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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Pitol y los exiliados

 

 

Beatriz M. de Murguía

 

La Crónica 25 de Abril de 2006

 

Aquí, donde el recuerdo de la guerra civil y su catástrofe para España sigue siendo en mucho un tema de partido, el reconocimiento de Sergio Pitol a los exiliados que llegaron a México resulta especialmente emotivo. Lo dijo el viernes pasado, 21 de abril, delante del Rey y de quienes ahí le escuchaban al recoger el premio Cervantes; habló, emocionado, de “aquellos peregrinos, heridos por una guerra atroz y derrotados” y recordó lo que México ganó con ellos, Cernuda, Zambrano, Gaos y tantos otros... y España perdió.


Nacida aquí, a este lado del Atlántico, crecí y me eduqué sin saber quiénes eran esos exiliados, perseguidos y huidos de la dictadura de cuarenta años que había de venir. Yo, como tantos otros peninsulares de alguna generación anterior y todas las que llegaron después, no oí hablar de ellos hasta una edad demasiado adulta, hasta llegar a México y comprobar, avergonzada ante mi ignorancia, que ahí se admiraba e incluso veneraba lo que en España apenas se conocía; que “el exilio español”, así a secas, no era únicamente las imágenes de los miles de refugiados de la guerra y la represión franquista, sino también un mundo reconocible de profesores y escritores, médicos, pensadores y poetas, editores y periodistas… Aquí apenas se hablaba de ellos, más bien nada; inmersa en la esperanza de la transición, de una libertad recobrada y desconocida para la inmensa mayoría, los exiliados de la guerra sólo eran para esa nueva España parte del pasado. Luego se fue hablando más de ellos, pero siempre ubicados al margen, quizá porque quienes los mencionaban no deseaban tampoco reconocer que la tradición cultural desde la que hablaban había sido herida de muerte con su ausencia. Nunca sabremos qué pudo haber sido España sin la guerra ni el exilio; por eso las palabras de Pitol suenan tan conmovedoras, porque hacen justicia a quienes aquí han sido olvidados: nosotros los mexicanos, ha venido a decir, supimos apreciar lo que ustedes no apreciaron, aprovechamos lo que ustedes desecharon y con ello México ganó.


¿Y qué perdió España? Casi todo. Se fueron los intelectuales públicos, los hombres de opinión, transmisores de una tradición de pensamiento propia. Se inventó la universidad de carácter castrense, que aún se resiste a desaparecer y que hizo de la servidumbre y la obediencia al catedrático de turno la única vía posible de ascenso. Se asentó la idea de una universidad endogámica, denunciada en numerosas ocasiones fuera de estas fronteras por concursos amañados, donde con el “hoy por ti, mañana por mi” sólo escalaban los protegidos, formados primerísimamente en el arte del pasillo y la bandeja del café. Se borraron de un plumazo disciplinas enteras del conocimiento, “subversivas” mientras no demostrasen lo contrario, como la filosofía, la sociología o la propia historia que no ensalzase la “cultura hispánica” como forja civilizatoria. Se creó la figura del catedrático-cacique, dueño y señor de su disciplina científica y quien trazaba, a menudo con mano de hierro, qué se investigaba y qué se enseñaba.


Fue tanto lo que perdió España que ahora, cuando se habla de entonces, de su vida intelectual, no queda más remedio que mencionar a los exiliados y su obra ya fuera de aquí. Así se habla de José Gaos, León Felipe, Luis Buñuel, Cernuda o Aub como si fueran nuestros, pero no lo son. Pertenecen a México por derecho propio, porque allí se les acogió y se les quiso y aquí no. La derecha todavía ni los menciona: son, en todo caso, los “daños colaterales” de una guerra, como hipócritamente gusta decir siempre a quienes se llevan el gato al agua, en la que “no hubo vencedores ni vencidos”, porque “sólo hubo vencidos”. Es la farsa de la reconciliación. Hubo vencidos y, como dice Sergio Pitol, derrotados, aunque no del todo. La España republicana y liberal, cuyo espíritu aún pervive (como se ha demostrado en estos días con la conmemoración del 75 aniversario de la proclamación de la II República), tiene una deuda impagable con México, que dio continuidad a esa otra España, radicalmente antifranquista. Por eso son de agradecer las palabras de Sergio Pitol, por reivindicar a los exiliados precisamente en la tierra que no los quiso.

 

 

 

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