Hace unos días
murió Wilberto Delso, ex sacerdote que protagonizó en los
dos últimos años del franquismo un duro enfrentamiento con
el entonces arzobispo de Zaragoza Pedro Cantero Cuadrado.
Wilberto Delso era
desde mayo de 1968 párroco de Fabara, una pequeña localidad
zaragozana de 1.500 habitantes. El conflicto comenzó seis
años después, en mayo de 1974, cuando, con motivo de una
visita pastoral al pueblo, un grupo de vecinos le transmitió
al arzobispo graves acusaciones contra su párroco: usaba un
léxico "grosero e indecente", promovía "la lucha violenta de
clases", despreciaba la autoridad de la Iglesia y enseñaba
"la liberación sexual" a la juventud. A la vista de esas
acusaciones, Cantero Cuadrado decidió, el 14 de junio, cesar
a Wilberto Delso como cura de Fabara.
Wilberto Delso se
negó a acatar esa decisión y le secundaron 24 sacerdotes de
la diócesis, que se consideraban también cesados y, en carta
al arzobispo, criticaban su "autoritarismo" y su intento de
"ahogar" a un sector de la Iglesia que trataba de
"comprometerse en la liberación de los oprimidos". La
jerarquía diocesana apoyó a Cantero, secundado también por
el Ayuntamiento franquista de Fabara, mientras que Delso
encontró el respaldo de un sector considerable de vecinos y
de diversas comunidades cristianas de Aragón.
El conflicto se
enquistó: Cantero no cedió y nunca permitió que Delso
volviera a ejercer como párroco de Fabara. Algunos de esos
curas, como el propio Delso, abandonaron el sacerdocio,
formaron familias y se ganaron la vida como trabajadores.
La rebeldía de
esos sacerdotes frente a la jerarquía reflejaba el proceso
de transformación en el que se encontraba la Iglesia
católica en los últimos años del franquismo. Ya no era la
Iglesia de la cruzada, la que había intentado recatolizar
España a golpe de represión, moral reaccionaria y valores
religiosos tradicionales. Pero el legado que le quedaba de
esa larga época dorada de privilegios era tan impresionante
que muchos de sus representantes caminaron asidos de la mano
con el Caudillo hasta el final. Cantero Cuadrado y Wilberto
Delso representaban los polos antagónicos de esa Iglesia
que, cuando el franquismo agonizaba, transitaba entre el
autoritarismo y la protesta de los curas obreros.
Cantero Cuadrado
había sido capellán del arma de Caballería durante la guerra
y asesor nacional de la institución falangista Auxilio
Social en los primeros años de la dictadura. Estudió
Humanidades, Filosofía, Teología y Derecho, pero toda su
ciencia la puso al servicio de Franco, como procurador en
Cortes, consejero del Reino y, al morir Franco, miembro del
Consejo de la Regencia. No bastaba con ser obispo, en
Barbastro (1952-1954), en Huelva (1954-1964), y arzobispo de
Zaragoza (1964-77). Un verdadero dirigente de la Iglesia de
Franco debía llevar su compromiso más lejos, hasta mancharse
en la "democracia orgánica" montada por el Caudillo
salvador. Para eso habían hecho la guerra y para eso
conquistaron la paz. Cantero murió en 1978, tres años más
tarde que su Generalísimo. Tenía 76 años. Toda una vida al
servicio de la Patria.
Pero la jerarquía
eclesiástica, el catolicismo y el clero no pudieron
permanecer inmunes a los cambios socioeconómicos y
culturales que desde comienzos de los años sesenta
desafiaron al aparato político de la dictadura franquista.
La secularización de la sociedad española, que acompañó ese
rápido proceso de industrialización y urbanización,
coincidió en el tiempo con tendencias generales de cambio
que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y
práctica católica comenzó a ser más plural, con sacerdotes
jóvenes que abandonaban la ideología tradicional,
trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de la
HOAC (Hermandad Obrera Católica) que militaban en contra del
franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los
marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al derrumbe
del capitalismo.
Curas y católicos
que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la
dictadura y a sus manifestaciones más represivas. Todo eso
era nuevo, muy nuevo, en España y parece lógico que
provocara una reacción de amplios sectores franquistas,
acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la
dictadura. Porque la Iglesia cambió mucho, si se compara con
el otro pilar básico de la dictadura, el Ejército, que se
identificó con Franco y con el régimen sin apenas fisuras y
lo sostuvo hasta el último momento. Pero, pese a esos
cambios, la dictadura franquista mantuvo su identidad
nacional católica hasta el último suspiro, la jerarquía y la
mayoría de los eclesiásticos acompañaban con sus ceremonias
a las autoridades públicas, rendían pleitesía a Franco y no
quisieron saber nada de perdón ni de reconciliación.
No es casualidad
carente de significado que esa parte de la Iglesia, pese a
la democracia y al trato exquisito que sus Gobiernos le han
dado en materia de educación y financiación, sea hoy la
dominante, atrincherada en esos privilegios, en el recuerdo
a sus mártires y en su verdad histórica, la única que
reconoce. De la otra Iglesia, de la que resistió a la
dictadura y a los jerarcas franquistas, sólo queda el
recuerdo, ecos de rebeldía de otros tiempos. Como la de
Wilberto Delso.
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Julián
Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en
la Universidad de Zaragoza.