Cuando
en el año 2006 publiqué mi novela Mala gente
que camina, cuyo tema central es el de los
niños robados por la dictadura a los vencidos de
la Guerra Civil, muchos pensaron que la historia
que contaba era inventada, o al menos que había
exagerado las dimensiones de aquella tragedia.
Ahora, la causa contra el franquismo iniciada
por el juez Baltasar Garzón y abatida por el
fuego amigo y enemigo del Gobierno y de los
magistrados conservadores de la Audiencia
Nacional les ha puesto un número a esos
secuestros, al hablar de más de 30.000 niños
segregados de sus familias y dados en adopción a
personas afectas al Régimen o internados en
centros del Auxilio Social, hospicios, conventos
o seminarios, en donde se los reeducaba según
los ideales del fantasmagórico Movimiento
Nacional.
Como se
ve, lo que se contaba en aquel libro era una
recreación de la verdad, no un invento, ni mucho
menos una suposición, pero esa certeza nos lleva
a una pregunta que hoy día, tras más de 30 años
de democracia, resulta hiriente: ¿cómo es
posible que un drama de semejantes dimensiones
se haya mantenido oculto tanto tiempo y que, aún
hoy, se dificulte o prohíba su investigación
desde las alturas del Estado de derecho? Tal vez
sea porque esas alturas siempre están cubiertas
por la nieve incontestable de la Transición, que
con tanta eficacia decora, idealiza y cubre todo
lo que está debajo de ella.
Garzón,
que ha intentado salvar parte de su proceso
inhibiéndose de él en favor de las salas de
instrucción territoriales de toda España, ha
remitido también la investigación sobre los
niños perdidos a los juzgados decanos de
Barcelona, Burgos, Valencia, Vizcaya, Madrid,
Málaga y Zaragoza, que tendrán que decidir si
los delitos que se pretende perseguir, y que el
auto califica de "desapariciones legalizadas",
son crímenes contra la humanidad, lo cual
impediría que pudiesen prescribir. El juez sabe
bien lo que dice y cómo decirlo, porque esa
palabra, "legalizadas", es el centro del
problema.
Los
golpistas de 1936 no sólo pretendían exterminar
a sus rivales, como demuestran las más de
150.000 personas enterradas en las fosas comunes
que el Tribunal Supremo le impide abrir a
Garzón, sino también erradicar su ideología.
Para conseguirlo, pensaron en quitarles a los
republicanos sus hijos para poder sembrar en
ellos la doctrina nacionalsindicalista y el odio
a las ideas de sus familiares. En esa ciénaga
moral hicieron fortuna personajes como el
militar y psiquiatra Antonio Vallejo Nájera, que
había explicado en sus absurdos libros una
teoría según la cual el marxismo es una
enfermedad mental y contagiosa, por lo cual era
necesario separar el grano de la paja, como les
gustaba decir a los heraldos negros del Régimen.
Cuando los hospicios del Auxilio Social, la
organización caritativa fundada por Mercedes
Sanz Bachiller, viuda del líder falangista
Onésimo Redondo, se llenaron de huérfanos o
hijos de presos, y las cárceles acogieron a
cientos de mujeres embarazadas o con menores a
su cargo, los ladrones de niños tuvieron lugares
de sobra donde escoger su botín. Para que el
asunto se revistiese de esa legitimidad de la
que habla Garzón, al poco de acabar la guerra
Franco dictó dos leyes, según las cuales la
patria potestad de todos los niños que entraban
en el Auxilio Social pasaba a manos del Estado,
que de esa manera podía cambiarles el nombre y
entregarlos a quien quisiese. A otros se los
llevaban recién nacidos, horas antes de fusilar
a sus madres, de centros como la Prisión de
Madres Lactantes de Madrid, que habían montado
junto al río Manzanares. Y a muchos los fue a
raptar al extranjero el Servicio Exterior de la
Falange, a menudo, a los campos de concentración
donde habían ido a parar los exiliados. Según
datos recopilados por el historiador Ricard
Vinyes, de 32.037 niños enviados por sus padres
al exterior fueron repatriados 20.266.
Con los
años se han ido reuniendo numerosos testimonios
de los supervivientes de aquel horror, unos
esbozados en libros pioneros como los de la
militante comunista Tomasa Cuevas, y otros
debidos al trabajo de historiadores como Miguel
Ángel Rodríguez Arias, reciente autor de El
caso de los niños perdidos del franquismo:
crimen contra la humanidad, o el propio
Vinyes, que ha asesorado a Garzón y que fue el
inspirador del documental Los niños perdidos
del franquismo, realizado por Montse
Armengou y Ricard Bellis, que puso sobre la mesa
ese espanto que sigue entre nosotros, porque
como señala Garzón, "las víctimas (los hijos y
algunos progenitores) podrían estar vivas".
¿Cuántas personas de este país no son quienes
creen ser ni vienen de donde creen venir? Según
los datos que obran en el sumario, la cifra de
hijos de presas tutelados por el Estado llegó en
1955 a casi 31.000, tal y como le comunicó al
propio Franco el Patronato Central de Nuestra
Señora de la Merced para la Redención de Penas.
Algunas víctimas recuerdan haber sido entregadas
en adopción y devueltas por quienes se los
habían llevado hasta cuatro veces, y haber
tenido, por tanto, cuatro apellidos diferentes.
Y en un documento interno de Auxilio Social se
reconoce que el asunto se les está yendo de las
manos, porque muchos no se llevan a los niños
para criarlos como hijos, sino para trabajar en
sus tierras o sus casas prácticamente como
esclavos.
La
Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica le ha pedido a Garzón que ordene de
inmediato que se hagan pruebas de ADN a las
víctimas, alegando su edad, porque esa urgencia
justificaría que se ocupase del asunto la
Audiencia Nacional, y argumenta que aunque la
Sala de lo Penal declaró que Garzón no es
competente para investigar el genocidio
franquista, dejó abierta la puerta a la
realización de pruebas inaplazables para
averiguar el delito. Para demostrar que el
tiempo se acaba, la ARMH recuerda a dos mujeres,
Emilia Girón y Marina Álvarez, que murieron el
año pasado sin llegar a encontrar a su hijo y a
su hermana, y pide que se evite que eso ocurra
en otros casos, los de Agustina Gómez, de 100
años, Julia Manzanal, de 93, y los hermanos José
y María Setefilla Sánchez, de 75 y 73, que
también buscan a sus familiares. Además,
consideran clave el testimonio de Trinidad
Gallego, de 95 años, que ejerció de matrona en
varios penales, por lo que puede dar fe de cómo
los niños eran robados a sus madres.
Será
difícil que la iniciativa prospere, porque
nuestro país se ha acostumbrado a considerar el
abandono que sufren muchos represaliados por la
dictadura una especie de mal necesario, cuando
no a verlos a ellos como una presencia molesta
que enturbia la imagen luminosa que la admirable
democracia española quiere dar de sí misma, y
olvidando en ocasiones que su meta no es parecer
infalible, sino ser justa. ¿Seré yo una niña o
un niño robado a mis padres por la dictadura?
Esa pregunta se la podrían hacer muchas personas
que tal vez sospechen de su pasado, hoy mismo,
mientras se arreglan frente al espejo, y no es
bueno que su país no quiera responderles.
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Benjamín Prado
es escritor.