Maravillas
Iñaki Egaña
ÍZARONEWS
27 de Octubre de 2005
Hace unos días estuve en
Fustiñana, levantando los restos de siete vecinos de Murtxante que fueron
muertos en la madrugada de un nefasto 20 de noviembre, aquél de 1936. Han
debido pasar casi 70 años para que, finalmente, los nietos y algunos de sus
sobrinos concluyan la pesadilla de sus desapariciones. Los padres y los hermanos
de las victimas nos abandonaron ya hace tiempo sin haber asistido al encuentro
de quienes fueron un fragmento intenso de sus vidas y de sus temores. Demasiado
tiempo, más aún cuando sabemos con certeza que la edad no cicatriza heridas
sino al contrario, ejerce el efecto de la sal sobre las mismas.
Durante los trabajos de exhumación el sigilo nos embargó, como si fuera un
manto de esa niebla barojiana que se extiende por nuestra tierra en los momentos
más circunspectos. Algunos niños que correteaban junto a la fosa rompían de
vez en cuando ese silencio expectante, ajenos a la explosión de la memoria, y
sus madres les hacían callar de inmediato. El respeto por los muertos, a pesar
de la modernidad, aún nos persigue.
Se acercaron hasta las sepulturas amigos, curiosos, familiares de las víctimas,
compañeros en esta tarea de recuperación de nuestro pasado. Ojos enrojecidos,
puños comprimidos de rabia disimulada, labios agrietados. Nunca fuimos inmunes
a la tragedia y a la injusticia del olvido. Entre los que se arrimaron al
escenario estaba Fermín Valencia, con su guitarra a cuestas y sus actas
notariales enlatadas en pentagramas cargados de ternura. No hubo palabras, no
podía haberlas.
Cayó el sol que se perdió por el horizonte, tapamos la brecha con un manto
cubierto de claveles rojos y recogimos las palas y los cepillos que nos iban
desvelando el ayer. Al día siguiente continuaríamos. El silencio nos persiguió
en la penumbra, como si estuviéramos condenados hasta en la eternidad.
Un par de horas más tarde, a sesenta kilómetros de Fustiñana, coincidí de
nuevo con Fermín Valencia. Me habían invitado a una cena de amigos,
aprovechando la relativa cercanía de la Ribera. La masacre del 36, las
vendettas de la derecha navarra, el exilio y la omisión de miles de vascos...
las conversaciones nos las habían marcado los Siete de Fustiñana. Comimos... y
cantamos. Como siempre. En 1941 respondía Niceto Alcalá Zamora, presidente de
la República, a una pregunta sobre dónde estaban los vascos que compartían
con él campo de concentración: "¿Los vascos? No sé dónde se
encuentran. Pero seguro que están cantando".
Después de una jornada tan cargada de emociones, la música de Fermín nos nubló
la vista. Fue capaz de recordarnos que, a pesar de la costumbre, las ejecuciones
y la tragedia se suman una a una, se contabilizan en soledad. Las notas de su
guitarra acompañaron a la voz en una canción que acababa de componer sólo
unas semanas antes. El título no podía ser más elocuente:
"Maravillas".
Que era un nombre propio.
Maravillas Lamberto Yoldi. Nació en Larraga. El 15 de agosto de 1936, un grupo
de falangistas allanaron su casa a la búsqueda de su padre Vicente. Mientras,
ese día, en Larraga, en Navarra, los fariseos llenaban las iglesias y honraban
a la patrona de las patronas, a la madre de las madres. Con el fondo de las
rogativas, jaculatorias y demás manifestaciones de muerte, los verdugos se
llevaron a Vicente y... a Maravillas que no se apartaba de su padre,
aterrorizado por la visión que imaginaba y, fatalmente, se produjo. "Tú
no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja en un aullido interminable,
interminable", escribió a Julia el poeta José Agustín Goytisolo. Esta
vez no era Julia, era Maravillas.
Violaron los sinnombre a Maravillas, la despojaron en unos minutos de sus 14 años
de inocencia, le robaron su futuro ante los ojos angustiosos de su padre
Vicente. Las campanas llamaban a la fiesta. El obispo declamaba el Génesis, las
ancianas se santiguaban con el agua bendita y los guardianes de las esencias que
hicieron posible el 18 de Julio asesinaban a Maravillas y a su padre Vicente.
Cada uno en su lugar. Cada cosa como Dios manda. La muerte azul.
Fermín Valencia había compuesto un fragmento de poesía en medio del horror.
Son demasiadas las citas a la guerra, 70 años después, a ese grupo de hombres,
mujeres... y niñas, que no han tenido jamás un segundo de reconocimiento. Sé
que una y otra vez vuelvo sobre el tema y que se ha convertido en una de mis
obsesiones. En la obsesión. No lo puedo remediar y el tamaño del empeño es
proporcional al de la injusticia del olvido.
La derecha dejó que los restos de Maravillas y de otros miles fueran pasto de
los perros, que sus nombres fueran tachados en los registros y que su existencia
fuera negada. Me parecieron y me siguen pareciendo tremendas aquellas
declaraciones de José Antonio Giménez-Arnau, director del diario Hierro y
delegado de Prensa y Propaganda en Bizkaia, que puso en 1937 los pilares de tan
gigantesca iniquidad: "La justicia divina no espera al más allá. Estos
sicarios, estos esbirros de Rusia serán asesinados por la espalda. Serán
asesinados por la espalda y no encontrarán ni manos que cierren sus ojos, ni
brazos que caven su tumba, ni bocas que recen una oración por sus almas".
El año que viene, 2006, 70 años más tarde, es una buena oportunidad para
indicar que Giménez-Arnau no era sino un bocazas. Que sentimos a nuestros
muertos y que nuestras manos y nuestros brazos sirven para recuperar a los
nuestros. Que el futuro será nuestro si arreglamos las cuentas del pasado. Que
el mensaje que transmitimos a nuestras hijas e hijos es el que robaron a
Maravillas.
Anteayer supe que la Xunta gallega ha declarado a 2006 como el año de la
Memoria. Una decisión acertada. Ayer conocí que la hermana de Maravillas,
Josefina, vive en Iruñea y que todas las horas de su vida han estado cruzadas
por el tormento del recuerdo de aquel día de la Virgen del húmedo agosto de
1936. Que perdió la fe en la humanidad. Me emocionó, de nuevo, su testimonio.
Y hoy he decidido escribir este artículo. Por ellos, por nosotros.
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