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Recordar a Antonio Gades { 16-XI-1936 20-VII-2004 }

El flamenco revolucionario
por Gabriel Molina*

Bailaor.

El medio de expresión de este alicantino de Elda fue el flamenco. Descubierto por la bailaora Pilar López, recorrió los escenarios del mundo mostrando sus coreografías. Al morir Franco, aceptó ser director del Ballet Nacional Español. Apasionado de Cuba, un mes antes de morir fue condecorado por Fidel Castro con la Orden José Martí.


Recordar a Antonio Gades es como comenzar a pagar una vieja deuda con España. No la España de Velázquez ni Weyler. La España del vecino que en 1958, más desvalido que yo, trajinó en Madrid el contador eléctrico para que no me cortasen la luz. La España de los milicianos de Miguel Hernández, la de Lorca y Hemingway. La de Nicolás Guillén, alta, ancha, sencilla y limpia.

Cuando le vi bailar por primera vez, en Los Tarantos, comprendí por qué me atrae tanto el flamenco, una revelación fascinante. La pasión que le brotaba poro a poro de la piel y su taconeo viril eran como la consagración del arte y el carácter español.

Vislumbré entonces por qué en las cálidas noches del Corral de la Morería me enamoré del tablao, del sinuosamente artístico movimiento de las manos, del cante jondo que debe de ser la raíz del guaguancó. De la rumba gitana, tan igual a la cubana, que allí canté en los años 70 con bailaoras y bailaores, cuando quisieron aprender la letra de Esa mulata, sentada en la butaca, pero qué piernas, tiene esa mulata... Madrid es alegre y osado como La Habana. Como Antonio Gades. Alfredo Guevara, fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica y uno de los mejores y más antiguos amigos de Gades, resume su arte con penetrante vuelo: “Antonio, intérprete de danzas complejas, protagonista del frenesí, fue en sus creaciones ordenador de esencias y raíces, trastornador de códigos y, como tal, fabricante de inédita belleza. Así le conocí”.

No es por azar que su última voluntad fue que se enviasen sus cenizas a su amigo Raúl Castro. Gades era “hijo del sueño no realizado de la República Española”, me dijo Guevara. Y es que vio en Cuba los sueños realizados de su combatiente padre.

Alfredo conoció a Antonio Gades a finales de la década de los 60 o inicios de los 70, junto a un grupo de amigos activos antifranquistas en Madrid. Se creó una gran amistad y Alfredo se reunía frecuentemente con el artista en un café, en una pizzería y en la casa de Eceiza, que estaba en el camino al aeropuerto. Guevara recuerda que fueron juntos a Granada, donde estaba Carlos Cano, para pasar inolvidables horas en la cátedra de flamenco de la universidad y alguna noche de cueva en cueva de gitanos. Apreció así Guevara cómo éstos le querían y respetaban, a pesar de que es payo y no gitano, porque comprenden que, con Antonio Gades, el arte gitano “alcanza dimensión de dioses; se inscribe en el Olimpo, se trasciende”.

En 1975, Guevara organizó la primera visita del bailaor a la isla antillana, “su máxima aspiración durante muchos años”, para presentar Bodas de sangre en La Habana, en Matanzas y en Santiago. Declaró que se sentía aquí como lo que es: “El hijo de un combatiente del Ejército Republicano español que ve realizado el sueño de su padre”.

Alicia Alonso le convenció para volver a bailar en 1978, después de un período de retiro en protesta por los desmanes del franquismo. Juntos montaron el pas de deux Ab Libitum, “el encuentro del flamenco con la danza clásica, con la guitarra de Sergio Vitier y los tambores de Tata Guines”, como lo caracteriza Guevara.

La isla de sus amores. En 1979, realizó en la isla la primera gira del recién creado Ballet Nacional de España. “No es algo accidental que comience por aquí, sino porque siento un amor especial por Cuba”, aseguró Gades. Lejos de encumbrarse más con el cargo de director, su ya acreditada modestia lo llevó a combatir con hechos el vedettismo. Un año y medio después fue sustituido y muchos de los integrantes del Ballet lo siguieron en la formación del Grupo Independiente de Artistas de la Danza, que llevó a actuar en Santiago y La Habana. Gades y Cristina Hoyos terminaron deliciosamente una función en el teatro Carlos Marx de La Habana bailando una rumba. Entre las muchas visitas públicas y privadas a la isla se cuenta la presentación del ballet Carmen en el 87.

Cuando la desaparición de la Unión Soviética trajo aparejada el cese de las relaciones económicas y una profunda crisis para Cuba. Gades no se hizo cómplice del acoso como muchos izquierdistas. Todo lo contrario. Reiteró su identificación con Fidel Castro y nombró a sus hijas Tamara y Celia, “por su amor a [las revolucionarias] Celia Sánchez y Tamara Bunke”. Adicionalmente, homenajeó a Cuba simbolizada en la inolvidable Celia, heroína de la Sierra, a quien dedicó el ballet Fuenteovejuna, que escenificó en la isla sin cobrar nada.

En los 90 recibió el título de Doctor Honoris Causa del Instituto Superior de Arte y la Orden Alejo Carpentier, con las palabras de Alicia Alonso y Alfredo Guevara. “Ha sabido hacer de su persona, de su conducta, de su vida, ejemplo del intelectual que ama, respeta y se entrega plenamente a su pueblo y a cuanto significa dignidad y justicia... Ha sido Antonio Gades por varios decenios uno de los más audaces e irreductibles defensores de la Revolución Cubana, de sus valores, de su ética; no ha vacilado, no vacila, siempre nos acompaña, en los triunfos y en los riesgos”.

Ya estando Gades herido de muerte por esa inexpugnable y temible enfermedad que es el cáncer, el Consejo de Estado de Cuba le confirió el más alto reconocimiento del país, la Orden José Martí, por “su arte renovador, reconocida excepcionalidad como bailarín y coreógrafo, su amor por los que luchan y su probada amistad y fidelidad a la Revolución”. En un asombroso derroche de humildad para un hombre mimado por la fama y el cariño popular, dijo a Fidel y Raúl en la íntima y familiar ceremonia: “Nunca me sentí un artista sino un simple miliciano vestido de verde olivo, con un fusil en la mano para donde, como y cuando, siempre estar a sus órdenes”.

Lo que más me atrae en Gades es esa fidelidad a Cuba y a España. Desde 1975 hasta su muerte, desdeñó las amenazas de que a causa de venir a La Habana no podría actuar en Estados Unidos. En Guantánamo, donde visitó en 1996 a los soldados que custodian las fronteras, junto a la base naval ocupada por el Gobierno de Washington, recuerdo que espontáneamente sus bailarines respondían al canto de reclutas trovadores de la unidad, convirtiendo el pavimento en tablao. El flamenco unía a cubanos y españoles con soporte de guitarras y palmadas de lamento prematuro: “Cuando un amigo se va/algo se muere en el alma/No te vayas todavía/que hasta la guitarra mía/llora cuando dice adiós”.

    * Gabriel Molina es el director del diario “Granma Internacional-Cuba”}

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    Publicado en El Mundo Magazine 27 de Diciembre de 2004

 

 

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