueda
entrar en Internet y usar Google Maps para ver
fosas comunes como la del cementerio de San
Rafael, en Málaga, de la que ya se han sacado
muchos de los entre 4.000 y 5.000 cuerpos que se
calcula que están allí sepultados.
El
camino de quienes intentan recuperar los restos
de los suyos ha sido largo y solitario, y aún
hoy tiene más curvas que rectas, puesto que las
trabas legales que dificultan cualquier
iniciativa al respecto son interminables y
porque la ayuda oficial que han recibido por
parte de los diferentes Gobiernos de la
democracia ha sido más pequeña cuanto más grande
era la polémica que se creaba cada vez que se
ponía el tema sobre la mesa, con lo que al final
siempre han estado solos, en una zona de nadie
situada entre los que se oponen ferozmente a las
exhumaciones y los que tienen miedo de esa
ferocidad. "La memoria, malla a malla, / me
cubre armando su mundo", dice en uno de sus
poemas Jorge Guillén, y mucha gente se ha debido
de sentir así en nuestro país, atrapada en la
red de las preguntas sin respuesta y los
derechos vulnerados, al margen de la normalidad
democrática que disfrutaban los otros. La última
decepción, que fue muy dolorosa porque había
levantado enormes expectativas, se produjo
cuando el juez Garzón, que, entre otras cosas,
les quería dar a las atrocidades del franquismo
la categoría de crímenes contra la humanidad, un
grado que evita que los delitos prescriban o
sean amnistiados, fue sometido a una presión tan
asfixiante a izquierda y derecha, tanto por
parte del fiscal general del Estado como de la
sección más conservadora del Poder Judicial, que
se vio obligado a inhibirse de la investigación
en favor de los juzgados territoriales de los
lugares en los que se encuentran algunas de las
fosas conocidas, para que ellos decidan si
siguen adelante o no.
Será
difícil que la mayor parte lo haga, porque dar
ese paso los alejaría de la Audiencia Nacional,
que se ha declarado incompetente en ese asunto y
cuyos magistrados se han opuesto por mayoría a
que se indaguen aquellos sucesos al detener la
causa con una sentencia del Tribunal Supremo. Su
decisión habrá alegrado, sin duda, a quienes
encierran la historia de la represión en un
círculo paradójico, cuyo argumento de que sacar
a un republicano de una fosa común es un desafío
a la convivencia democrática, se parece bastante
al que se utilizaba para enterrarlos en ellas,
acusándolos de "auxilio a la rebelión".
Detrás de los familiares, sin embargo, no
está el vacío, a pesar de los muchos huecos que
deja la controvertida Ley de Memoria Histórica,
en la que se dice que "el Estado ayudará a la
localización, identificación y eventual
exhumación de las víctimas de la represión",
algo que en la práctica no ha ocurrido ni parece
que vaya a ocurrir tras aprobar el Gobierno, en
diciembre de 2008, la creación de una Oficina
para las Víctimas de la Guerra Civil y la
Dictadura, que realizará un mapa de las fosas
existentes y promoverá "la cooperación
institucional en los desenterramientos". Son
compromisos ligeros, promesas que ofrecen, como
mucho, todo lo que pueden dar de sí palabras
como "ayuda" o "cooperación".
Partiendo de esa base, el borrador que ha
presentado el Gobierno concluye que los
familiares de las víctimas llevarán a cabo las
exhumaciones "con sus propios medios o con los
que se aporten mediante la suscripción de los
correspondientes convenios o contratos" y, en
realidad, se desentiende del asunto al comunicar
que para poder realizarlas "será necesaria la
autorización de la Comunidad Autónoma
correspondiente y de los órganos de gobierno de
la entidad local donde se ubiquen los restos".
Es
decir, que la apertura o no de una fosa de la
Guerra Civil dependerá del dinero de los
particulares y del criterio de cada
Administración autonómica. El Gobierno
contribuye a la tarea, desde hace dos años, con
una subvención testimonial de 120.000 euros
anuales.
Por
fortuna para los afectados, esos huecos los
llenan, hasta donde pueden, organizaciones como
la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica, que son las que se han encargado de
las exhumaciones. Tal vez, la diferencia es que
la gente que las dirige no trata ese drama sólo
como un asunto político, sino en primer lugar
como una tragedia humana, lo cual parece más que
coherente, dado el tiempo transcurrido. Lo raro
es lo contrario, interpretar la rehabilitación
de las víctimas como un ajuste de cuentas o como
una provocación y llegar a decir, tal y como se
ha hecho desde el rincón más reaccionario de
nuestra sociedad, que sacar a un familiar de una
fosa común para darle una tumba digna es querer
ganar la Guerra Civil a los 70 años de haberla
perdido. Un puro disparate que, eso sí, tiene
una vez más como coartada la Transición, puesto
que quienes lo mantienen han acusado a los
defensores de la memoria histórica de "querer
establecer la legitimidad democrática en 1931,
en lugar de en 1978".
Tal
vez lo que ocurre es que, como ha dicho en
alguna ocasión uno de los miembros del Tribunal
Supremo, José Antonio Martín Pallín, para
algunos, "la legalidad emanada del franquismo se
considera igual a la emanada de un Parlamento
democrático". Algunas personas aún sienten miedo
cuando se producen estos debates, seguramente
porque piensan que si los viejos antagonismos se
reavivan con tanta facilidad es porque la
hoguera nunca se ha llegado a apagar del todo y
podría volver a quemarnos.
Mientras en España unos hablan del futuro como
único antídoto del pasado y otros intentan
explicarles que la manera de avanzar en la
historia es pasar página, pero no arrancarla,
Amnistía Internacional (AI) ha realizado varios
informes en los que se pregunta por qué España
intervino judicialmente en los casos de las
dictaduras chilena y argentina, pidiendo la
extradición de Augusto Pinochet o condenando al
ex militar argentino Adolfo Scilingo por
crímenes de lesa humanidad, y sin embargo "no ha
sido capaz de ofrecer verdad, justicia y
reparación para las víctimas de su propio país
durante la Guerra Civil y el régimen
franquista", lo que hace evidente la
originalidad macabra de nuestro país, "que es el
único caso donde no se ha avanzado prácticamente
nada 70 años después de la Guerra Civil".
Los
tres jueces de la Sala de lo Penal de la
Audiencia Nacional que apoyaban a Garzón
consideran que el magistrado perseguía "crímenes
contra la humanidad" y actos de "violencia
política institucionalizada y terrorismo de
Estado" que fueron "acciones militares y
paramilitares dirigidas contra la población
civil, ataques, represalias y actos de violencia
cuya finalidad principal fuera atemorizarla", y
que, por tanto, constituyen hechos que se
encontrarían "en permanente estado de
consumación, según el derecho internacional y el
derecho interno", por lo que la Audiencia
Nacional sí podría haberse declarado competente
para investigarlos y por lo cual ahora podría
perseguirlos cualquier otro país.
De
momento, la justicia española
ha propiciado una victoria en toda regla de
aquellos "legisladores del olvido" a quienes
Juan Gelman lanza la acusación tremenda de
"promover la continuidad civil, bajo otras
formas, del pensamiento militar". Un pensamiento
que en la cuestión que estamos tratando, y en lo
que se refiere a aquel ejército sedicioso de
1936 y a los grupos como Falange que le
acompañaron en su campaña de exterminio, no
necesita palabras para ser explicado, porque
basta con los números que le ponen al desastre
las casi 140.000 personas cuyos nombres le
fueron entregados al juez Garzón y que son la
suma de las 4.000 que fueron enterradas junto al
cementerio de Mérida; más las 2.000 que se
calcula que están en el de la Almudena, en
Madrid; las 1.600 del de Oviedo; las 6.000 de
los campos granadinos de Órgiva y Víznar, donde
está Federico García Lorca; las al menos 2.000
de Badajoz y las 15.000 de toda Extremadura; las
4.000 o 5.000 de Málaga; las más de 1.000 de
Teruel; las casi 12.000 que fueron exterminadas
en Córdoba; las cerca de 15.000 en toda
Galicia...
Y así
hasta completar la escalofriante cifra del
dolor, que, por otra parte, siempre será
aproximada, puesto que las dimensiones de aquel
espanto son incalculables y, sobre todo,
indemostrables, porque no existe forma de
encontrar a muchos, por ejemplo, a los que
fueron arrojados al mar en las islas Canarias y
en otros muchos lugares, atados de pies y manos
y con un peso amarrado con una soga al cuello.
En un debate televisivo con el comunista
Santiago Carrillo, el fundador del Partido
Popular y antiguo ministro de la dictadura,
Manuel Fraga, dio un ejemplo, cercano a la
parodia, de esa mentalidad castrense de algunos
civiles a la que se refería Gelman, al oponerse
de forma tajante a la apertura de las fosas con
un razonamiento que pareció una orden: "Hay que
recordar lo que hay que recordar; y lo demás,
olvidarlo". El problema del verbo olvidar es que
es lo contrario del verbo saber. El último de
los manifiestos hechos públicos por AI, en
noviembre de 2008, llevaba un título muy
explícito: Para
pasar página, primero hay que leerla.
La
Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica se inició como una aventura personal
cuando el periodista Emilio Silva se decidió a
reunir a un grupo de arqueólogos forenses para
exhumar los restos de su abuelo, un militante de
Izquierda Republicana que había sido asesinado y
enterrado, junto a otros compañeros, en un
pueblo de León. Después, se ha transformado en
la principal organización destinada a canalizar
las reclamaciones de miles de familias que
también quieren recuperar a los suyos. En sus
nueve años de existencia, y gracias al trabajo
de los voluntarios que realizan las
excavaciones, la ARMH ha recuperado los huesos
de unas 4.000 personas, pero no sólo eso:
también ha sacado a la luz sus historias, que
vistas de una en una le dan una dimensión
distinta a la tragedia y que al pormenorizarse
se salvan del peligro que toda generalización
conlleva, que es el de reducir cada odisea
personal a un simple tanto por ciento del drama
colectivo.
Una
metáfora emocionante
de la intensidad de los sentimientos de tantas
personas afectadas por las calamidades de la
Guerra Civil y la dictadura fue la decisión de
Modesta, la abuela de Emilio Silva, que antes de
morir mandó que grabaran en la lápida de su
sepultura el nombre de su marido para que lo
llevasen con ella cuando lo encontraran.
Otros
tuvieron, dentro de lo que cabe, más suerte,
como Obdulia Granada, superviviente de un paseo
llevado a cabo por una banda de falangistas,
comandada por un canalla apodado el 501 por el
número de ciudadanos que había asesinado en la
zona, que una madrugada de octubre de 1936 mató
en Candeleda, Ávila, a tres mujeres: Virtudes de
la Puente, de 53 años; Valeriana Granada, de 26,
y Pilar Espinosa, de 43, la madre de Obdulia.
Una de ellas, acusada de ser protestante, y
otra, de leer El Socialista. En el camión
en el que las metieron también iban Obdulia -que
entonces contaba 14 años- y la hija de
Valeriana, embarazada de dos meses, Heliodora,
que tenía 2 años.
Mientras los arqueólogos de la ARMH recuperaban
los restos de las tres mujeres, Obdulia
recordaba aquel día horrible, contaba que algo
hizo cambiar de opinión a los bandidos, que de
pronto ordenaron parar el vehículo y las
mandaron a ella y a Heliodora de vuelta a casa.
Las tres mujeres fueron fusiladas y a Valeriana
le abrieron el vientre, le arrancaron el feto y
la rellenaron de hierbas. Los cuerpos quedaron a
la intemperie, para que sirvieran de escarmiento
a sus vecinos. Uno de ellos, el que se atrevió a
enterrarlos y a poner sobre la fosa una piedra
que sirviese de señal, murió una semana después
a causa de la depresión insufrible en que lo
había sumido aquel espectáculo macabro. Obdulia
y Heliodora pudieron, al menos, recuperar los
huesos de sus madres y depositarlos en un lugar
decente.
Un buen
ejemplo de la distancia que hay entre la
frialdad de las decisiones políticas y los
sentimientos de los damnificados por el olvido,
lo simboliza el caso del Valle de los Caídos,
que era una de las tumbas que mandaba abrir el
juez Garzón en sus primeras diligencias y en la
que se estima que casi la mitad de los alrededor
de 50.000 cuerpos que acoge son republicanos
robados de sus tumbas furtivas por los
vencedores, que así los mancillaron dos veces.
Mirándolo de una manera global, la orden de
sacarlos de la cripta del monumento les pareció
a muchos una provocación. Pero si lo miras de
forma individualizada se convierte en otra cosa,
porque entonces conoces, por ejemplo, la
historia de seis hombres y una mujer
secuestrados por los falangistas en Pajares de
Adaja (Ávila), asesinados en el pueblo de
Aldeaseca, arrojados a un pozo por un vecino al
que los pistoleros obligaron a hacer desaparecer
los cadáveres, y cuyos cuerpos fueros sacados de
allí en secreto, 23 años más tarde, para ayudar
a llenar con ellos la fosa del Valle de los
Caídos, para la cual la dictadura no contaba con
suficientes muertos. Las familias estuvieron
décadas sin saber hasta qué punto serían ciertos
los rumores que hablaban del traslado al Valle
de los Caídos, y sólo supieron la verdad cuando
el pozo fue sondeado y allí sólo aparecieron un
cráneo, algunas piezas dentales y el dedal de la
mujer ajusticiada aquella noche sanguinaria de
1936.
El
dictador no había podido
llenar su monumento fúnebre con las víctimas de
su bando, como pretendía, porque al acabar el
mausoleo, a los 20 años de haber empezado a
construirlo, la gran mayoría de las viudas de
combatientes franquistas que fueron preguntadas
se negó a autorizar la exhumación y el traslado
de los restos de sus maridos. El problema fue
resuelto cuando el Ministerio de la Gobernación
pidió su colaboración a numerosos ayuntamientos
de toda España y muchos municipios contestaron
que no podían disponer de muertos franquistas,
pero sí de los que estaban en las "fosas del
ejército rojo". El hijo de uno de aquellos siete
fusilados en Aldeaseca jura que no descansará
"hasta llevarme a mi padre y a sus seis
compañeros de vuelta a casa". El porqué de esa
determinación lo explica el nieto de otro
soldado republicano, llamado Joan Colom, que
murió de tifus en una prisión de Lérida y cuya
viuda siempre creyó que estaba enterrado en una
fosa común en el cementerio de la ciudad, por lo
que ella y sus hijos iban allí a menudo a
llevarle flores. Sus descendientes dicen que "no
se resignan a dejarle en ese lugar siniestro".
Afirman que a su abuela "le hubiera revuelto el
estómago saber que su marido está enterrado al
lado de su verdugo", y se apoyan en un silogismo
difícil de desmontar: "Si el dictador pudo
profanar tumbas y robar cadáveres, ¿por qué no
vamos a poder nosotros, en plena democracia,
recuperar su cuerpo y enterrarlo con sus seres
queridos?".
Mientras la respuesta a esas preguntas
llega, el tiempo pasa, y poco a poco los
familiares de los represaliados van
desapareciendo sin ver cumplida su sed de
justicia. Por eso la ARMH y otras organizaciones
como el Foro por la Memoria continúan su trabajo
en toda España e intentan saldar esa cuenta
pendiente que la democracia tiene con muchas
víctimas de la dictadura, con las cuales los
diferentes Gobiernos que han dirigido el país
desde 1977 se han comportado con una cicatería
que, por poner un ejemplo ofensivo, sería
impensable si estuviéramos hablando de víctimas
del terrorismo de ETA.
Otros
prefieren el negacionismo, se esfuerzan por
poner el marcador de la muerte a cero y
pretenden desacreditar cualquier intento de
enjuiciar e incluso de estudiar las atrocidades
del franquismo. Cuando publiqué mi novela
Mala gente que camina, cuyo tema es el
secuestro de niños por parte de los vencedores
de la Guerra Civil, algún periódico tituló su
información de esta manera: Prado novela en
su última obra un supuesto robo de niños a
presas republicanas. Según los últimos
estudios, esos niños pudieron ser casi 30.000, e
identificarlos era otra de las misiones que
perseguía la causa abierta por el juez Baltasar
Garzón. Pero, naturalmente, la Audiencia
Nacional también se ha declarado incompetente
para realizar esas pesquisas. Pura magia negra,
la de esos magos del olvido que, con sólo
lavarse las manos, pueden hacer invisibles a
miles de mártires de la barbarie.