Ruano,
militante del Frente de Liberación
Popular, murió al ser tiroteado y
posteriormente defenestrado desde un
séptimo piso por los policías que,
tras dos días de interrogatorios y
torturas, le habían conducido,
esposado, a realizar un registro en
la madrileña calle Príncipe de
Vergara. Los hechos son de sobra
conocidos y fueron oportunamente
evocados por El Plural al dar cuenta
del homenaje celebrado con motivo
del 40 aniversario de su muerte. Aún
así, no está de más recordar que el
único delito del joven Ruano fue su
militancia anti-franquista.
Un crimen impune
Como también hay que insistir en que
su muerte fue uno de los crímenes
más repugnantes del franquismo.
Entre otras razones porque se quiso
ocultar bajo la máscara de un
presunto “suicidio” que exculpara a
los miembros de la Brigada Político
Social implicados en los hechos. La
teoría se desmontó cuando, a
instancias de la familia, se reabrió
el sumario en 1994. Sin embargo, la
ocultación de pruebas llevada a cabo
por las autoridades franquistas hizo
imposible la condena de los policías
al no poder identificar al autor del
disparo.
Entre mentiras y
difamaciones
La campaña con que se quiso encubrir
el asesinato, tejida a base de
mentiras y difamaciones, contaba con
un trágico antecedente. Un episodio
que, como en el caso de Ruano, había
sido orquestado por el entonces
ministro de Información, Manuel
Fraga Iribarne, y difundido por
aquellos diarios que, como ABC,
quisieron evidenciar con ello su
voluntad de servicio a la dictadura.
El caso Grimau
Sucedió en 1962, cuando Julián
Grimau, dirigente del clandestino
PC, fue detenido por sus actividades
como miembro de la administración
republicana durante la Guerra Civil.
Conducido a la Dirección General de
Seguridad, según el relato de sus
torturadores, durante un
interrogatorio se subió a una silla,
abrió una ventana y se arrojó por
ella. Mal podía hacerlo esposado
como estaba, pero esa fue la versión
de los hechos que, desde el
Ministerio y con la complicidad de
los medios afines al Régimen, se
quiso difundir.
Una sentencia escrita de
antemano
Grimau no murió. Solo sufrió
fracturas en la frente y las
muñecas, lesiones que demostraron
que estaba esposado en el momento de
ser defenestrado. Pero de poco le
sirvió salvar la vida. Meses
después, tras un juicio sentenciado
de antemano, fue condenado y
fusilado, al tiempo que se daba
garrote vil a los anarquistas
Francisco Granados y Joaquín
Delgado. Unas ejecuciones que no
pudo detener la unánime protesta de
los gobiernos occidentales ni las
súplicas (¡en la católica España de
Franco!) del entonces cardenal
Montini, futuro Pablo VI, ni del
mismo Papa Juan XXIII.
La labor del T.O.P.
Ciertamente ambas muertes
no pasaron desapercibidas para la
opinión pública. En el caso de Ruano
la noticia del asesinato corrió como
la pólvora en los ambientes
universitarios. Un ámbito que, junto
con el mundo obrero, fue el crisol
donde cristalizó la oposición
antifranquista. De su virulencia
habla por si sola la creación, en
1963, del Tribunal de Orden Público
(TOP) con el fin exclusivo de
reprimir a obreros y estudiantes y
que, a lo largo de casi catorce años
de funcionamiento, logró encausar y
condenar a miles de ciudadanos.
La universidad en pie de
guerra
La historia de la Universidad
española en los años sesenta es la
historia de la lucha por las
libertades democráticas. Hechos como
el nacimiento, en 1964, de la Unión
de Estudiantes Demócratas (UED) o
del Sindicato Democrático de
Estudiantes en 1966; nombres como
los de los profesores Aranguren,
García Calvo, Montero Díaz, Tierno
Galván o Manuel Sacristán, entre
otros, apartados de sus cátedras por
apoyar las protestas estudiantiles
contra de la dictadura, o el
histórico asalto al rectorado de la
Universidad de Barcelona, solo tres
días antes de la muerte de Ruano,
explican sobradamente la impecable
lección que, a favor de la
democracia, la libertad y la
justicia, se impartió en la
Universidad española en aquellos
años.
La implantación del Estado
de Excepción
Las manifestaciones, asambleas,
encierros, sentadas… clamando por
las libertades democráticas se
intensificaron aún más desde aquel
fatídico 20 de enero de 1969. Tras
la muerte de Ruano, la alteración
fue tal que más de 700 estudiantes
fueron detenidos; varios profesores
apartados de sus cátedras, y se
impuso el Estado de Excepción en
todo el país.
Un cruento principio del fin
Ello no fue obstáculo para que la
dictadura continuara su cruenta
carrera represiva. Las ejecuciones
de Salvador Puig Antich y de Heinz
Chez en 1974 o las de varios
militantes de ETA y del FRAP el 25
de septiembre de 1975, apenas dos
meses antes de la muerte del
dictador (a quien, según asegura su
hija, no le importaba que le
calificaran de tal), demuestran que
en los años sesenta la dictadura
—que había reinstaurado la pena de
muerte abolida por la República en
1932 por considerar que su abolición
era incompatible con el buen
funcionamiento del Estado —siguió
ejerciendo un poder represivo e
impune.
De “dictablanda”, nada
Mienten, pues, quienes defienden
que, en sus últimos años, la
dictadura se convirtió en una “dictablanda”.
Por el contrario, sabiéndose herida
de muerte, actuó como la fiera que
era, y murió matando.
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María Pilar Queralt del Hierro
es historiadora y escritora