En su
Carta a los Reyes Magos del 3 de enero,
prosigue Martín Villa su propósito de
convencernos de que desmanes hubo en los dos
bandos y, por tanto, hay que olvidarlos, pues lo
importante es que la democracia de hoy es
producto del franquismo de ayer, añadiendo ahora
que la hazaña debe apuntárseles a los alevines
del movimiento nacional, los azules, que
en su versión seuista él capitaneó desde
1961 y que, como inspirador del grupo de los
"reformistas del franquismo" -la expresión es
suya-, pilotó hasta el final.
En su
obra mayor, Al servicio del Estado
(Planeta, 1984), escribe que, "sin ellos, la
reforma política y el cambio no hubieran sido
posibles". En este vigoroso alegato pro domo
sua, después de invalidar a los verdaderos
demócratas contra Franco -Gil Robles, "repleto
de escepticismo, esclavo de ideas
preconcebidas"; Emilio Attard, "ese curioso
personaje con la habilidad de un abogado de
provincias"; Álvarez de Miranda, "de notable
ingenuidad"; la Junta Democrática, "de
propósitos muy ambiciosos que contrastaban con
sus limitadas posibilidades", etcétera-, repite
su tesis mayor: "Fueron los reformistas del
franquismo..., los jóvenes aperturistas del
régimen, los que ejecutaron el proyecto de
reforma política del Rey y el alumbramiento de
una democracia para todos".
La
insistencia en la denominación "reformistas del
franquismo", que no rupturistas, tiene un
objetivo semántico-ideológico claro: confirmar
la filiación franquista del grupo para preservar
las potencialidades democratizadoras del régimen
de Franco y poder atribuirle las virtualidades
democráticas posteriores.
En este
caso, como en tantos otros, la política, y más
concretamente la democracia, acompañada por la
invocación monárquica, funcionan como una pócima
mágica que todo lo puede, que todo lo cura.
Adolfo Suárez -el jefe de su grupo, nos recuerda
Martín Villa- consiguió en 240 días el prodigio
de convertir al jefe de una organización
parafascista en el líder de una democracia
occidental. "La transición la hemos ganado
todos", reitera el autor, olvidando añadir que
la han disfrutado los de siempre, sin haber
tenido que pagar costo alguno por ese disfrute.
Pero ni las campañas retóricas de los
beneficiarios del franquismo ni los avales
académicos de los portavoces del revisionismo
histórico podrán operar el prodigio de convertir
un parafascismo degenerado en matriz de la
democracia. Por mucha monarquía que le pongan.
Pues el
franquismo fue resultado de una sublevación
militar contra un Estado de plena legalidad
política, y la democracia que le ha sucedido ha
condonado, sin contrapartida alguna, todas las
iniquidades que cometieron los sublevados.
El
deber de Memoria obliga no sólo a enterrar a
todas las víctimas de Franco, sino también a
hacerlo, con todos los honores, con el cadáver
simbólico de la República Española que yace
insepulto y denigrado en todas las cunetas de
España.