Francisco
Javier Elola Díaz-Varela. La lealtad de un magistrado al Estado de Derecho
hasta las últimas consecuencias
Federico
Vázquez Osuna
Doctor
en Historia Contemporánea. Investigador Adscrito al Centre d’Estudis Històrics
Internacionals (CEHI). Universitat de Barcelona.
La Transición Democrática se hizo a costa de la desmemoria. Un pacto tácito
la envolvió: no se exigirían responsabilidades a los vencedores de la guerra
civil, que detentaron el poder cerca de cuarenta años; a cambio, éstos
permitirían que las fuerzas opositoras a la dictadura se integraran en la vida
política y social. El franquismo impuso el olvido con el objetivo de que no se
le exigiera responsabilidades por la forma tan sumamente violenta con la que se
hizo con el poder público, y la brutal represión que ejerció desde el
golpe de estado del 18 de julio de 1936 hasta el final de sus días para
mantenerlo. A partir de 1976, la memoria de los vencedores, ya sin
conmemoraciones ni recordatorios oficiales, continuaba vigente y era la única
reconocida. La democracia nacía huérfana de historia, entendida ésta
globalmente, no con la parcialidad heredada del franquismo. El paso del tiempo
conduce a la necesidad de conocer el pasado lo más objetivamente posible, no
como una forma de venganza o de ‘ajuste de cuentas’, sino simplemente para
comprender, el único medio que libera a las personas y a las colectividades.
Si esta amnesia se da en la historia general, cuanto más en la judicial... La
Administración de justicia de la II República es una gran desconocida, no
hablemos ya de sus funcionarios. Al igual que el resto de la Administración
Civil del Estado, la de justicia tampoco proviene directamente de la República,
ya que los rebeldes crearon en 1938 un Tribunal Supremo paralelo, mientras que
el republicano partió hacia el exilio. Cuando acabó la guerra, el Tribunal
Supremo rebelde se convirtió en el ‘legítimo’, lo mismo pasó con los
funcionarios insurrectos.
La desmemoria ha sumido en el olvido a muchos jueces y magistrados por el simple
hecho de haberse mantenido leales a la República. En muchos casos, se trata de
funcionarios ejemplares, modelos de rectitud ética y cívica, cuya coherencia
se encontraba a las antípodas de la gran mayoría de la magistratura y del
ministerio fiscal que desde un principio se mostraron proclives a la causa
rebelde.[1]
El magistrado Francisco-Javier Elola Díaz-Varela es uno de ellos. Nacido en
Monforte de Lemos (Lugo) el 22 de septiembre de 1877, en 1903 se licenció en
derecho en la Universidad de Santiago de Compostela. En 1905 aprobó la aposición
a la carrera judicial y fiscal, indistintas en aquella época. Después del
golpe de estado del general Primo de Rivera, el 4 de diciembre de 1923 se le
nombra vocal de la Junta Organizadora del Poder Judicial. Este nombramiento
sorprende, pues proviene de un dictador. Sólo puede explicarse por medio
de dos hipótesis: bien colaboró para intentar promover la regeneración de
España, muchos interpretaban el golpe de estado de esta forma; o bien, utilizó
este cargo para promocionarse profesionalmente.[2]
Tal vez la primera es más convincente, ya que esta colaboración inicial se
disipará rápidamente.
En esta época ya era uno de los magistrados más prestigiosos de la judicatura,
“dándose a conocer dentro de su carrera por su gran inteligencia y su
especialidad en Materias penales y procesales.” En su expediente personal no
constan quejas ni informes negativos, una circunstancia extraña si se tiene en
cuenta que la magistratura durante la Restauración sufrió intensamente las
venganzas de la oligarquía y del caciquismo: podía gustar a una fracción
local, lo cual llevaba implícito el desprecio de la otra, que se traducía en
artimañas ante el Ministerio de Justicia o los presidentes de las audiencias
para apartarla del destino o separarla.[3]
En 1924, con 47 años, se le nombra juez del Distrito de Chamberí de Madrid
–los órganos judiciales de Madrid los ocupaba la ‘gerontocracia’
judicial–, un destino que insinuaba que en pocos años se le designaría para
la Audiencia de Madrid, paso previo para llegar al Tribunal Supremo. Gracias a
su gran preparación intelectual y jurídica, representará a España en los
Congresos Penales Internacionales de París, Bruselas y el de Budapest de
1929.[4]
Esta trayectoria profesional ascendente al lado de la monarquía no se paralizó
con la II República. El 13 de mayo de 1931, el Gobierno provisional lo nombra
Fiscal General de la República, “inmerecidamente” según reconocerá, un
cargo del que dimitirá el 31 de julio de 1931, cuando se le nombra magistrado
del Tribunal Supremo. ¡Su carrera profesional es admirable! Tanto en un régimen
como en otro mantuvo su estatus y su promoción profesional, cuando lo habitual
era caer en desgracia al advenimiento del nuevo. El 28 de junio de 1931 fue
elegido diputado a Cortes Constituyentes por Lugo[5]
por el Partido Radical,[6]
lerrouxista. Sorprende la adscripción radical de Francisco-Javier Elola, sobre
todo por la demagogia que acompañó a Alejandro Lerroux a lo largo de toda su
historia. Pese a ello, desde sus inicios, “la masa que seguía (a
Alejandro Lerroux) era republicana, anticlerical, confusamente revolucionaria,
no ‘lerrouxista’. Entonces, existe el lerrouxismo ‘lerrouxista’ y,
diferente, unos seguidores de Lerroux que no son lerrouxistas, entendido como
hoy se entiende.”[7] Tampoco puede
olvidarse que políticos tan insignes como Diego Martínez Barrio o Clara
Campoamor, por poner un ejemplo, pertenecieron a este partido en estos años.
Existe la posibilidad que Francisco-Javier Elola compaginara el cargo de
magistrado del Tribunal Supremo con el de diputado, todos los indicios
documentales apuntan a ello. Así, reconocerá el 26 de abril de 1932 en una
cuestión parlamentaria que “lo sé por haber desempeñado un alto cargo, para
el que inmerecidamente me nombró la República, y por seguir ahora desempeñando
cargo jurisdiccional”. Un año antes ya había hecho lo mismo. Cuando presentó
su candidatura por Lugo, siendo Fiscal General de la República, Manuel Azaña
creía que “el fiscal pretende que se le deje fuera de la discusión
personalmente, porque él no ha estado presente en la contienda electoral (...)
el fiscal no debió mezclarse en contiendas electorales, (...) (sin) dimitir de
antemano, si quería ser diputado.” Además, el Presidente del Gobierno
aseguraba en 1933: “Elola, magistrado del Tribunal Supremo y diputado radical
(una de las combinaciones monstruosas que ha venido a cortar la ley de
Incompatibilidades)...”.[8] Esta
afirmación da a entender que simultaneaba los cargos de magistrado y diputado.
El ejercicio de las dos funciones cuestiona toda su concepción, ampliamente
expuesta en las Cortes, sobre la independencia judicial. No obstante, esta
compaginación pudo ser una práctica habitual durante la II República, ya que
durante la guerra, varios diputados del Parlament de Catalunya también desempeñaban
simultáneamente cargos jurisdiccionales.[9]
Manuel Azaña asegura en 1933 que “se ha separado del partido porque no le han
hecho vocal del Tribunal de Garantías; los radicales han preferido a Abad
Conde,[10] el hombre de las ojeras
y de las camisas malva.”[11]
Puede ser cierta esta interpretación del Presidente del Gobierno. Pese a ello,
existe la posibilidad que Elola empezara a distanciarse del Partido Radical por
el giro a la derecha que estaba experimentando. En la elección de los vocales
del Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya votación fue desfavorable al
Gobierno de Azaña, Alejandro Lerroux “pasó al ataque para acusar a Azaña de
querer una dictadira.”[12] Un
comportamiento que tal vez debía desgustar a Francisco-Javier Elola. En el
Archivo del Congreso de Diputados primero se le adscribe como radical, y después
como republicano independiente.
El pensamiento de Francisco-Javier Elola se reflejará intensamente en los
debates de las Cortes, básicamente sobre dos temas: la Administración de
Justicia y la contención del poder público, el gubernativo, que a menudo impedía
a los ciudadanos el ejercicio de los derechos contemplados en la Constitución.
Su oposición a la carrera judicial y a la Administración de Justicia, tal como
se entendían desde la Restauración, será permanente, lo que demuestra
lo lejos que se encontraba de los postulados internos de la magistratura,
dominada por el inmovilismo y el conservadurismo. También lo distingue su
negativa a la utilización de medidas excepcionales o especiales para solucionar
las conflictividades sociales que asediaban la República, de aquí que pidiera
contención y el uso de todas los mecanismos contemplados en la legislación,
renunciando a la tentación permanente del Ejecutivo de crear disposiciones u órganos
especiales y de excepción.
Francisco-Javier Elola entendía que “la Justicia española ha atravesado y
está atravesando un periodo de crisis, y es menester que se ponga mano en ello,
por el interés de la Justicia y por el interés de España.” Una afirmación
“en
pugna con la opinión respetable de la mayoría de mis compañeros de carrera. /
Aquí se habla de que la mejor forma de robustecer la administración de
justicia es crear un Poder judicial fuerte, absoluto, autónomo y único. Pues
bien, señores, yo disiento de ese parecer, disiento, no en el sentido de que no
haya garantías para los justiciables de inamovilidad, de fuero, etc., ¡ah!,
eso es necesario, estrictamente necesario; pero (...) otra cosa es que al
socaire de ciertas concepciones vetustas, constitucionales en torno de la
Justicia, vengamos aquí a pretender crear una oligarquía judicial que el día
de mañana pueda imponerse y enfrentarse con la democracia.”
Así, afirmaba que “me opondré, repito, a todo aquello que tienda a entregar
a la Magistratura ordinaria algo que disuene de su función”. Sí, Elola
entiende el Poder judicial como “un órgano directo de ejecución que realiza
determinadas funciones” y “puede pensar(las) y ejecutar(las) (...), es
decir, que puede querer y obrar por el Estado.” Sólo en este sentido la
Justicia es un Poder; sin embargo la denominación Poder judicial le desagrada,
por eso “quiero llamarlo Poder jurisdiccional, (...) porque el papel de la
Justicia está en la realización del derecho, por medio de un juicio de valor
secundario que pudiéramos llamar conocimiento. Fuera de eso no tiene ningún
poder.” Este Poder jurisdiccional tenía que englobar el ámbito público y
privado tal como los reconocía la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870,
pero también, y aquí está la novedad, el contencioso administrativo y el
social, en igualdad de condiciones con los dos primeros, al margen de las
jurisdicciones especiales que hasta entonces habían existido, que sólo
beneficiaban al Ejecutivo, en detrimento de la jurisdicción única. Una
concepción que no se haría realidad hasta pasados muchos años...
Además, entendía que “La Justicia debe acantonarse en sus respectivas
actividades, y dentro de ellas establecer y formar jueces que cumplan con su
deber y sean dignos, cultos y amantes de estos movimientos nuevos que, al fin y
al cabo, conducen a un mundo nuevo.”[13]
Francisco-Javier Elola asumía que “los jueces tienden, evidentemente, al
conservadurismo; son eminentemente conservadores, por no decir retrógrados, y
esto es menos admisible todavía en estos momentos en que el Derecho ya no es
aquel Derecho cristalizado de los Códigos”, sino que “es la vida de todos
los días”. De aquí su miedo a un Poder judicial, porque “La magistratura
está acostumbrada a fundar su criterio, a establecer principios con fórmulas
cabalísticas, y algunas veces arbitrarias, desnaturalizando en absoluto el
sentido de las Constituciones y el sentido de la democracia”. Desde el momento
que se reconociera un Poder judicial, entiende que se invadirían “funciones
del Parlamento, y por ende (...) (del) principio democrático de donde aquél
emana”, imposibilitando “la vida continua y normal del Derecho.”[14]
Su concepción de un Poder Jurisdiccional implica el respeto que debían las
autoridades y los particulares a la independencia de los funcionarios
judiciales. Ante una queja parlamentaria de un diputado por unos
procesamientos acordados por el juez de Chantada, Francisco-Javier Elola entendía
que se tenían que utilizar los mecanismos previstos en la ley, de otro forma se
podría retroceder al pasado, símbolo de la arbitrariedad, en que un juez que
desagradaba al Gobierno, el Ministro de Justicia lo separaba o trasladaba. De la
misma forma, cuando un juez de Barcelona acordó la suspensión de un acuerdo
del Ayuntamiento de Barcelona, Joan Lluhí Vallescà, diputado de Esquerra
Republicana de Catalunya, exponía en las Cortes que el juez “no conoce el
Estatuto Municipal”, por lo que rogaba “al Sr. Ministro de Justicia que
procure que por la Audiencia de Barcelona se resuelva con la mayor brevedad
sobre la apelación que el Ayuntamiento tiene planteada”, además “si
hay motivo (...) se aplique una corrección o la ley de Defensa de la República”.
Ante tal ingerencia en la independencia judicial, Elola manifestará “Exíjanse
sus responsabilidades por la vía jurisdiccional; no hay derecho a pedir lo que
solicita S.S (...) Aquí no se viene a interponer recursos de justicia, que
deben ser interpuestos ante los Tribunales.”[15]
Asimismo, era muy crítico con el uso que la autoridad gubernativa estaba
haciendo de diferentes disposiciones anteriores a la Constitución, algunas del
s. XIX, que la contravenían, entendiendo que ésta las había derogado. La
Constitución establecía en el art. 29 que la detención no se prolongaría más
de veinticuatro horas, momento en que el detenido debía pasar a disposición
judicial. Pues bien, algunos gobernadores civiles imponían sanciones que al no
ser satisfechas tenían aparejada el arresto. “Las multas, pues, impuestas por
algunos gobernadores a determinados sujetos que hoy están detenidos por fuerza
de este precepto derogado, es realmente una pena correccional, extrajudicial,
extrajurisdiccional...” La multa era procedente, pero en caso de impago sólo
podía hacerse efectiva por la vía de apremio, pero nunca imponerse un arresto.
Estas argumentaciones fueron entendidas por los socialistas y los radical
socialistas como ‘hacerle el juego’ a los diputados de la derecha
reaccionaria. Sin embargo, Elola, entre gritos, contestará que éstos
“merecen tanto respeto como cualquier ciudadano en sus derechos individuales.
Estoy defendiendo un criterio de legitimidad, de juricidad, si queréis, frente
a un criterio de arbitrariedad.”[16]
Su intención era la instauración de un sistema respetuoso con los derechos de
todos los ciudadanos, al margen del partido a que pertenecieran, de su ideología
o de su clase social: ahora los socialistas protestaban en la Cámara por su
denuncia, pero dos años más tarde, ellos se convertirían en las víctimas de
esta ausencia de garantías.
Pero el discurso de Francisco-Javier Elola tiene puntos oscuros. Por un lado, su
concepción de la independencia, vulnerada presumiblemente mientras simultaneaba
el cargo de magistrado y diputado, como ya se ha dicho; por otro, la denuncia
que hace de la magistratura por su conservadurismo, el cual podía
desestabilizar el régimen; sin embargo interpela al Ministro de Gobernación
por haber aplicado a un juez de Madrid la Ley de Defensa de la República. La
actuación gubernativa, genéricamente, la interpreta “como una manera de
presionar al Poder judicial, a los funcionarios judiciales, y que le hagan
perder la serenidad de juicio necesaria para desenvolver esa augusta función,
esa misión soberana de que estamos investidos todos los que venimos
administrando justicia.”
Sorprende que no asuma la difícil coyuntura por la que atravesaba la República,
que él ya había denunciado: el cargo jurisdiccional podía utilizarse en
detrimento del régimen democráticamente instaurado, como en un futuro
demostrarían las circunstancias. Una dualidad muy difícil de resolver, que
conducirá al Gobierno a solucionarla con la depuración política de la
magistratura y del ministerio fiscal por medio de la Ley del 8 de septiembre de
1932, contraviniendo los mecanismos y las garantías que contemplaba la Ley Orgánica
del Poder Judicial.[17]
Por otra parte, el art. 11 del Estatuto de Autonomía de Catalunya otorgará a
la Generalitat la gestión y organización de la Administración de Justicia en
su territorio. No obstante, los jueces y magistrados de los que se proveerá tenían
que proceder del escalafón estatal. La Generalitat ofertaba las vacantes y los
funcionarios solicitaban voluntariamente la “Región Autónoma”, pero si no
se producía esta petición, Catalunya podía llegar al colapso por falta de
personal, como así sucedería en el futuro. En la discusión de este artículo
en las Cortes, Elola ya había denunciado este sistema de provisión,
prediciendo que fracasaría, ya que le preocupaba que en caso de no existir
candidatos que solicitasen Catalunya, ¿qué pasaría?. El defensor
parlamentario del proyecto, el diputado Poza Juncal, le argumentó: “¿Es que
su señoría cree que no hay abogados en Cataluña y que no hay jueces en
el Escalafón del Estado que sean catalanes?” –sin embargo, los funcionarios
judiciales catalanes eran insignificantes. A lo que contestó Elola: “Es que
ya no son entonces funcionarios pertenecientes al Escalafón general.” Refiriéndose
a los abogados. También, existe la posibilidad que sintiera cierta aversión a
transferir la Administración de Justicia, fruto de una concepción unitaria de
la Administración de justicia. De esta forma, interpreta que la asunción por
la Generalitat de la Administración de justicia significa “entregar la
Justicia a Cataluña”. No obstante, como reconocía Poza Juncal, la
transferencia de la Administración de Justicia no suponía “distinción entre
la Justicia de Cataluña y la del resto de España.”[18]
Su respeto por la lengua y la cultura catalanas es indudable. Después de
un incidente, ocurrido en la Audiencia Provincial de Barcelona entre el
presidente de una sección y un grupo de ciudadanos, en el que se encontraban
presentes algunos diputados del Parlament de Catalunya, por la utilización de
la lengua y el comportamiento de la magistratura durante la Dictadura del
General Primo de Rivera, Francisco-Javier Elola preguntó en las Cortes al
Ejecutivo si se había incoado un expediente “dirigido concretamente contra el
juez que se dice autor de determinadas desconsideraciones al idioma de Cataluña
y a uno de los miembros de la Generalidad”. Por una parte, temía que esta
situación deprimiera “la autoridad judicial”, y por otra pretendía salvar
“la consideración debida a miembros dignísimos del Parlamento de Cataluña.”
El ministro le contestó que el Tribunal Supremo investigaría estos hechos.[19]
En la asamblea que se celebró para la elección del Presidente del Tribunal
Supremo, el 10 de julio de 1933, Francisco-Javier Elola fue el presidente de la
misma, resultando elegido Diego Medina García. En el mes de octubre de
1933, se disolvieron las Cortes Constituyentes; a partir de estos momentos, no
se tiene más noticias documentales de Francisco-Javier Elola: por su expediente
personal del Ministerio de Justicia se deduce que continuó desempeñando el
cargo de magistrado en el Tribunal Supremo. Ya en plena guerra civil, el 26 de
agosto de 1936, se le nombra Presidente de la Sala III de lo Contencioso
Administrativo del Tribunal Supremo. Este nombramiento es de suma importancia,
sin el cual no se puede comprender la venganza que ejercerá el régimen
franquista contra él. Cuando fracasó el golpe de estado del 18 de julio de
1936 en Madrid, se le nombró juez especial instructor de la causa por la
insurrección en todos los cuarteles y cantones militares de la ciudad. En la
instrucción guardó las formalidades legales, cosa que no gustó en aquel
ambiente de exaltación y de extremismo, que exigía una inmediata
‘venganza’ contra los golpistas, hasta el punto que se le apartó de la
instrucción por haber admitido al general Fanjul las pruebas que había
propuesto. El
27 de agosto y el 16 de Septiembre de 1936 se le nombra instructor del
“expediente
general sobre el movimiento de rebelión militar y sus múltiples derivaciones,
debiendo entender en ella con función permanente y plenitud de facultades
jurisdiccionales, según establecen las citadas disposiciones ministeriales, con
extensión para todo el territorio nacional; dada la importancia de la función
encomendada, que requiere una atención constante e interrumpida a fin de
extraer cuantas responsabilidades hayan de ser exigidas por los tribunales
competentes a los elementos civiles y militares complicados en el movimiento
subversivo; vengo en disponer que el referido Presidente de Sala, Javier
Elola Díaz-Varela, se dedique exclusivamente, con la plenitud y extensión de
la función asignada al desempeño de la mencionada comisión especial,
relevándole de todo servicio activo en el Tribunal Supremo, sin perjuicio de
requerir su asesoramiento técnico en los casos que este Ministerio
determine”.[20]
El 27 de agosto de 1937, también se le nombra Presidente de la Junta de
Inspección de Tribunales de Madrid, “creada con objeto de investigar (la)
actitud y adhesión al Régimen de los funcionarios de (la) Administración de
Justicia.” Por este nombramiento será considerado como un funcionario
inquierdista...[21] Estas
designaciones se realizan cuando la República existe nominalmente, pero con muy
poca potestad pública, a veces casi nula. A partir del 18 de julio, en los
territorios donde se venció el golpe de estado, la victoria se tradujo en una
desintegració del poder público; éste, sin ningún tipo de efectivos
represivos, no pudo frenar la criminalidad que se impuso. En estos instantes,
surgen multitud de comités y grupos, muchos de difícil identificación ideológica,
que se hacen con el ‘poder público’, si se puede llamar así; eso sí,
todos querían actuar para ‘controlar’ el descontrol, incrementándolo todavía
más –las patrullas de control y los grupos de ‘incontrolados’...[22]
El poder se encontraba en la calle, lo detentaban aquellos que poseían armas,
que se habían hecho con ellas. Si esta situación no era suficiente, en estos
momentos también se inicia la revolución, la que muy a menudo se tradujo más
por sus aspectos destructivos que por los constructivos. No puede olvidarse que
todos estos acontencimientos son fruto del golpe de estado del 18 de julio que
desintegró el poder del Estado, hasta esta fecha la República contuvo los
radicalismos de izquierda y de derecha, con más o menos problemas, pero lo
hizo.
Después de estos nombramientos, Francisco-Javier Elola se volcó como juez
especial, instructor general, en la instrucción de la causa por la insurrección
militar, lo que implica que en cada audiencia territorial donde no había
triunfado el golpe de estado disponía de un juez especial auxiliar,
ello ante la desintegración del cuerpo jurídico-militar después del golpe de
estado. Ante la conmoción interna e internacional por el
fusilamiento de José-Antonio Primo de Rivera, el Ministro de Justicia le
solicitó el 31 de mayo de 1937 “se sirva remitir a este Ministerio el
sumario que como Juez Especial de los delitos de rebelión y sedición ha
instruido contra el inculpado José Antonio Primo de Rivera, posteriormente
sentenciado por el Tribunal Popular de Alicante.”[23]
Estos nombramientos prueban su lealtad al régimen y a las autoridades
legalmente constituidas.
Cuando el Gobierno de la República se trasladó a Valencia, el Tribunal Supremo
le acompañó, lo mismo que cuando lo hizo a Barcelona en octubre de 1937. En
este periodo, el magistrado Elola desempeñó el cargo especial para el que había
sido nombrado. En el mes de junio de 1938, el Servicio de Inteligencia Militar
de la República descubrió que una parte de la judicatura de Catalunya estaba
integrada en la quinta columna –las diferentes organizaciones clandestinas que
trabajaban en el territorio republicano a favor del Gobierno de Burgos–, por
lo que el juez instructor de espionaje decretó su ingresó en prisión. En la
sentencia del 17 de junio de 1938 del Tribunal de Espionaje y Alta Traición de
Catalunya contra estos funcionarios quintacolunistas se admitía “que no
habiendo hecho otra cosa la Policía gubernativa y en especial el Agente sr.
Grimau[24]
(...) que afirmar que había comprobado la exactitud de los cargos contra los
jueces, o sea de carácter de fascistas o indiferentes propicios a inclinarse a
la causa fascista”, estas imputaciones no tenían “comprobación en la
realidad”. De acuerdo con la investigación sumarial, a los jueces sólo se
les consideraba de ideología “derechista, acomodaticia, religiosa, liberal,
conservador”, ya que “no existen indicios para calificarlo(s) de fascista(s)”.
Estos argumentos señalaban una posible absolución que se confirmó gracias a
que contaron con el testimonio de diferentes personalidades políticas de la República.
Pero no sólo se comportaron así éstos, sino que “los Presidentes de
(...) Sala del Tribunal Supremo, Excmos. Sres. Elola, Aberrategui, Álvarez
Martín y Paz (...) afirman merecerles confianza la lealtad de todos los
funcionarios”. Ante la interpretación de las pruebas y la información
aportada por los testigos, el tribunal, dentro de la más pura tradición
liberal, los absolvió; ya que entendía que su finalidad no consistía en
“penetrar inquisitivamente en la conciencia de los encartados para discriminar
su ideología”. Si los funcionarios eran “marcadamente de derecha(s)”,
pero en ejercicio del cargo “ha(n) cumplido, mostrando(se) fieles al momento
actual, es obvio que (a)l Tribunal no le corresponde imponer ninguna sanción,
pues en todo caso, en el orden gubernativo, es donde se debe resolver si al
Estado Republicano le conviene o no tener a tales funcionarios”.[25]
El 20 de junio de 1938 se les ponía en libertad.
Francisco-Javier Elola salió en defensa de sus compañeros de carrera, a pesar
de que éstos desde hacía mucho tiempo se habían unido a la causa rebelde
mediante el sabotaje, la sustracción de documentación y la contribución económica
al Socorro Blanco; pero en aquellos momentos se desconocía este comportamiento.
La actuación de Francisco-Javier Elola es muy importante, ya que en un futuro
muy inmediato aquellos a los que él socorrió lo olvidaran a su suerte, la más
trágica...[26]
Desde junio de 1938 hasta el 26 de enero de 1939, fecha en que las tropas
rebeldes conquistan Barcelona, no se sabe nada más de él, sólo que continúa
como presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de la República. Cuando se
produce la ‘retirada’, decide no exiliarse, ya que no se considera reo de
ningún delito. Se desconoce a qué obedece esta decisión, los acontecimientos
posteriores si inducen a pensar que Elola, con 62 años, se podría encontrar
agotado y deprimido por la terrible guerra civil que había vivido desde una
alta instancia del Estado. No obstante, presenta la declaración jurada a las
autoridades franquistas para incorporarse al ‘Nuevo Estado’. El lenguaje que
utiliza en ésta lo hacen sospechoso de colaboracionismo, así argumenta que se
negó a abandonar España por “el amor infinito a España. Quise dar
cuenta de mis actos a las autoridades legítimas”. Pero esta hipótesis no
prospera desde el momento que él se adelanta a una investigación de las
autoridades franquista, argumentado que nada tuvo que ver con la ejecución del
General Fanjul, obra del Tribunal Popular de Madrid.
Las autoridades castrenses franquistas detuvieron a Francisco-Javier Elola y
decretaron su ingreso en prisión, incoándosele la “Causa núm. 8/1939 de la
Auditoria de Guerra de Cataluña, instruida contra Magistrados, Fiscales y
jueces de la Sala Sexta del Tribunal Supremo del llamado Gobierno de la República”.
A Elola se le acusaba de un delito de rebelión. Ramón Serrano Súñer, el
‘cuñadísimo’, describe esta forma tan peculiar de administrar justicia
como “’la justicia al revés’: condenar como rebeldes a los leales, porque
rebeldes eran los que se alzaron y todos los que les asistimos y colaboramos”.[27]
Las autoridades franquistas lo acusaban de haber sido el instructor de la causa
por la insurrección militar del 18 de julio de 1936 en Madrid, y
consecuentemente el responsable de la ejecución del general Fanjul, como también
de las muertes que se produjeron en la Prisión Modelo de Madrid el 23 de agosto
de 1936. Como ya se ha expuesto, inició la instrucción de la causa de Madrid,[28]
de la que renunció al no observarse las prescripciones legales, por cuanto no
se le permitió admitir las pruebas que propuso el general Fanjul; además la
complejidad de los hechos obligaba a tramitarla por el procedimiento ordinario,
y no por el sumarísimo como se estaba haciendo, cosa que tampoco se le consintió.
Las autoridades castrenses franquistas entenderán esta renuncia como la
imposibilidad que tenía de instruir la causa al haber sido nombrado intructor
general para toda la 1ª División. Además, se le intentará involucrar en la
creación de los Tribunales Populares. Él intentará liberarse de cualquier
responsabilidad en la redacción de Decreto por el cual se establecieron,[29]
pues muchas ejecuciones derivaban de estos órganos especiales y de excepción.
En su redacción no tuvo ninguna participación: siempre había destestado las
jurisdicciones especiales, porque creía que el ordenamiento de la República
poseía suficientes instrumentos legales para hacer frente a la situación
creada después del 18 de julio. Así expone que
“Don
Marinao Gómez (presidente del Tribunal Supremo) mostró al dicente el original
del Decreto firmado la noche anterior (21 o 22 de agosto de 1936) por el que se
constituían los Tribunales Populares en Madrid, según se dijo debido a
reclamaciones de potencias para imprimir mayor rapidez a la Justicia y poder
poner coto a la actitud violenta de las turbas que tantos excesos habían
cometido en jornadas precedentes” (...) Que al constituirse los Tribunales
Populares (...) todos los magistrados de la Sala Sexta intervinieron en ellos.
(...) Que la iniciativa de creación de otros organismos de Administración de
Justicia penal fue también de D. Mariano Gómez”.[30]
El 26 de febrero de 1939, se le procesará por existir ‘indicios racionales’
de ser autor de un delito de rebelión. En el auto de procesamiento se asegura
“Que
el Tribunal Supremo en virtud de las leyes orgánicas que regulaban su
constitución y funcionamiento poseía las facultades y atribuciones de la
natural jararquización en los órganos de la administración de Justicia señalaba
para el organismo superior, y correlativamente en aquellos las de subordinación
y acatamiento, que fueron aprovechadas por el llamado Gobierno de la República,
para intentar vestir con la apariencia de legalidad exterior, una vez iniciado
el Movimiento Nacional todas aquellas instituciones judiciales creadas con
posterioridad al dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis y que cual
los llamados Tribunales populares (...) tantos crímenes, tropelías e
injusticias cometieron de cuya inducción y realización debe alcanzar la
responsabilidad al llamado Tribunal Supremo que con arreglo a las disposiciones
dictadas en la Zona roja, desde la fecha señalada anteriormente, ya con carácter
de especialidad, ya en las normas de constitución de dichos órganos, conservó
las indicadas facultades de fiscalización, unidas a otras, como las de
propuesta de nombramientos de componentes de los organismos anteriormente
citados, de resolución de conflictos jurisdiccionales suscitados entre aquellos
(...) Puede afirmarse que de hecho e inclusive de derecho la responsabilidad de
la llamada justicia administrada en la Zona que tuvo que sufrir la dominación
marxista debe recaer directamente sobre los componentes del Tribunal Supremo, y
especialmente sobre aquellos que por los cargos que ostentaban puede estimarse
gozaban de la confianza del Gobierno que nominalmente dirigía dicha
administración de justicia.”
De esta forma, se le imputava: ser instructor de la causa por la
insurrección militar en Madrid, abrir una pieza separada para cada cuartel y
sus cantones, denegar recursos de procesamiento, aceptar el nombramiento de
presidente de Sala del Tribunal Supremo, formar parte de la Sala de Gobierno de
este tribunal...
Estas interpretaciones tan caprichosas, sólo intentaban obviar la realidad histórica
y la forma tan sumamente violenta con que el franquismo se hizo con el poder público.
En el recurso de reforma contra el auto de procesamiento, argumentará, muy
valiente y serenamente, pero con unos argumentos liberales que no tenían cabida
en el ‘Nuevo Estado’, que
“no
me conceptuo reo de delito de rebelión militar, porque no me levanté contra la
Constitución del Estado, ni del Jefe del mismo, ni de las Cortes, ni del
Gobierno formalmente legítimo. Tampoco me adherí expresa o tácitamente
a níngún movimiento de esta índole; como Magistrado del Tribunal Supremo,
integraba un Poder del Estado y no me aparté un solo momento de mis deberes
constitucionales y orgánicos, de obediencia, deber funcional, subordinación y
disciplina, permaneciendo alejado de toda clase de partidismos y luchas políticas.
(...) En concreto: he obrado por obediencia debida y en cumplimiento
legítimo de un cargo jurisdiccional, cuya investidura era indiscutible para
el que la recibiera, en mal hora. (...) no debe medirse la responsabilidad de un
juez por el insólito y grave hecho perseguido, sino por su actuación
jurisdiccional, respecto a su trascendental misión. (...) hago la precedentes
afirmaciones para situar mi posición ante el indicio. Este requiere como base
de influencia lógica, que descanse en hechos demostrados o evidentes. Solicito
de V.E se ahonde la instrucción sumarial a fin de aislar e individualizar mi
responsabilidad concreta, respecto de los hechos que se me imputan como
constitutivos de un delito de rebelión en cualquiera de sus matices.”
De nada le sirvió el ruego: el franquismo tenía suficientemente claro cual sería
su fin. Ante la impotencia de cómo se desarrollaba la instrucción, intentará
razonar todo lo que le estaba sucediendo, unas notas que la autoridad castrense
se hará con ellas y ordenará unirlas a la causa. En ellas argumenta con
gran una gran lucidez e integridad:
“Surge
la rebelión por el alzamiento colectivo en armas contra un poder
legalmente constituido. En dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis
existía un Estado con todas las condiciones jurídicas y reales a las
que debía su ser en el mundo internacional. Era el de la República Española.
Se regía por una Ley fundamental: la Constitución de diciembre de mil
novecientos treinta y uno. Su estructura era racionalizada. Hallábase dotada de
leyes, reguladoras de su vida interior. Poseía organismos públicos en pleno
funcionamiento (...) No se concibe, pues, una rebelión del Estado organizado,
contra una minoria que por las razones sociales y políticas que la asistiesen
para combatir el poder legal y formal se había levantado en armas contra aquél.
Real y jurídicamente la rebeldía estaba en el campo de los que se levantaron
contra el Estado republicano y no se consolidó como tal Poder (...) Por lo
tanto, en los primeros meses a partir de julio de mil novecientos treinta y
seis, no podía calificarse de rebelde al servidor del Estado, ni al
Estado mismo (...) El Estado naciente podrá calificarnos de afectos o
desafectos, de leales o de sospechosos, de confianza o desconfianza, pero jamás
como rebeldes para fundar sobre esta calificación jurídica una sanción
penal. (...) La ideas no delinquen, sinó las conductas, ferreamente subsumidas
en los preceptos legales coetáneos a sus presuntas infracciones. Todo otro
criterio sería horriblemente injusto, inicuo, desmoralizador y contrario a los
intereses del Estado nuevo, en régimen jurídico de permanencia y de
convivencia social.”
En la instrucción de la causa fue olvidado por aquellos compañeros de la
carrera que él había socorrido un año antes, pese a que algunos ya habían
sido readmitidos en el proceso de depuració franquista, por lo que ya
disfrutaban del reconocimiento del régimen. Incluso se le denegó el defensor
que designó, el letrado José Maruny Boy, nombrándosele uno de oficio. En el
consejo de guerra asistirá como testigo José Castán Tobeñas, quien afirmará
que Francisco-Javier Elola “siempre dió prueba de independencia y buen
magistrado, estudioso y capacitado, que siempre votó las conmutaciones, y que
Don Mariano Gómez le reprendió”.
La sentencia del 13 de marzo de 1939 considerará probado que Francisco-Javier
Elola
“había
desempeñado el cargo de Fiscal General de la República a raíz de su instalación
y nombrado Magistrado del Tribunal Supremo por el Ministro de Justicia,
Albornoz, el veintiuno de julio de mil novecientos treinta y seis (sic), a
propuesta de la Fiscalía General de la República, fue designado por la Sala de
Vacaciones del Tribunal Supremo en funciones de Sala de Gobierno, Juez Especial
para que se hiciera cargo de la causa incoada por la Auditoría de la Primera
División, por el delito de Rebelión Militar, o sea, por los sucesos acaecidos
con ocasión del Movimiento Nacional, concediéndole las atribuciones que la
Jurisdicción competen a los instructores y al Auditor, salvo las del artículo
quinientos treinta y tres del Código de Justicia Militar, siendo nombrados a su
propuesta, cuatro Jueces-Delegados con objetivo que la rapidez y eficacia del
procedimiento fueran máximas, reservándose el mencionado Sr. ELOLA la facultad
de dictar resoluciones; que en el día treinta de Julio del indicado mes, la
Sala Sexta del Tribunal Supremo dictó auto declarando su competencia para
conocer en única instancia de la citada causa, ordenándose prosiguieran las
actuaciones en juicios sumarísimo, únicamente contra los procesados DON JOAQUÍN
FANJUL GOÑI y DON TOMÁS FERNÁNDEZ QUINTANA (...) que en cuatro de Agosto del
mismo año, solicitó éste ser relevado de los incidentes del indicado sumarísimo,
por hallarse actuando como Juez Especial en la causa general por rebelión
militar en todo el territorio de la Primer División, causa general de
extraordinaria importancia en la que el procesado formó pieza separada por cada
cuartel de Madrid, y sus cantones, subdividadas en ramos por unidades militares,
dictando centenares de autos de procesamiento, de cuyos recursos conocía
personalmente; ampliándose la jurisdicción a todo el territorio y deduciendo múltiples
testimonios de la susodicha causa general que sirvieron de cabeza a otros tantos
procesos en los que recayeron las más graves penas; se le nombró también
Presidente de la Junta Depuradora de los funcionarios de Justicia; en veintiséis
de agosto del mismo año, se le confiere un ascenso de libre elección en su
carrera siendo nombrado Presidente de la Sala 3ª, formando parte como tal de la
de Gobierno con la que asiste a varios actos públicos realizados como
propaganda de la Justicia roja, continuando sin interrupción en su puesto hasta
la liberación de Barcelona; mantuvo relaciones con el célebre asesino
rojo García Atadell, exaltando en una de ellas su entusiasmo por el Frente
Popular, y denunciándole en otra las sospechas que tenía de que por elementos
adictos a la Causa nacional se planeaba un asalto a una emisora de Radio
Madrid.”
Por estos hechos, en los que curiosamente no se tuvo en cuenta que fue el
instructor general de la causa para toda la República, se le considera autor de
un delito de rebelión, y se le condena a la pena de muerte... La sentencia la
apeló al Alto Tribunal de Justicia Militar. En la sentencia del 18 de abril de
1939 del Alto tribunal se considera probado que los hechos objeto de apelación
“son
integrantes de un delito de adhesión a la rebelión militar (...) el señor
Elola actuando como Juez Especial contra los verdaderos españoles que se
sumaron al legítimo Movimiento Militar de cuyo sumario dedujo numerosos
testimonios que sirvieron de cabeza a otros tantos actuados y si bien no se
prestó a integrar los Tribunales Populares su actuación fué contumaz en la
administración de la llamada justicia del Frente Popular y de franca cooperación
a la misma (...) los citados procesados [en la causa había varios acusados]
prestaron una cooperación manifiesta, eficaz y destacada a la causa rebelde
pues, dada su categoria y condición social y profesional, su incorporación a
la justicia rebelde daba a esta exteriormente una sensación de solvencia de la
que en realidad carecía (...) demostraron su adhesión a la causa rebelde a la
que sirvieron sin reserva”.
Así se confirmó la pena del consejo de guerra de Barcelona. El 11 de mayo de
1939, “El Asesor Jurídico del Cuartel General de S.E el Generalísimo (...)
dice: S.E el Jefe del Estado, se dá por ENTERADO de la pena impuesta a DON
FRANCISCO JAVIER ELOLA Y DIAZ-VARELA (...)”
Al día siguiente, se hace constar:
“DILIGENCIA
ACREDITANDO LA EJECUCION.- En la plaza de Barcelona a doce de Mayo de mil
novecientos treinta y nueve.- Año de la Victoria.- Se extiende la presente
diligencia para hacer constar que a las cinco horas del día de la fecha, y en
el Campo de la Bota, han sido ejecutados por fusilamiento la pena impuesta a los
procesados DON FERNANDO BERENGUER DE LA CAJIGAS, DON FRANCISCO-JAVIER ELOLA DIAZ-VARELA
y DON PEDRO RODRÍGUEZ GOMEZ. Realizada que fué la ejecución el Médido
designado al efecto Don José María Llorach previo reconocimiento del cuerpo,
certificó su defunción.- Y para que conste, la firma S.S el oficial Médico,
de lo que doy fe.”[31]
En la certificación de defunción se hace constar como causa de la muerte una
“profusa hemorragia interna”.[32]
Pese a ello, el magistrado Luís Pomares Pérez, presidente de la Sala II de la
Audiencia Territorial de Barcelona, juez especial de Barcelona de la causa por
la insurrección militar, auxiliar de Elola, también se le condenará a la pena
de muerte por el Alto Tribunal de Justicia Militar, pues se le consideraba
responsable de las muertes de los generales Goded y Burriel. Sin embargo, esta
pena la conmutará el general Franco...[33]
Francisco-Javier Elola representaba la nueva Administración de Justicia que el
republicanismo quiso instaurar, de aquí la necesidad de fusilar-lo. Su
asesinato fue un acto de venganza y a la vez de prevención. Él simbolizaba un
régimen del que no debía quedar ni rastro. Por otro lado, su preparación y
rigor intelectual y jurídico eran temidos por el ‘Nuevo Estado’, en
cualquier momento podía manifestar su oposición, con sólidos fundamentos, lo
cual también hacía necesario desembarazarse de él, ‘preventivamente’, ya
que su forma de actuar siempre procedió “única y exclusivamente del concepto
más puro sobre el cumplimiento del deber ajustado a la ley y a la conciencia más
estricta, sin inclinaciones políticas determinadas y mucho menos
tendenciosas”.[34]
Tampoco puede olvidarse sus críticas a la carrera judicial tal como se había
concebido hasta esos momentos, ni su denuncia de la preparación jurídica y
intelectual de la magistratura, así como su adscripción política “retrógrada”.
Pero la pesadilla aún no había terminado para la familia de Francisco-Javier
Elola. De acuerdo con la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de Febrero de
1939, los condenados por la jurisdicción castrense también eran objeto de esta
ley, una nueva jurisdicción más dentro del universo que creó el franquismo, a
fin de desnaturalizar la ordinaria. El asesinato de Francisco-Javier Elola no
era suficiente, ahora sus herederos tendrían que someterse a un nuevo calvario.
Así, se le instruyó un expediente de responsabilidad que tenía como único
fin, después de declarar su responsabilidad política, la confiscación de
todos o parte de sus bienes o la imposición de una multa a cargo de su caudal
hereditario. El juez instructor de Barcelona rápidamente puso en funcionamiento
toda la burocracia del régimen para averiguar el patrimonio del difunto. Se
investigó en Madrid, Barcelona, Lugo, Monforte de Lemos... Después de años de
investigaciones, sólo en encontró a nombre de él y de su esposa 18.000
pesetas en acciones de Ferrocarril MZA y de la Transatlántica, las que se
embargaron.
Pero el suplicio aún no había terminado, la humillación aún continuaría. El
5 de abril de 1944, se requería a su viuda, Consuelo Fernández González, para
que aportara una declaración jurada de los bienes a nombre del difunto o
aquellos otros en común. Ésta manifestará: “Mi fallecido esposo no dejó
bienes de ningún género”, sí cuatro hijos, hoy huérfanos. Con la
modificación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1942, sólo podían
prosperar los expedientes en que la cuantía intervenida fuera superior a
25.000 pesetas, de esta forma se entregaron las 18.000 pesetas embargadas a sus
herederos, el 3 de enero de 1945.
Curiosamente, uno de los jueces que instruyó este expediente de
responsabilidades políticas fue uno de aquellos que se libró de una pena del
Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Catalunya, posiblemente la de prisión
o la de muerte, gracias al testimonio a su favor, entre el de otros, de
Francisco-Javier Elola, presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de la República...[35]
[28]
El 25 de julio el Tribunal Supremo nombra a Humberto Llorente Regidor,
Felipe Uribarri, Manuel Fernández Gordillo y Mariano Luján, jueces de
instrucción de Madrid, jueces especiales delegados para la instrucción del
sumario encomendado al Sr. Elola. Su jurisdicción se ampliaba a todo el
territorio de la 1ª División.