Manuel
Sacristán en el recuerdo
Juan-Ramón
Capella
El
País - DOMINGO - 02-01-2005 |
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Manolo tuvo que lidiar con los desajustes escolares ocasionados por la Guerra
Civil: en 1940 superó varios cursos de bachillerato. Luego fue un escolar
falangista, incluso jefe de centuria, en el instituto Balmes de enseñanza
media, donde, por otra parte, entabló una amistad de colegial con Josep Maria
Castellet (su profesor de filosofía, Joaquim Carreras i Artau, llamaba irónicamente
a este dúo el barrio chino de la clase). En la Universidad, simultaneando las
licenciaturas en filosofía y en derecho, se situó en el ala izquierda del
falangismo y, tras un incidente, la Falange y él mismo siguieron caminos
diferentes.
El incidente consistió en una especie de conspiración, cuyos detalles y fechas
ignoro, en la que, además de Manolo, estuvieron implicados un estudiante de
Santiago y otro de Madrid, todos con cargos en el aparato cultural del SEU, el
Sindicato Español Universitario. La conspiración, o lo que fuera, que incluía
un intento de contactar con el anarcosindicalismo clandestino, fue descubierta,
y Manolo recibió un día una llamada telefónica de su colega de Madrid, el de
más alta jerarquía, diciéndole que había sido censurado por el "jefe
nacional" [plausiblemente del SEU], que ante su casa había estacionado un
coche de la policía y que iba a suicidarse con gas. Cosa que hizo. Manolo no
pudo contactar con el colega de Santiago de Compostela. En cuanto a él mismo,
en una reunión de los estudiantes falangistas de Barcelona fue condenado a
muerte por traidor, encomendándose la ejecución a uno de los camaradas, uno de
los jefes. El "condenado" esperó unos días en su casa (en casa de
sus padres); finalmente, una mañana se coló en el portal del ejecutor
designado tan pronto como lo abrieron, llamó a la casa, donde le atendió una
criada, y se plantó en la cabecera de la cama de su camarada sacándole del sueño
al apuntarle con una pistola y preguntarle cómo están las cosas. El otro,
Pablo Porta, dijo haber asumido el encargo para tranquilizar a los más
exaltados, que pensaba dar largas al asunto y replantearlo porque era una
barbaridad, que se despreocupara, etcétera. La Falange universitaria
barcelonesa derivó luego a ser un criadero de cargos del régimen que disimuló
su inanidad apaleando a estudiantes catalanistas o considerados
"liberales" hasta mediados de los cincuenta.
Contexto totalitario
La vinculación falangista de Manuel Sacristán se entiende bien en el contexto
del Estado totalitario y de la raíz familiar paterna. En un Estado totalitario
como el español de los años cuarenta, al igual que había ocurrido en Italia
bajo el prolongado dominio mussoliniano, quienes pretendían actuar cívicamente,
para el interés general, sólo tenían dos posibilidades: militar en las
organizaciones católicas (entonces la Acción Católica, fundamentalmente) o
hacerlo políticamente en las organizaciones paraestatales de encuadramiento (si
se excluye, claro está, a las organizaciones clandestinas, difícilmente
localizables hasta finales de los cincuenta). Manolo no era creyente y accedió
a la política a través de un encuadramiento similar al de Della Volpe,
Pasolini y tantos otros en Italia. Que destacara también entre los falangistas
fue seguramente inevitable. En la edad madura consideraba su adolescencia azul
como un momento de su vida personal pesadamente condicionado por la historia.
Entrar en la órbita de Falange fue cosa del destino; salir de ella, cuestión
de consciencia. Carlos Barral, un escritor que maltrata a Sacristán en sus
memorias (a Manolo, lector de poetas, nunca le interesó la lírica de Barral ni
la teatralidad personal de éste), afirmó recordarle irrumpiendo en un cine en
1943 entre otros falangistas jóvenes para oponerse a la proyección de una película
o algo así. Al ser preguntado sobre ello en 1976, Manolo dijo no recordarlo,
pero que podía muy bien ser. En cualquier caso, esa antigua militancia facilitó
que Eufemiano Fuentes Martín, delegado del Ministerio de Educación en
Barcelona, cubriera su actuación al frente de la revista Laye desde 1949 hasta
1954, cuando un alarmado Consejo de Ministros decidió que la revista debía
someterse a censura previa y sus redactores optaron por liquidar el invento.
Laye fue una publicación cultural inventada fundamentalmente por Manolo a
partir de un boletín del intervenido Colegio Oficial de Doctores y Licenciados
barcelonés. Antes había colaborado con otras revistas del Sindicato Español
Universitario, fundamentalmente en Qvadrante y, en alguna ocasión, en Estilo.
Sacristán atrajo a colaborar en Laye a los principales escritores de su
generación en Barcelona: Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Juan y José
Agustín Goytisolo, y a Castellet, Barral, Oliart, Jesús Núñez, Pinilla de
las Heras y un largo etcétera, además de R. Viladàs e I. Farreras. Laye es
sin duda un fenómeno casi único en lo que podríamos llamar la "alta
cultura" de la época en España. La revista y el grupo que la sostuvo han
sido estudiados en profundidad por Laureano Bonet, y a ese estudio hay que
remitirse. El "grupo de Laye" era muy activo en la vida intelectual
barcelonesa; Sacristán, por otra parte, emprendía otras iniciativas culturales
grandes y pequeñas: desde elaborar el programa de mano de la obra de teatro de
un amigo hasta organizar un importante ciclo de conferencias bajo los auspicios
del Instituto de Estudios Hispánicos: un Panorama del Porvenir. Manolo colaboró
también en el boletín barcelonés del Instituto de Estudios Hispánicos, una
publicación ciclostilada de la que salieron sólo tres números.
Escritores barceloneses
Penetrar los ambientes intelectuales barceloneses fue una tarea emprendida a
partir de las células de intelectuales y profesionales del PSUC, en los años
sesenta, que se propusieron actuar a través de distintos colegios
profesionales. En esos ambientes, sobre todo en los intelectuales, la figura de
Sacristán remitía inmediatamente a dos hechos legendarios que tenían que ver,
curiosamente, con su relación personal con dos de los mayores poetas de la época
en las lenguas catalana y castellana: Gabriel Ferrater y Jaime Gil de Biedma.
Manolo había escrito en 1957 un comentario sobre un libro de Alberti destinado
a la futura revista de distribución clandestina Nuestras Ideas. Lo había
firmado imprudentemente con el seudónimo de "Víctor Ferrater" para
gastar una broma a su amigo el poeta Gabriel Ferrater, quien experimentaba un
temor reverencial, por otra parte completamente natural, por la policía; Manolo
proyectaba mostrarle el texto publicado a Ferrater, una persona próxima a su
propia idealidad y a la que apreciaba mucho, para que se sobrepusiera a aquel
temor, pero el tiro le salió por la culata. La policía, no hipotética, sino
real, halló un ejemplar de la crítica entre las pertenencias de un responsable
clandestino del PSUC detenido, Emilià Fàbregas, y llegó a la conclusión de
que su autor podía ser Ferrater, quien fue detenido a su vez. Cuando Manolo se
enteró del hecho, se presentó en las oficinas de la policía política
ostentando una condecoración que le habían dado en las milicias
universitarias, afirmó ser el autor del artículo, contó que se lo había
solicitado un desconocido para una revista belga y pidió que dejaran libre a
Ferrater. Los dos amigos quedaron en libertad, pues Creix, el jefe de aquel
grupo de torturadores a sueldo del Espíritu objetivo, pareció tragarse la
explicación (cuando seis años después Manolo fue llevado detenido a los
locales de la Brigada Político-Social, su jefe, Creix, sin mediar palabra, le
asestó un culatazo en la cabeza con el arma reglamentaria).
Aquella historia solía ser narrada en términos elogiosos hacia el valor de
Sacristán y su sentido de la lealtad. Yo le comenté años más tarde que había
sido una temeridad ir a meterse él mismo en la boca del lobo en aquella ocasión
ya lejana. "Seguramente, pero aún no me tenían fichado", respondió
Manolo; "de todos modos, si no lo hubiera hecho, habríamos tenido que
despedirnos de la influencia del PSUC entre los intelectuales".
Eso era, estrictamente hablando, verdad. Por ello resulta aparentemente enigmática
la historia que le distancia de Jaime Gil de Biedma, con quien mantuvo una íntima
amistad personal, cortada cuando al solicitarle el poeta ingresar en el partido,
Manolo le denegó ese ingreso en razón de su no ocultada homosexualidad. ¿Cómo
entender este error? La explicación que daba Manolo -la que probablemente le
dio también al propio Jaime Gil- es insostenible: decía que la conocida
homosexualidad del poeta era un flanco por el que la policía podía tenderle
trampas, pues en la cama se llega a hablar de muchas cosas, y para una
organización clandestina, la seguridad es esencial. Bien: es seguro que la
policía política se interesaba por la sexualidad de las personas sospechosas,
e igualmente que, en aquella época, los homosexuales en general, y en especial
los que gustaban de frecuentar lo que se suele llamar los bajos fondos, se
hallaban particularmente expuestos a las extorsiones y bellaquerías; sin
embargo, es obvio que también los heterosexuales se van a la cama. En el
discriminatorio e insostenible argumento esgrimido por Manolo hay que buscar sin
duda el brusco distanciamiento hacia él por parte de Jaime Gil. Pero quizá
Manolo no dio una explicación completa; también decía en ocasiones (y esto
revela un aspecto importante de su cultura política entonces: cierto
paternalismo) que no siempre se puede decir toda la verdad a la gente porque la
verdad la puede desmoralizar.
Homofobia intensa
Y la verdad es que entre los miembros de la dirección del PSUC en los años
cincuenta, como en toda la sociedad española, la homofobia era intensa y
manifiesta. Nadie le preguntaba a nadie por su orientación sexual al ingresar
en el partido, y por ello las personas homosexuales no conocidas como tales podían
convertirse en militantes de confianza. Pero hay evidencia escrita de
desconfianza automática respecto de las personas con tendencias homosexuales
conocidas, aunque fueran camaradas de probada lealtad, en la correspondencia
entre los miembros de la dirección comunista. Manolo no podía ignorar cuál
era la actitud al respecto de sus compañeros resistentes. En el caso de Jaime
Gil de Biedma, que como escritor y por su ubicación social era una persona muy
destacada, la homosexualidad no se le podía ocultar a aquella dirección homófoba.
El ingreso en el PSUC de Jaime Gil habría significado para él una situación
práctica de apartheid interno que Manolo, como "responsable" de los
intelectuales comunistas, no podía considerar justa ni hubiera estado dispuesto
a administrar. Y menos en el caso de un amigo con quien mantenía entonces un
buen entendimiento en los planos intelectual y moral de fondo. Creo que la clave
real del asunto puede estar aquí. Por lo demás, y aunque la discusión podría
prolongarse en la dirección de la insensibilidad del leninismo -pero no sólo
de él-, en aquella época, respecto de cuestiones culturales como la valoración
de la orientación sexual, tengo buenas razones para creer que Manolo no padecía
personalmente la homofobia, ese síntoma neurótico pandémico. Sin embargo,
también está claro que el Sacristán de aquellos años no percibía la
relevancia política y cultural de este aspecto del sexismo ni entendía que la
homofobia social podía despertar en los homosexuales el espíritu de rebelión.
La historia del fallido ingreso de Gil de Biedma en el PSUC moduló a pesar suyo
la imagen de Manolo entre los intelectuales de corte más tradicional, literatos
principalmente, gente que trabaja en soledad: algunos de ellos se apoyaron en
este incidente para establecer distancias respecto del compromiso político de
Manolo, distancias de las que no hicieron secreto alguno. Confundiendo, como
mucha gente, sectarismo y rigor -y Manolo era ciertamente un pensador riguroso,
de los que piensan las cosas absolutamente hasta el final, que no tiene final-,
le atribuyeron un sectarismo del que pura y simplemente carecía. De esta manera
se autojustificaban situándose a sí mismos en el lado sedicentemente no
sectario de la división, esto es, al otro lado de donde se daba un compromiso
político que, no nos vamos a engañar, era menos peligroso espiritual que
materialmente. Pues el régimen, que en los primeros años del desarrollo ya
casi no fusilaba a las gentes de la oposición organizada -las ejecuciones de
los anarquistas Delgado y Fernández y la de Julián Grimau se produjeron de
todos modos; ETA apenas salía del cascarón-, sí obsequiaba con torturas y
palizas que servían de entremés a prolongadas penas de prisión. Bastantes
miembros de la intelectualidad barcelonesa de izquierdas se atuvieron al papel
de "compañeros de viaje", al margen de los partidos (al cabo de los años,
la mayoría votaría socialista o nacionalista, o se integró en organizaciones
así; Barral, por ejemplo, acabaría siendo senador y hasta eurodiputado del
PSOE). Esa gauche divine limitó o complicó las posibilidades de consecución
aquí de un partido comunista a la italiana. También, y quizá sobre todo, la
acción decidida e inteligente de la burguesía nacionalista. Pero no hay que
adelantar acontecimientos.
El asunto Claudín
Sacristán se contrapuso al "claudinismo" en otro punto muy
importante: la exigencia de Claudín de mayor democracia interna en el partido
comunista. Sacristán sostenía que eso era imposible en la clandestinidad. Y en
esta contraposición se pueden apreciar hoy los límites de la lógica
estructural en que se movían -nos movíamos- los comunistas, dado que, a la
larga, la falta de democracia interna haría posibles los peores errores
politicistas de la dirección del partido.
En la clandestinidad, la democracia interna del partido comunista empezaba y
terminaba en las células, grupos de seis a doce personas que elegían a sus
responsables políticos y tomaban sus decisiones democráticamente (lo primero
no siempre; no, por ejemplo, si se producía una reorganización hasta que ésta
se consumaba). Pero el escalón siguiente en la cadena de contactos debía
establecerse de forma muy restrictiva para evitar la posibilidad de que la policía
pudiera obtener nombres mediante la tortura. Cualquier militante responsable
procuraba no saber de la organización más que lo estrictamente necesario, pues
lo que no se sabe no se puede contar, y aun así acababa sabiendo muchísimo más.
Ensanchar el ámbito de la democracia interna exigía un cambio en el sistema de
comunicación que resultaba imposible para una organización clandestina y
perseguida. Los cuadros intermedios eran reclutados desde arriba; de ellos se
esperaba que como militantes discutieran tanto como quisieran en sus células, y
como cuadros actuaran con iniciativa pero sin discutir demasiado. El resultado
era una tendencia a no construir hacia dentro los resultados exteriores de la
política, o la falta de proyección de la iniciativa política hacia el
interior del partido; y también la ausencia real de cultura de la democracia en
su seno. Esta situación, que los militantes consideraban un mal inevitable,
explica la posición de Sacristán, que era la comúnmente compartida siempre
que se planteaba este tema en las organizaciones comunistas de entonces. A la
larga, sin embargo, la falta de democracia interna resultó una pesadísima
carencia que inhibió la capacidad de análisis y de iniciativa del conjunto del
partido, en buena medida dependiente además de la información que se le
facilitaba desde arriba.
Ruedo Ibérico
El "claudinismo" arraigó más bien fuera del partido comunista, entre
intelectuales que andando los años simpatizarían con el PSOE y en torno a las
publicaciones parisienses de Ruedo Ibérico. "Arturo López Muñoz",
significativo portavoz de esta tendencia, hablaba despectivamente de "los
románticos" en la revista Triunfo para referirse a los comunistas. La mala
resolución del debate creó un motivo de rechazo al PCE que empujó a algunos
intelectuales primero hacia el FLP y finalmente hacia el PSOE. El autoritarismo
interno de que había dado muestra el PCE no se compadecía con su política de
unidad antifranquista para la consecución de la democracia ni, más específicamente,
con los modos que los intelectuales esperan para el desarrollo de una discusión.
La derrota política al menos aparente del "claudinismo" se produjo
cuando el movimiento de Comisiones Obreras logró arrancar con más persistencia
y confluir en una manifestación multitudinaria, masiva, ante el Ministerio de
Trabajo hacia 1964. "Voy al entierro de Federico", dicen que comentó
Pradera al salir de su casa para ir a esa manifestación, sabiendo de antemano
que sería un gran éxito -algunas personas captan esas cosas con sólo olfatear
el aire-. Efectivamente: la consolidación del movimiento de los trabajadores
parecía una victoria de la mayoría de la dirección comunista frente a Claudín.
Sólo que Carrillo, por su parte, como tantas veces sucede en el mundo de la política,
hizo suyas como línea de recambio algunas ideas del derrotado, según se podría
ver años después.
He aludido anteriormente a los "sucesos menores" de la consolidación
de la resistencia. Sin embargo, nada tenían de menores para las personas que
eran detenidas, torturadas, condenadas a prisión. Durante las huelgas de
Asturias de 1963, por ejemplo, un oficial de la Guardia Civil se divertía
boxeando con guantes y calzón corto con los trabajadores detenidos. Las esposas
de algunos de ellos acudieron al cuartelillo para exigir el cese de los malos
tratos y fueron vejadas ellas mismas: rapadas al cero, obligadas a ingerir
aceite de ricino. Un documento de protesta por estos hechos, encabezado por F.
Tomás y Valiente y apoyado, entre otras muchas personas, por Sacristán y otros
profesores barceloneses, tuvo por respuesta la iniciación de un procedimiento
sancionador y la descalificación pública de la protesta por parte del ministro
de Información, Fraga Iribarne.
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, Malime a Rebelión,
periódico electrónico de información alternativa 3-12-2001