Santos
Juliá culmina una obra nueva y cerrada en sí misma
en la que analiza la evolución intelectual, los
dilemas y los instrumentos políticos del presidente
republicano
Para la
mayoría de quienes la vivieron, Manuel Azaña
personificó, como ningún otro de sus protagonistas, la
Segunda República. Para sus partidarios, encarnaba los
valores cívicos y laicos del régimen, como para sus
enemigos los demoniacos y antinacionales. Para bien o
para mal, él era la República. Y con razón, según se
deduce de este libro de Santos Juliá. Un libro muy
esperado por quienes habían seguido la trayectoria de
este autor, que sobre Azaña publicó ya en 1990 una
biografía excelente -aunque parcial, pues sólo cubría la
política y sólo los años 1930-1936-, prologó en 1997 los
Cuadernos robados y recopiló e introdujo el año pasado
las Obras completas. Nadie, pues, más cualificado para
ofrecer, como hace ahora, una biografía completa del
segundo y último presidente de aquel régimen iniciado en
la euforia multitudinaria de abril de 1931 y hundido en
el sangriento enfrentamiento de 1936-1939.
Taurus. Madrid, 2008
394 páginas. 22 euros
Este volumen
es mucho más que una repetición o resumen de ideas o
páginas anteriormente publicadas por Santos Juliá. Se
trata de una obra nueva, coherente y cerrada en sí
misma. Una obra, además, centrada en el personaje, pues
debatir los problemas políticos del largo periodo que
cubre hubiera exigido una extensión inabarcable. Su tema
no es la política española de 1900 a 1939: es Manuel
Azaña, su evolución intelectual, estética y política, su
psicología íntima, los dilemas específicos con que se
enfrentó, las soluciones que ideó y defendió para ellos;
y, en especial, los instrumentos políticos que utilizó,
lo que casi equivale a decir sus discursos.
Respecto de la
imagen conocida de Azaña, lo más innovador que ofrece
esta biografía es que no fue un oscuro funcionario
catapultado al escenario público por el 14 de abril y
que se adueñó de la situación un poco por azar y un
mucho por influencia de tenebrosas logias. Juliá dedica
casi trescientas páginas al Azaña anterior a 1931, en
las que sigue con detalle su formación intelectual y
política. Deshace ahí la imagen, que el propio
biografiado cultivó, de "señorito benaventino". Nada de
bohemia ni de indolencia; por el contrario, trabajo
metódico, cuidadosa preparación de conferencias, lectura
de libros de difícil acceso en el Madrid de la época; y
actividad trepidante, con años en los que pudo ser a la
vez secretario del Ateneo, funcionario de la Dirección
de Registros y Notariado, pensionado en París, activista
aliadófilo y director de revistas literarias como
España o La Pluma. Nada, tampoco, de
genialidades o giros políticos caprichosos; coherencia,
en cambio, alrededor de una idea fija: la transformación
del Estado, como instrumento de modernización de la
sociedad. Y, pese a ello, tampoco jacobinismo: por el
contrario, implicación seria en la opción posibilista
dirigida por Melquíades Álvarez hasta que, tras concluir
que la monarquía era el obstáculo más insalvable para la
democratización y modernización del Estado, se sumó a
quienes llamaban a la revolución republicana.
Lo que sí
confirma esta biografía es que Azaña era un político
"intelectual", en el mejor sentido de este término, es
decir, alguien que estudiaba a fondo los problemas,
tanto a partir de la historia española como por
comparación, en especial del modelo francés. Pero
intelectuales metidos en política había habido en España
desde hacía décadas: desde Salmerón o Azcárate hasta
Ortega, pasando por los noventayochistas y los trágicos
exégetas del "problema español". ¿En qué se diferenciaba
Azaña? De la generación del 98, en que veía en ellos
pura rebeldía sin objetivo político, sin plan alguno
para reformar el Estado; en que proponían caudillos,
hombres providenciales, "cirujanos de hierro", sin
comprender que sólo la democracia asentaba la
legitimidad del sistema. De Azcárate u Ortega, que no
piensan en política, sino en principios
ético-filosóficos o en tarea pedagógica. Aunque cabría
preguntarse si el propio Azaña no relegó también la
política. Porque su propio planteamiento de estadista,
sus serios y coherentes diagnósticos histórico-políticos
-que hacían de él un ser tan "raro"-, son la base de su
convicción y de su atractivo, pero también de su
insoportable sentimiento de superioridad, de su
convencimiento de que todo lo podía resolver con un
discurso. Lo que le llevaba a no dedicar tiempo a
organizar un partido, a crear redes de clientelas, a
buscar acuerdos con intereses corporativos; que son la
esencia de la política.
Otro aspecto
en el que esta biografía pulveriza la imagen acuñada por
los enemigos de Azaña es el de su supuesto
antipatriotismo. Azaña defiende el sentimiento nacional,
pero en la línea de Cicerón o Maquiavelo: como orgullo
de pertenecer a una sociedad capaz de dotarse de
instituciones libres. La nación, así entendida, es para
él un instrumento de modernización. Las identidades
culturales se forjan, sin duda, a lo largo de siglos,
pero sólo son naciones modernas cuando se asocia a ellas
el sentimiento de soberanía colectiva sobre el
territorio que convierte a los súbditos en ciudadanos.
De ahí que las naciones, lejos de ser eternas, sean
necesariamente recientes, observación en la que Azaña se
adelanta a los enfoques hoy dominantes sobre el tema. La
nación en la que él piensa es, además, compleja, y
permite el reconocimiento de identidades culturales
diversas. Lo que le hace defender el Estatuto catalán (a
diferencia de Ortega, que sólo predica "conllevar" el
"problema"), como instrumento de modernización, como
avance hacia la adecuación del Estado a la realidad
social. Siempre, claro está, que no fomente sentimientos
patrióticos basados en la identificación étnica, que
responden -en palabras del propio Azaña- a un "concepto
islámico de la nación y del Estado" y cuyo modo de
expresión es el "alarido".
En conjunto,
el retrato que de Azaña ofrece Santos Juliá es muy
positivo. Se identifica, en buena medida, con su
biografiado, en el que apenas aprecia carencias o
errores. No se plantea si la actuación de Azaña durante
el segundo bienio no coadyuvó al triste final del
régimen. No pidió, sostiene Juliá, la disolución de las
Cortes tras los resultados electorales de 1933. Pero su
pasividad como diputado en 1934-1935 no es coherente con
su reiterada defensa del Parlamento como eje de la
democracia; y su participación en las maniobras para
desbancar a los radicales tras el asunto del estraperlo
ayudó a liquidar el centro político en los cruciales
meses anteriores a febrero de 1936. Ante la intentona
revolucionaria de octubre de 1934, Juliá reconoce su
ambigua actitud; y detalla sobre sus iniciativas en pro
de una mediación británica durante la Guerra Civil, que
en alguna ocasión sobrepasaron sus atribuciones
constitucionales.
Los últimos
momentos de la vida de Azaña son sobrecogedores. La
Guerra Civil, drama personal y colectivo para todos, lo
fue en especial para él. Era lo peor que podía imaginar.
Todo su esfuerzo por civilizar el sistema político, por
crear una nación de hombres libres, se venía abajo. Ante
la tragedia sintió horror, asco, tentaciones de dimitir,
en especial cuando le llegó la noticia de los asesinatos
en la Modelo de Madrid, entre otros el de su antiguo
jefe, Melquíades Álvarez. Pero eso no quiere decir,
insiste Juliá, que fuera una "tercera España". Supo
siempre muy bien que los culpables de la matanza eran
quienes habían urdido y perpetrado el golpe de Estado,
un crimen de lesa patria. Los siguientes, en orden de
culpabilidad, eran las democracias europeas, que habían
abandonado al régimen republicano a su suerte. Pero
atribuía también responsabilidad a los "leales", por ser
incapaces de imponer disciplina e impedir los desmanes
de sus grupos más radicalizados. Todo ello explica su
aislamiento y su depresión, que le acabó llevando a su
shakespeariana agonía de 1940, en un hotel provinciano,
protegido por la bandera mexicana de los nazis y los
comandos enviados por Serrano Suñer para raptarle y
poderle fusilar en España.
Un libro
apasionante. Será, durante mucho tiempo, la biografía de
referencia de Manuel Azaña.
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Vida
y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940)
Santos Juliá.
Taurus. Madrid, 2008.394 páginas. 22 euros