El
chico de la imagen en blanco y negro murió cinco
días después de haberse hecho esa fotografía,
que le pedían para el servicio militar
obligatorio. Tenía 21 años, se llamaba Enrique
Ruano y falleció al caer desde un séptimo piso,
mientras estaba custodiado por tres policías de
la Brigada Político Social de Franco, el 20 de
enero de 1969, en Madrid. El régimen mantuvo
entonces que aquel estudiante de Derecho,
miembro del Frente de Liberación Popular -que
había escogido como herramienta "para cambiar el
mundo"-, se había suicidado. Que, en un
descuido, había conseguido zafarse de los tres
agentes armados que previamente le habían
torturado; que había recorrido el diminuto piso
de la calle del General Mola, hoy Príncipe de
Vergara, en el que buscaban pruebas
incriminatorias, sin que ninguno lograra
contenerle; y que se había arrojado por la
ventana. Cuarenta años después, las dos mujeres
que, delante de la puerta de la Justicia, frente
al Tribunal Supremo, parecen sostenerse la una
sobre la otra, como vienen haciendo desde aquel
20 de enero, mantienen que fue un asesinato. Son
Margot Ruano y Lola Ruiz, la hermana y la novia
del estudiante defenestrado.
No sólo
ellas. Pasado mañana, en el homenaje por el 40
aniversario de la muerte de Ruano, volverán a
repetirlo su profesor de entonces, Gregorio
Peces-Barba; su amigo y compañero de clase, el
abogado José María Mohedano; el letrado que
intentó hacerle justicia 21 años después de la
muerte del dictador, José Manuel Gómez Benítez,
actual miembro del Consejo General del Poder
Judicial, o su psiquiatra, hoy catedrático de la
Real Academia, Carlos Castilla del Pino, entre
otros. Con el dolor que producen los
aniversarios de las injusticias, pero con el
firme propósito de que los jóvenes conozcan a
aquel chico que murió luchando por los derechos
cívicos más elementales, lo que hoy se da por
sentado.
"Nos
detuvieron juntos tres días antes de que lo
mataran. Nos interrogaron en la Dirección
General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Se
sabían mi vida de arriba abajo", relata Lola.
"Me pasearon por todo Madrid para que les dijera
de dónde eran las llaves que llevaba en el
bolsillo. Las tenía yo, no Enrique. Iban a
llevarme a mí...". Lola intentó resistir.
Aguantó la tortura el tiempo suficiente para que
los compañeros que habían escondido en aquel 7º
piso de General Mola pudieran huir. Finalmente,
vio cómo se llevaban a Enrique para registrar la
vivienda. Le habían estado interrogando en la
sala contigua, sin dejarle dormir durante tres
días. "Mi madre llegó justo cuando se lo
llevaban al registro. Se abrazó a él. Se
preocupó porque iba sin cazadora: 'Vas a coger
frío", recuerda Margot. Era casi la una de la
tarde. A las tres, Enrique estaba muerto.
"Llamaron a casa a las seis. 'Su hijo se ha
suicidado. Se ha tirado desde un 7º piso', le
dijeron a mi padre. Nunca nos dejaron ver el
cadáver", recuerda Margot. "Hasta que murió
Franco, la censura tampoco nos permitió publicar
una esquela". Mohedano se emociona aún al
recordar aquella noche. "Acababa de salir de la
cárcel y fui corriendo a casa de Enrique. La
desesperación y la impotencia que había allí
eran demoledoras. Sus padres no entendían nada.
Y entonces llamó Manuel Fraga [ministro de
Información] para callar a aquella familia rota
amenazándoles con detener a su otra hija,
Margot, también metida en política...".
Lo peor
para los padres de Ruano no ocurrió aquel 20 de
enero, sino al día siguiente, cuando el diario
Abc publicaba en primera página un
supuesto diario de Enrique del que se
desprendían intenciones suicidas. En realidad,
eran trozos manipulados de una carta que le
escribía a su psiquiatra, Carlos Castilla del
Pino, quien en 1996, cuando se reabrió
judicialmente el caso, declaró tajante: "La
versión del suicidio es absolutamente
inverosímil. El suicidio se hace a solas, se
prepara, pero no en una fuga ante otras
personas". Publicar aquella carta como diario,
suprimiendo la primera hoja, encabezada por un
inequívoco "querido doctor", fue una "villanía
macabra", añadió.
"En
aquella época era frecuente ir al psiquiatra.
Pertenecíamos a una clase acomodada y nos
habíamos puesto del lado de los vencidos. Eso te
generaba muchas contradicciones. Nuestros padres
no lo entendían, la gente que les rodeaba,
tampoco", recuerda Lola. "Quisieron presentar a
Enrique como un pobre chico manipulado por la
fuerza del mal, los comunistas", añade con un
hilo de voz, secuela de la matanza perpetrada
por ultraderechistas contra los abogados de la
calle Atocha en 1977. Lola resultó gravemente
herida. Su marido, Javier Sauquillo murió.
En
1996, Gómez Benítez logró sentar en el banquillo
por asesinato a los policías que llevaron a
Ruano al piso de General Mola: Francisco Colino,
Celso Galván y Jesús Simón. Fueron absueltos por
falta de pruebas; entre ellas, una que había
sido serrada del cadáver: su clavícula. El hueso
habría sido, según los jueces, "determinante
para el esclarecimiento de los hechos", porque
todos coincidieron en que Ruano, cuyo cuerpo
había sido exhumado para una nueva autopsia,
tuvo una lesión no compatible con su caída,
provocada por "un objeto cilíndrico cónico",
como una bala. Pero alguien había hecho
desaparecer el hueso. "Logramos probar que la
versión del suicidio no era cierta aunque fuera
imposible condenar a los policías porque, en su
día, ni siquiera se habían hecho pruebas de
balística sobre sus armas", asegura Gómez
Benítez. Durante el juicio, Beatriz, la hermana
más pequeña de Ruano, recibió una carta
estremecedora de un hombre detenido por la
Brigada Político Social también aquel 20 de
enero: "Me llevaron a la escalera y me colgaron
al vacío por el hueco de la misma, cogido por
los pies. Antes, durante y después, los esbirros
me decían que iban a hacer conmigo lo mismo que
habían hecho con Ruano (...). En aquel momento,
yo ignoraba todavía lo sucedido, pero enseguida
comprendí".
Margot
y Beatriz no lograron una condena, aunque sí una
indemnización. El martes homenajearán a su
hermano en un acto en el paraninfo de la
Complutense, su universidad. El rector, Carlos
Berzosa, empezará a hacer números para tratar de
levantar una estatua en su honor y publicar un
libro sobre Enrique "porque los jóvenes deben
conocer la historia de la dictadura para seguir
alimentando la democracia". Y Peces-Barba
recordará lo que pensó cuando supo que aquel
joven idealista, alumno suyo, había muerto: "Le
asesinaron. Aquel régimen enloquecido por la
crítica mataba moscas a cañonazos". -