Los
Gobiernos que han desarrollado políticas
públicas de memoria -pero también buena parte de
instituciones y movimientos memoriales- han
promovido un modelo canónico fundado y sostenido
en un principio imperativo, el deber de memoria,
el imperativo de memoria. Un modelo del cual
derivan al menos dos consecuencias. Primera, el
establecimiento de un relato transmisible único,
impermeable en su lógica interna, cartesiano,
que el ciudadano tiene el supuesto deber moral
de saber y transmitir de manera idéntica a como
lo ha recibido, una forma de transmisión propia
de cualquier confesión religiosa.
La
segunda consecuencia de ese imperativo moral
consiste en establecer el daño y sufrimiento
generados en el individuo como el activo
esencial de la memoria transmisible, su capital
y su guión. Sin embargo, el dolor, el
sufrimiento, no es un valor, es una experiencia.
El dolor causado por el terror de Estado forma
parte de la experiencia histórica de los
procesos de democratización, y debe ser conocido
por la vulneración que significa de los derechos
a las personas. Pero situar el dolor generado
por el terror de Estado y las dictaduras en el
centro de una política pública de memoria
conlleva un corolario preocupante: la
constitución del sufrimiento en un principio de
autoridad sustitutivo de la razón. ¿Deberíamos
llamarlo biologismo memorial?
Además,
resulta un magnífico instrumento de pacificación
para los conflictos entre memorias, puesto que
situar en el centro del discurso el sujeto
víctima, permite agitar la doctrina de los dos
demonios, ahora llamada también "memoria
completa", para finalmente practicar la
impunidad equitativa, prescindiendo de toda
causalidad histórica en una suerte de
positivismo del dolor y el daño. Por poner un
ejemplo, eso es lo que instaura el capítulo 4 de
la Ley de Memoria Histórica al establecer el
certificado de víctima. El presidente del
Gobierno sintetizó maravillosamente bien, en
sede parlamentaria, la utilidad de la víctima:
"Recordemos a las víctimas, permitamos que
recuperen los derechos que no han tenido y
arrojemos al olvido a aquellos que promovieron
esa tragedia en nuestro país". ¿Cabe preguntarse
de qué derechos fueron privados los miembros de
la Brigada Político Social? ¿Tendrá Melitón
Manzanas su certificado? Al fin y al cabo fue
asesinado por poner en práctica sus ideas.
Considerar la memoria como un deber moral, o
considerar el olvido como un imperativo político
y civil -como a menudo se nos repite
impúdicamente hasta el cansancio- genera un
elemento de coerción, pero sobre todo crea un
dilema al plantear la opción entre olvido y
recuerdo: ¿Es preciso recordar, o es preciso
olvidar?
Lo
preocupante de ese dilema es que reduce la
cuestión a una opción estrictamente individual,
y en consecuencia exime de responsabilidad a la
Administración, porque la decisión -de olvidar,
o de recordar, no importa- queda reducida a la
más estricta intimidad por lo que no puede haber
actuación pública, tan sólo inhibición. En
conclusión, la mejor política pública es la que
no existe, una sentencia repetida con arrogancia
en los últimos años, precisamente cuando ha
aparecido el reclamo de esa política.
Ahora
bien, el esfuerzo de una parte de la ciudadanía
para conseguir relaciones sociales equitativas y
democráticas, los valores de esos procesos de
democratización, la práctica violenta de las
dictaduras y el terror del Estado para
impedirlos, constituyen un patrimonio, el
patrimonio ético de la sociedad democrática. El
reconocimiento de ese patrimonio y la demanda de
transmisión del mismo instituye la memoria
democrática, y la constituye en un derecho civil
que funda un ámbito de responsabilidad política
en el Gobierno: garantizar a los ciudadanos el
ejercicio de ese derecho con una política
pública de la memoria, no instaurando una
memoria pública. La primera, la política
pública, debe ser garantista, proteger un
derecho y estimular su ejercicio. La segunda, la
memoria pública, se construye en el debate
político, social y cultural que produce la
sociedad en cada coyuntura, y una de las
funciones de la política pública es garantizar
el acceso de la ciudadanía a la confección de la
memoria pública.
Ese
derecho civil no está circunscrito a la
posibilidad de leer libros espléndidos escritos
por nuestros intelectuales desde distintas ramas
del saber, ni se limita al conocimiento
histórico que se introduce a las escuelas, si
bien ambos son sin duda necesarios. Lo que
requiere es situar en el espacio público la
presencia y el ejercicio de ese derecho,
explicitarlo y regularlo, estableciendo como
norma primera que hay una línea infranqueable,
la que separa democracia y franquismo,
democracia y dictadura. Pero ésa es una frontera
que a menudo el Estado democrático no ha
respetado, creando un modelo de impunidad
propio, derivado del particular trayecto
cronológico, del ordenamiento jurídico
procedente de la amnistía de 1977 y de la
evolución política, social y cultural del país,
que han vinculado la expresión impunidad a la
negativa del Estado de destruir jurídica y
políticamente la vigencia legal de los consejos
de guerra y sentencias emitidas por los
tribunales especiales de la dictadura, además de
establecer el criterio de equiparación moral
entre sublevados y leales a la Constitución de
1931, o entre servidores y colaboradores de la
dictadura con los opositores a ella. Es así que
el reclamo contra la impunidad en España
observamos que está desprovisto de vocación o
voluntad jurídica, y sí tiene en cambio un
esencial, conflictivo e incómodo contenido
ético-político. Una incomodidad que ha impedido
la elaboración de una política pública de
reparación integral, memorial y social, puesto
que en realidad tan sólo se han decretado leyes
y órdenes de beneficios limitados a determinados
grupos de afectados, sin más objetivo que
mostrar la simetría justa entre víctimas con
leyes y dispositivos de alta densidad simbólica.
Una
política pública es la combinación de tres
elementos: un objetivo, un programa y un
instrumento. El objetivo consiste en asumir como
patrimonio de la nación los esfuerzos, valores y
conflictos que han hecho posible la
democratización de la sociedad y sobre los
cuales se sostienen sus expresiones
institucionales. El programa son las actuaciones
diversas destinadas a preservar, estimular y
garantizar la transmisión de ese patrimonio. El
instrumento es la institución pública que tiene
el mandato de garantizar los objetivos, crear el
programa y desarrollarlo.
Una
política pública de la memoria democrática parte
de una afirmación empírica contrastada: el daño
causado por la dictadura es irreparable. Nada
puede reparar lo sucedido en la esfera
individual, social o institucional, porque lo
sucedido ha dejado marca y señal por siempre más
en cualquiera de los niveles de la sociedad. La
afirmación de irreparabilidad, además de ser un
dato empírico procedente de distintas
disciplinas, constituye un fundamento ético, las
consecuencias del cual Primo Levi expresó con
extrema claridad. Y la principal de ellas es que
frente a lo irreparable el perdón carece de
sentido. No lo tiene ni la demanda de perdón por
parte del Estado, ni la concesión que pueda
hacer la sociedad afectada. No hay nada que
perdonar ni nada que vengar. El daño causado por
la dictadura de un Estado que hizo de la
violencia su primer valor y su práctica
permanente, ha tenido unas consecuencias y un
legado sencillamente imperdonables, tan sólo
puede ser explicado, reconocido y asumido. Y
asumir significa establecer una política pública
de memoria que garantice a los ciudadanos
reconocer el patrimonio democrático que
históricamente han generado, y acceder al mismo
con garantías.
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Ricard Vinyes es
profesor de Historia Contemporánea en la
Universidad de Barcelona. Su último libro es
El daño y la memoria (Plaza & Janés).