"Recuerdo aquel pueblo en un valle de
Guadalajara, Gajanejos. Los bombardeos acabaron
con él, lo redujeron a escombros y sólo quedó la
pared calcinada de una iglesia y el púlpito
convertido en un amasijo de hierros". Juan
Matías Marhuenda Contrí (Orba, 1920) hace una
pausa para sorber su café con lentitud y después
continúa arrancándole a su memoria de 88 años
más imágenes: la de aquellos milicianos jóvenes
abatidos por la metralla que jamás regresaron,
la de los Junker alemanes que atronaban en el
cielo, la de las estepas yermas de Teruel y
Guadalajara abrasadas por el frío, la de los
soldados de Franco oteando desde la trinchera al
otro lado del valle, la del hambre. Marhuenda le
pone imagen hasta al hambre: "Pasamos mucha. Y
usted no sabe lo que es morirse de hambre. Nadie
puede saberlo ahora".
Con
poco más de 16 años, participó en la Guerra
Civil enrolado en el batallón republicano
Alicante Rojo, del que hoy es de los últimos
supervivientes: "Estaba un sargento, Antonio, al
que nosotros llamábamos el sargento Toni, que
vivía en Ondara, pero hace dos años que no lo
veo; debo preguntar por él". El nombre de ese
batallón de las Juventudes Socialistas ha sido
ahora rescatado del olvido tras la decisión del
Ayuntamiento de Benissa de localizar y rescatar
los restos de diez milicianos de esa población
que perecieron en una batalla contra las tropas
italianas a finales de 1936, precisamente en
Gajanejos. Marhuenda estuvo a punto de compartir
esa muerte, pero el destino se opuso: "Yo
también fui al bar de Gata donde ellos esperaban
para ir al frente, pero entonces llegó mi madre
llorando en un taxi y aunque me escondí en la
leñera, al final me volví con ella a casa".
Su
padre había muerto en 1935. La familia tenía
dificultades económicas. Marhuenda se quedó en
su hogar de Orba unos meses, pero deseaba luchar
y a principios de 1937 se enroló en el batallón
Álvarez Vayo y partió al frente de Teruel, donde
comprobó los estragos de la aviación alemana.
Meses después, un decreto que instaba a los
hijos de las viudas a dejar el frente le obligó
a regresar a Orba, pero allí duró poco: cuando
un vecino del batallón Alicante Rojo terminó su
permiso, Marhuenda se fue con él en secreto.
Así, en diciembre de 1937 llegó a Guadalajara.
Allí
combatió en Gajanejos: "Pasaba de un bando a
otro, la conquistaban los fascistas, luego
nosotros, luego otra vez ellos...". Allí oyó la
triste historia de los diez milicianos de
Benissa abatidos un año antes, vio el lugar
donde hoy aún están sepultados y escuchó la
epopeya del undécimo miliciano, que logró
salvarse después de que los italianos, que
aplastaron su cabeza a pedradas, le dieran por
muerto. "Hasta hace pocos años aún le veía por
los pueblos", afirma.
En
Guadalajara soportó el frío de las guardias
nocturnas, se alborozó con la reconquista
republicana de Teruel -"donde por las calles
volaban los billetes que había dejado el
ejército de Franco al retirarse"-, integró un
grupo de minas que tenía como objeto volar
tanques y acabó enfermo en un hospital donde le
sorprendió el fin de la guerra. "Destruimos
nuestros documentos políticos y aún salían
cenizas por las ventanas cuando entraron los
fascistas y los guardias civiles". Uno de estos
últimos era un antiguo sargento republicano que
"supo cambiarse a tiempo de bando".
Después, la prisión. Detenido en Orba, viajó de
Dénia a Riba-roja en un tren de ganado "que
apestaba a estiércol", marchó a pie de Llíria a
Bétera bajo un calor terrible con los pies
plagados de ampollas y acabó encarcelado en un
antiguo sanatorio de Portaceli. "Nos esquilaron
como ovejas y nos lo robaron todo". Un trato
cruel: "Cuando desde casa nos mandaban paquetes
de comida, los abrían delante de nosotros y
luego los quemaban porque nos decían que allí no
se pasaba hambre. Y apenas nos daban caldo con
aceite de rancho, algún garbanzo y una hoja de
remolacha, así que era terrible reconocer el
olor de la sobrasada entre las cenizas".
Liberado por un jefe de la Falange de Orba, pagó
caro su pasado miliciano: "Tres alcaldes nos
obligaron a realizar trabajos forzados hasta
acabar agotados". Durante las siguientes
décadas, hizo de todo: fue hojalatero, abrió un
taller de bicicletas y un bar. Hoy es un
apasionado de los Volkswagen escarabajo
(tiene 4 y participa en encuentros por toda
España conduciendo él mismo durante kilómetros)
y en el pueblo le quieren: "Los descendientes de
aquellos que tanta manía me tenían por rojo me
respetan". Por eso, Marhuenda transmite la
vitalidad de quien ha sobrevivido a la crueldad
de los hombres: "A mis 88 años, jamás pienso en
la muerte. Pienso que voy a vivir siempre.
Siempre".