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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Francisco Javier Elola Díaz-Varela. La lealtad de un magistrado al Estado de Derecho hasta las últimas consecuencias

 

Federico Vázquez Osuna

 

Doctor en Historia Contemporánea. Investigador Adscrito al Centre d’Estudis Històrics Internacionals (CEHI). Universitat de Barcelona.

 

 

     La Transición Democrática se hizo a costa de la desmemoria. Un pacto tácito la envolvió: no se exigirían responsabilidades a los vencedores de la guerra civil, que detentaron el poder cerca de cuarenta años; a cambio, éstos permitirían que las fuerzas opositoras a la dictadura se integraran en la vida política y social. El franquismo impuso el olvido con el objetivo de que no se le exigiera responsabilidades por la forma tan sumamente violenta con la que se hizo con el poder público, y la brutal represión que ejerció  desde el golpe de estado del 18 de julio de 1936 hasta el final de sus días  para mantenerlo. A partir de 1976, la memoria de los vencedores, ya sin conmemoraciones ni recordatorios oficiales, continuaba vigente y era la única reconocida. La democracia nacía huérfana de historia, entendida ésta globalmente, no con la parcialidad heredada del franquismo. El paso del tiempo conduce a la necesidad de conocer el pasado lo más objetivamente posible, no como una forma de venganza o de ‘ajuste de cuentas’, sino simplemente para comprender, el único medio que libera a las personas y a las colectividades.

 

     Si esta amnesia se da en la historia general, cuanto más en la judicial... La Administración de justicia de la II República es una gran desconocida, no hablemos ya de sus funcionarios. Al igual que el resto de la Administración Civil del Estado, la de justicia tampoco proviene directamente de la República, ya que los rebeldes crearon en 1938 un Tribunal Supremo paralelo, mientras que el republicano partió hacia el exilio. Cuando acabó la guerra, el Tribunal Supremo rebelde se convirtió en el ‘legítimo’, lo mismo pasó con los funcionarios insurrectos.

 

     La desmemoria ha sumido en el olvido a muchos jueces y magistrados por el simple hecho de haberse mantenido leales a la República. En muchos casos, se trata de funcionarios ejemplares, modelos de rectitud ética y cívica, cuya coherencia se encontraba a las antípodas de la gran mayoría de la magistratura y del ministerio fiscal que desde un principio se mostraron proclives a la causa rebelde.[1]

 

     El magistrado Francisco-Javier Elola Díaz-Varela es uno de ellos. Nacido en Monforte de Lemos (Lugo) el 22 de septiembre de 1877, en 1903 se licenció en derecho en la Universidad de Santiago de Compostela. En 1905 aprobó la aposición a la carrera judicial y fiscal, indistintas en aquella época. Después del golpe de estado del general Primo de Rivera, el 4 de diciembre de 1923 se le nombra vocal de la Junta Organizadora del Poder Judicial. Este nombramiento sorprende, pues proviene de un dictador.  Sólo puede explicarse por medio de dos hipótesis: bien colaboró para intentar promover la regeneración de España, muchos interpretaban el golpe de estado de esta forma; o bien, utilizó este cargo para promocionarse profesionalmente.[2] Tal vez la primera es más convincente, ya que esta colaboración inicial se disipará rápidamente.

 

     En esta época ya era uno de los magistrados más prestigiosos de la judicatura, “dándose a conocer dentro de su carrera por su gran inteligencia y su especialidad en Materias penales y procesales.” En su expediente personal no constan quejas ni informes negativos, una circunstancia extraña si se tiene en cuenta que la magistratura durante la Restauración sufrió intensamente las venganzas de la oligarquía y del caciquismo: podía gustar a una fracción local, lo cual llevaba implícito el desprecio de la otra, que se traducía en artimañas ante el Ministerio de Justicia o los presidentes de las audiencias para apartarla del destino o separarla.[3] En 1924, con 47 años, se le nombra juez del Distrito de Chamberí de Madrid –los órganos judiciales de Madrid los ocupaba la ‘gerontocracia’ judicial–, un destino que insinuaba que en pocos años se le designaría para la Audiencia de Madrid, paso previo para llegar al Tribunal Supremo. Gracias a su gran preparación intelectual y jurídica, representará a España en los Congresos Penales Internacionales de París, Bruselas y el  de Budapest de 1929.[4]

 

     Esta trayectoria profesional ascendente al lado de la monarquía no se paralizó con la II República. El 13 de mayo de 1931, el Gobierno provisional lo nombra Fiscal General de la República, “inmerecidamente” según reconocerá, un cargo del que dimitirá el 31 de julio de 1931, cuando se le nombra magistrado del Tribunal Supremo. ¡Su carrera profesional es admirable! Tanto en un régimen como en otro mantuvo su estatus y su promoción profesional, cuando lo habitual era caer en desgracia al advenimiento del nuevo. El 28 de junio de 1931 fue elegido diputado a Cortes Constituyentes  por Lugo[5] por el Partido Radical,[6] lerrouxista. Sorprende la adscripción radical de Francisco-Javier Elola, sobre todo por la demagogia que acompañó a Alejandro Lerroux a lo largo de toda su historia. Pese a ello, desde sus inicios,  “la masa que seguía (a Alejandro Lerroux) era republicana, anticlerical, confusamente revolucionaria, no ‘lerrouxista’. Entonces, existe el lerrouxismo ‘lerrouxista’ y, diferente, unos seguidores de Lerroux que no son lerrouxistas, entendido como hoy se entiende.”[7] Tampoco puede olvidarse que políticos tan insignes como Diego Martínez Barrio o Clara Campoamor, por poner un ejemplo, pertenecieron a este partido en estos años.

 

     Existe la posibilidad que Francisco-Javier Elola compaginara el cargo de magistrado del Tribunal Supremo con el de diputado, todos los indicios documentales apuntan a ello. Así, reconocerá el 26 de abril de 1932 en una cuestión parlamentaria que “lo sé por haber desempeñado un alto cargo, para el que inmerecidamente me nombró la República, y por seguir ahora desempeñando cargo jurisdiccional”. Un año antes ya había hecho lo mismo. Cuando presentó su candidatura por Lugo, siendo Fiscal General de la República, Manuel Azaña creía que “el fiscal pretende que se le deje fuera de la discusión personalmente, porque él no ha estado presente en la contienda electoral (...) el fiscal no debió mezclarse en contiendas electorales, (...) (sin) dimitir de antemano, si quería ser diputado.” Además, el Presidente del Gobierno aseguraba en 1933: “Elola, magistrado del Tribunal Supremo y diputado radical  (una de las combinaciones monstruosas que ha venido a cortar la ley de Incompatibilidades)...”.[8] Esta afirmación da a entender que simultaneaba los cargos de magistrado y diputado. El ejercicio de las dos funciones cuestiona toda su concepción, ampliamente expuesta en las Cortes, sobre la independencia judicial. No obstante, esta compaginación pudo ser una práctica habitual durante la II República, ya que durante la guerra, varios diputados del Parlament de Catalunya también desempeñaban simultáneamente cargos jurisdiccionales.[9]

 

     Manuel Azaña asegura en 1933 que “se ha separado del partido porque no le han hecho vocal del Tribunal de Garantías; los radicales han preferido a Abad Conde,[10] el hombre de las ojeras y de las camisas malva.”[11] Puede ser cierta esta interpretación del Presidente del Gobierno. Pese a ello, existe la posibilidad que Elola empezara a distanciarse del Partido Radical por el giro a la derecha que estaba experimentando. En la elección de los vocales del Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya votación fue desfavorable al Gobierno de Azaña, Alejandro Lerroux “pasó al ataque para acusar a Azaña de querer una dictadira.”[12] Un comportamiento que tal vez debía desgustar a Francisco-Javier Elola. En el Archivo del Congreso de Diputados primero se le adscribe como radical, y después como republicano independiente.

 

     El pensamiento de Francisco-Javier Elola se reflejará intensamente en los debates de las Cortes, básicamente sobre dos temas: la Administración de Justicia y la contención del poder público, el gubernativo, que a menudo impedía a los ciudadanos el ejercicio de los derechos contemplados en la Constitución. Su oposición a la carrera judicial y a la Administración de Justicia, tal como se entendían desde la Restauración, será permanente, lo que demuestra  lo lejos que se encontraba de los postulados internos de la magistratura, dominada por el inmovilismo y el conservadurismo. También lo distingue su negativa a la utilización de medidas excepcionales o especiales para solucionar las conflictividades sociales que asediaban la República, de aquí que pidiera contención y el uso de todas los mecanismos contemplados en la legislación, renunciando a la tentación permanente del Ejecutivo de crear disposiciones u órganos especiales y de excepción.

 

     Francisco-Javier Elola entendía que “la Justicia española ha atravesado y está atravesando un periodo de crisis, y es menester que se ponga mano en ello, por el interés de la Justicia y por el interés de España.” Una afirmación

 

 “en pugna con la opinión respetable de la mayoría de mis compañeros de carrera. / Aquí se habla de que la mejor forma de robustecer la administración de justicia es crear un Poder judicial fuerte, absoluto, autónomo y único. Pues bien, señores, yo disiento de ese parecer, disiento, no en el sentido de que no haya garantías para los justiciables de inamovilidad, de fuero, etc., ¡ah!, eso es necesario, estrictamente necesario; pero (...) otra cosa es que al socaire de ciertas concepciones vetustas, constitucionales en torno de la Justicia, vengamos aquí a pretender crear una oligarquía judicial que el día de mañana pueda imponerse y enfrentarse  con la democracia.”

 

     Así, afirmaba que “me opondré, repito, a todo aquello que tienda a entregar a la Magistratura ordinaria algo que disuene de su función”. Sí, Elola entiende el Poder judicial como “un órgano directo de ejecución que realiza determinadas funciones” y “puede pensar(las)  y ejecutar(las) (...), es decir, que puede querer y obrar por el Estado.” Sólo en este sentido la Justicia es un Poder; sin embargo la denominación Poder judicial le desagrada, por eso “quiero llamarlo Poder jurisdiccional, (...) porque el papel de la Justicia está en la realización del derecho, por medio de un juicio de valor secundario que pudiéramos llamar conocimiento. Fuera de eso no tiene ningún poder.” Este Poder jurisdiccional tenía que englobar el ámbito público y privado tal como los reconocía la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, pero también, y aquí está la novedad, el contencioso administrativo y el social, en igualdad de condiciones con los dos primeros, al margen de las jurisdicciones especiales que hasta entonces habían existido, que sólo beneficiaban al Ejecutivo, en detrimento de la jurisdicción única. Una concepción que no se haría realidad hasta pasados muchos años... 

 

     Además, entendía que “La Justicia debe acantonarse en sus respectivas actividades, y dentro de ellas establecer y formar jueces que cumplan con su deber y sean dignos, cultos y amantes de estos movimientos nuevos que, al fin y al cabo, conducen a un mundo nuevo.”[13] Francisco-Javier Elola asumía que “los jueces tienden, evidentemente, al conservadurismo; son eminentemente conservadores, por no decir retrógrados, y esto es menos admisible todavía en estos momentos en que el Derecho ya no es aquel Derecho cristalizado de los Códigos”, sino que “es la vida de todos los días”. De aquí su miedo a un Poder judicial, porque “La magistratura está acostumbrada a fundar su criterio, a establecer principios con fórmulas cabalísticas, y algunas veces arbitrarias, desnaturalizando en absoluto el sentido de las Constituciones y el sentido de la democracia”. Desde el momento que se reconociera un Poder judicial, entiende que se invadirían “funciones del Parlamento, y por ende (...) (del) principio democrático de donde aquél emana”, imposibilitando “la vida continua y normal del Derecho.”[14]

 

     Su concepción de un Poder Jurisdiccional implica el respeto que debían las autoridades y los particulares a la independencia de los funcionarios judiciales.  Ante una queja parlamentaria de un diputado por unos procesamientos acordados por el juez de Chantada, Francisco-Javier Elola entendía que se tenían que utilizar los mecanismos previstos en la ley, de otro forma se podría retroceder al pasado, símbolo de la arbitrariedad, en que un juez que desagradaba al Gobierno, el Ministro de Justicia lo separaba o trasladaba. De la misma forma, cuando un juez de Barcelona acordó la suspensión de un acuerdo del Ayuntamiento de Barcelona, Joan Lluhí Vallescà, diputado de Esquerra Republicana de Catalunya, exponía en las Cortes que el juez “no conoce el Estatuto Municipal”, por lo que rogaba “al Sr. Ministro de Justicia que procure que por la Audiencia de Barcelona se resuelva con la mayor brevedad sobre la apelación que el Ayuntamiento tiene planteada”, además  “si hay motivo (...) se aplique una corrección o la ley de Defensa de la República”. Ante tal ingerencia en la independencia judicial, Elola manifestará “Exíjanse sus responsabilidades por la vía jurisdiccional; no hay derecho a pedir lo que solicita S.S (...) Aquí no se viene a interponer recursos de justicia, que deben ser interpuestos ante los Tribunales.”[15] 

 

     Asimismo, era muy crítico con el uso que la autoridad gubernativa estaba haciendo de diferentes disposiciones anteriores a la Constitución, algunas del s. XIX, que la contravenían, entendiendo que ésta las había derogado. La Constitución establecía en el art. 29 que la detención no se prolongaría más de veinticuatro horas, momento en que el detenido debía pasar a  disposición judicial. Pues bien, algunos gobernadores civiles imponían sanciones que al no ser satisfechas tenían aparejada el arresto. “Las multas, pues, impuestas por algunos gobernadores a determinados sujetos que hoy están detenidos por fuerza de este precepto derogado, es realmente una pena correccional, extrajudicial, extrajurisdiccional...” La multa era procedente, pero en caso de impago sólo podía hacerse efectiva por la vía de apremio, pero nunca imponerse un arresto. Estas argumentaciones fueron entendidas por los socialistas y los radical socialistas como ‘hacerle el juego’ a los diputados de la derecha reaccionaria. Sin embargo, Elola, entre gritos, contestará que éstos “merecen tanto respeto como cualquier ciudadano en sus derechos individuales. Estoy defendiendo un criterio de legitimidad, de juricidad, si queréis, frente a un criterio de arbitrariedad.”[16] Su intención era la instauración de un sistema respetuoso con los derechos de todos los ciudadanos, al margen del partido a que pertenecieran, de su ideología o de su clase social: ahora los socialistas protestaban en la Cámara por su denuncia, pero dos años más tarde, ellos se convertirían en las víctimas de esta ausencia de garantías.

 

     Pero el discurso de Francisco-Javier Elola tiene puntos oscuros. Por un lado, su concepción de la independencia, vulnerada presumiblemente mientras simultaneaba el cargo de magistrado y diputado, como ya se ha dicho; por otro, la denuncia que hace de la magistratura por su conservadurismo, el cual podía desestabilizar el régimen; sin embargo interpela al Ministro de Gobernación por haber aplicado a un juez de Madrid la Ley de Defensa de la República. La actuación gubernativa, genéricamente, la interpreta “como una manera de presionar al Poder judicial, a los funcionarios judiciales, y que le hagan perder la serenidad de juicio necesaria para desenvolver esa augusta función, esa misión soberana de que estamos investidos todos los que venimos administrando justicia.”

 

     Sorprende que no asuma la difícil coyuntura por la que atravesaba la República, que él ya había denunciado: el cargo jurisdiccional podía utilizarse en detrimento del régimen democráticamente instaurado, como en un futuro demostrarían las circunstancias. Una dualidad muy difícil de resolver, que conducirá al Gobierno a solucionarla con la depuración política de la magistratura y del ministerio fiscal por medio de la Ley del 8 de septiembre de 1932, contraviniendo los mecanismos y las garantías que contemplaba la Ley Orgánica del Poder Judicial.[17]

 

     Por otra parte, el art. 11 del Estatuto de Autonomía de Catalunya otorgará a la Generalitat la gestión y organización de la Administración de Justicia en su territorio. No obstante, los jueces y magistrados de los que se proveerá tenían que proceder del escalafón estatal. La Generalitat ofertaba las vacantes y los funcionarios solicitaban voluntariamente la “Región Autónoma”, pero si no se producía esta petición, Catalunya podía llegar al colapso por falta de personal, como así sucedería en el futuro. En la discusión de este artículo en las Cortes, Elola ya había denunciado este sistema de provisión, prediciendo que fracasaría, ya que le preocupaba que en caso de no existir candidatos que solicitasen Catalunya, ¿qué pasaría?. El defensor parlamentario del proyecto, el diputado Poza Juncal, le argumentó: “¿Es que su señoría  cree que no hay abogados en Cataluña y que no hay jueces en el Escalafón del Estado que sean catalanes?” –sin embargo, los funcionarios judiciales catalanes eran insignificantes. A lo que contestó Elola: “Es que ya no son entonces funcionarios pertenecientes al Escalafón general.” Refiriéndose a los abogados. También, existe la posibilidad que sintiera cierta aversión a transferir la Administración de Justicia, fruto de una concepción unitaria de la Administración de justicia. De esta forma, interpreta que la asunción por la Generalitat de la Administración de justicia significa  “entregar la Justicia a Cataluña”. No obstante, como reconocía Poza Juncal, la transferencia de la Administración de Justicia no suponía “distinción entre la Justicia de Cataluña y la del resto de España.”[18]

 

     Su respeto por la lengua y  la cultura catalanas es indudable. Después de un incidente, ocurrido en la Audiencia Provincial de Barcelona entre el presidente de una sección y un grupo de ciudadanos, en el que se encontraban presentes algunos diputados del Parlament de Catalunya, por la utilización de la lengua y el comportamiento de la magistratura durante la Dictadura del General Primo de Rivera, Francisco-Javier Elola preguntó en las Cortes al Ejecutivo si se había incoado un expediente “dirigido concretamente contra el juez que se dice autor de determinadas desconsideraciones al idioma de Cataluña y a uno de los miembros de la Generalidad”. Por una parte, temía que esta situación deprimiera “la autoridad judicial”, y por otra pretendía salvar “la consideración debida a miembros dignísimos del Parlamento de Cataluña.” El ministro le contestó que el Tribunal Supremo investigaría estos hechos.[19]

 

     En la asamblea que se celebró para la elección del Presidente del Tribunal Supremo, el 10 de julio de 1933, Francisco-Javier Elola fue el presidente de la misma, resultando  elegido Diego Medina García. En el mes de octubre de 1933, se disolvieron las Cortes Constituyentes; a partir de estos momentos, no se tiene más noticias documentales de Francisco-Javier Elola: por su expediente personal del Ministerio de Justicia se deduce que continuó desempeñando el cargo de magistrado en el Tribunal Supremo. Ya en plena guerra civil, el 26 de agosto de 1936, se le nombra Presidente de la Sala III de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Este nombramiento es de suma importancia, sin el cual no se puede comprender la venganza que ejercerá el régimen franquista contra él. Cuando fracasó el golpe de estado del 18 de julio de 1936 en Madrid, se le nombró juez especial instructor de la causa por la insurrección en todos los cuarteles y cantones militares de la ciudad. En la instrucción guardó las formalidades legales, cosa que no gustó en aquel ambiente de exaltación y de extremismo, que exigía una inmediata ‘venganza’ contra los golpistas, hasta el punto que se le apartó de la instrucción por haber admitido al general Fanjul las pruebas que había propuesto. El 27 de agosto y el 16 de Septiembre de 1936 se le nombra instructor del

 

 “expediente general sobre el movimiento de rebelión militar y sus múltiples derivaciones, debiendo entender en ella con función permanente y plenitud de facultades jurisdiccionales, según establecen las citadas disposiciones ministeriales, con extensión para todo el territorio nacional; dada la importancia de la función encomendada, que requiere una atención constante e interrumpida a fin de extraer cuantas responsabilidades hayan de ser exigidas por los tribunales competentes a los elementos civiles y militares complicados en el movimiento subversivo; vengo en disponer que el referido  Presidente de Sala, Javier Elola Díaz-Varela, se dedique exclusivamente, con la plenitud y extensión de la función asignada al desempeño de la mencionada  comisión especial, relevándole de todo servicio activo en el Tribunal Supremo, sin perjuicio de requerir su asesoramiento técnico en los casos que este Ministerio determine”.[20]

 

     El 27 de agosto de 1937, también se le nombra Presidente de la Junta de Inspección de Tribunales de Madrid, “creada con objeto de investigar (la) actitud y adhesión al Régimen de los funcionarios de (la) Administración de Justicia.” Por este nombramiento será considerado como un funcionario inquierdista...[21] Estas designaciones se realizan cuando la República existe nominalmente, pero con muy poca potestad pública, a veces casi nula. A partir del 18 de julio, en los territorios donde se venció el golpe de estado, la victoria se tradujo en una desintegració del poder público; éste, sin ningún tipo de efectivos represivos, no pudo frenar la criminalidad que se impuso. En estos instantes, surgen multitud de comités y grupos, muchos de difícil identificación ideológica, que se hacen con el ‘poder público’, si se puede llamar así; eso sí, todos querían actuar para ‘controlar’ el descontrol, incrementándolo todavía más –las patrullas de control y los grupos de ‘incontrolados’...[22] El poder se encontraba en la calle, lo detentaban aquellos que poseían armas, que se habían hecho con ellas. Si esta situación no era suficiente, en estos momentos también se inicia la revolución, la que muy a menudo se tradujo más por sus aspectos destructivos que por los constructivos. No puede olvidarse que todos estos acontencimientos son fruto del golpe de estado del 18 de julio que desintegró el poder del Estado, hasta esta fecha la República contuvo los radicalismos de izquierda y de derecha, con más o menos problemas, pero lo hizo.

 

     Después de estos nombramientos, Francisco-Javier Elola se volcó como juez especial, instructor general, en la instrucción de la causa por la insurrección militar, lo que implica que en cada audiencia territorial donde no había triunfado el golpe de estado disponía de un juez especial auxiliar, ello ante la desintegración del cuerpo jurídico-militar después del golpe de estado. Ante la conmoción interna e internacional por el fusilamiento de José-Antonio Primo de Rivera, el Ministro de Justicia le solicitó el 31 de mayo de 1937 “se sirva remitir a este Ministerio el sumario que como Juez Especial de los delitos de rebelión y sedición ha instruido contra el inculpado José Antonio Primo de Rivera, posteriormente sentenciado por el Tribunal Popular de Alicante.”[23] Estos nombramientos prueban su lealtad al régimen y a las autoridades legalmente constituidas.

 

     Cuando el Gobierno de la República se trasladó a Valencia, el Tribunal Supremo le acompañó, lo mismo que cuando lo hizo a Barcelona en octubre de 1937. En este periodo, el magistrado Elola desempeñó el cargo especial para el que había sido nombrado. En el mes de junio de 1938, el Servicio de Inteligencia Militar de la República descubrió que una parte de la judicatura de Catalunya estaba integrada en la quinta columna –las diferentes organizaciones clandestinas que trabajaban en el territorio republicano a favor del Gobierno de Burgos–, por lo que el juez instructor de espionaje decretó su ingresó en prisión. En la sentencia del 17 de junio de 1938 del Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Catalunya contra estos funcionarios quintacolunistas se admitía “que no habiendo hecho otra cosa la Policía gubernativa y en especial el Agente sr. Grimau[24] (...) que afirmar que había comprobado la exactitud de los cargos contra los jueces, o sea de carácter de fascistas o indiferentes propicios a inclinarse a la causa fascista”, estas imputaciones no tenían “comprobación en la realidad”. De acuerdo con la investigación sumarial, a los jueces sólo se les consideraba de ideología “derechista, acomodaticia, religiosa, liberal, conservador”, ya que “no existen indicios para calificarlo(s) de fascista(s)”. Estos argumentos señalaban una posible absolución que se confirmó gracias a que contaron con el testimonio de diferentes personalidades políticas de la República.  Pero no sólo se comportaron  así éstos, sino que “los Presidentes de (...)  Sala del Tribunal Supremo, Excmos. Sres. Elola, Aberrategui, Álvarez Martín y Paz (...) afirman merecerles confianza la lealtad de todos los funcionarios”. Ante la interpretación de las pruebas y la información aportada por los testigos, el tribunal, dentro de la más pura tradición liberal, los absolvió; ya que entendía que su finalidad no consistía en “penetrar inquisitivamente en la conciencia de los encartados para discriminar su ideología”. Si los funcionarios eran “marcadamente de derecha(s)”, pero en ejercicio del cargo “ha(n) cumplido, mostrando(se) fieles al momento actual, es obvio que (a)l Tribunal no le corresponde imponer ninguna sanción, pues en todo caso, en el orden gubernativo, es donde se debe resolver si al Estado Republicano le conviene o no tener a tales funcionarios”.[25] El 20 de junio de 1938 se les ponía en libertad.    

 

     Francisco-Javier Elola salió en defensa de sus compañeros de carrera, a pesar de que éstos desde hacía mucho tiempo se habían unido a la causa rebelde mediante el sabotaje, la sustracción de documentación y la contribución económica al Socorro Blanco; pero en aquellos momentos se desconocía este comportamiento. La actuación de Francisco-Javier Elola es muy importante, ya que en un futuro muy inmediato aquellos a los que él socorrió lo olvidaran a su suerte, la más trágica...[26]

 

     Desde junio de 1938 hasta el 26 de enero de 1939, fecha en que las tropas rebeldes conquistan Barcelona, no se sabe nada más de él, sólo que continúa como presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de la República. Cuando se produce la ‘retirada’, decide no exiliarse, ya que no se considera reo de ningún delito. Se desconoce a qué obedece esta decisión, los acontecimientos posteriores si inducen a pensar que Elola, con 62 años, se podría encontrar agotado y deprimido por la terrible guerra civil que había vivido desde una alta instancia del Estado. No obstante, presenta la declaración jurada a las autoridades franquistas para incorporarse al ‘Nuevo Estado’. El lenguaje que utiliza en ésta lo hacen sospechoso de colaboracionismo, así argumenta que se negó a abandonar España por  “el amor infinito a España. Quise dar cuenta de mis actos a las autoridades legítimas”. Pero esta hipótesis no prospera desde el momento que él se adelanta a una investigación de las autoridades franquista, argumentado que nada tuvo que ver con la ejecución del General Fanjul, obra del Tribunal Popular de Madrid.

 

     Las autoridades castrenses franquistas detuvieron a Francisco-Javier Elola y decretaron su ingreso en prisión, incoándosele la “Causa núm. 8/1939 de la Auditoria de Guerra de Cataluña, instruida contra Magistrados, Fiscales y jueces de la Sala Sexta del Tribunal Supremo del llamado Gobierno de la República”. A Elola se le acusaba de un delito de rebelión. Ramón Serrano Súñer, el ‘cuñadísimo’, describe esta forma tan peculiar de administrar justicia como “’la justicia al revés’: condenar como rebeldes a los leales, porque rebeldes eran los que se alzaron y todos los que les asistimos y colaboramos”.[27]

 

     Las autoridades franquistas lo acusaban de haber sido el instructor de la causa por la insurrección militar del 18 de julio de 1936 en Madrid, y consecuentemente el responsable de la ejecución del general Fanjul, como también de las muertes que se produjeron en la Prisión Modelo de Madrid el 23 de agosto de 1936. Como ya se ha expuesto, inició la instrucción de la causa de Madrid,[28] de la que renunció al no observarse las prescripciones legales, por cuanto no se le permitió admitir las pruebas que propuso el general Fanjul; además la complejidad de los hechos obligaba a tramitarla por el procedimiento ordinario, y no por el sumarísimo como se estaba haciendo, cosa que tampoco se le consintió. Las autoridades castrenses franquistas entenderán esta renuncia como la imposibilidad que tenía de instruir la causa al haber sido nombrado intructor general para toda la 1ª División. Además, se le intentará involucrar en la creación de los Tribunales Populares. Él intentará liberarse de cualquier responsabilidad en la redacción de Decreto por el cual se establecieron,[29] pues muchas ejecuciones derivaban de estos órganos especiales y de excepción. En su redacción no tuvo ninguna participación: siempre había destestado las jurisdicciones especiales, porque creía que el ordenamiento de la República poseía suficientes instrumentos legales para hacer frente a la situación creada después del 18 de julio.  Así expone que

 

“Don Marinao Gómez (presidente del Tribunal Supremo) mostró al dicente el original del Decreto firmado la noche anterior (21 o 22 de agosto de 1936) por el que se constituían los Tribunales Populares en Madrid, según se dijo debido a reclamaciones de potencias para imprimir mayor rapidez a la Justicia y poder poner coto a la actitud violenta de las turbas que tantos excesos habían cometido en jornadas precedentes” (...) Que al constituirse los Tribunales Populares (...) todos los magistrados de la Sala Sexta intervinieron en ellos. (...) Que la iniciativa de creación de otros organismos de Administración de Justicia penal fue también de D. Mariano Gómez”.[30]

 

     El 26 de febrero de 1939, se le procesará por existir ‘indicios racionales’ de ser autor de un delito de rebelión. En el auto de procesamiento se asegura

 

“Que el Tribunal Supremo en virtud de las leyes orgánicas que regulaban su constitución y funcionamiento poseía las facultades y atribuciones de la natural jararquización en los órganos de la administración de Justicia señalaba para el organismo superior, y correlativamente en aquellos las de subordinación y acatamiento, que fueron aprovechadas por el llamado Gobierno de la República, para intentar vestir con la apariencia de legalidad exterior, una vez iniciado el Movimiento Nacional todas aquellas instituciones judiciales creadas con posterioridad al dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis y que cual los llamados Tribunales populares (...) tantos crímenes, tropelías e injusticias cometieron de cuya inducción y realización debe alcanzar la responsabilidad al llamado Tribunal Supremo que con arreglo a las disposiciones dictadas en la Zona roja, desde la fecha señalada anteriormente, ya con carácter de especialidad, ya en las normas de constitución de dichos órganos, conservó las indicadas facultades de fiscalización, unidas a otras, como las de propuesta de nombramientos de componentes de los organismos anteriormente citados, de resolución de conflictos jurisdiccionales suscitados entre aquellos (...) Puede afirmarse que de hecho e inclusive de derecho la responsabilidad de la llamada justicia administrada en la Zona que tuvo que sufrir la dominación marxista debe recaer directamente sobre los componentes del Tribunal Supremo, y especialmente sobre aquellos que por los cargos que ostentaban puede estimarse gozaban de la confianza del Gobierno que nominalmente dirigía dicha administración de justicia.”

 

     De esta forma, se le imputava:  ser instructor de la causa por la insurrección militar en Madrid, abrir una pieza separada para cada cuartel y sus cantones, denegar recursos de procesamiento, aceptar el nombramiento de presidente de Sala del Tribunal Supremo, formar parte de la Sala de Gobierno de este tribunal...

     Estas interpretaciones tan caprichosas, sólo intentaban obviar la realidad histórica y la forma tan sumamente violenta con que el franquismo se hizo con el poder público. En el recurso de reforma contra el auto de procesamiento, argumentará, muy valiente y serenamente, pero con unos argumentos liberales que no tenían cabida en el ‘Nuevo Estado’, que

 

“no me conceptuo reo de delito de rebelión militar, porque no me levanté contra la Constitución del Estado, ni del Jefe del mismo, ni de las Cortes, ni del Gobierno formalmente legítimo. Tampoco me adherí expresa o tácitamente a níngún movimiento de esta índole; como Magistrado del Tribunal Supremo, integraba un Poder del Estado y no me aparté un solo momento de mis deberes constitucionales y orgánicos, de obediencia, deber funcional, subordinación y disciplina, permaneciendo alejado de toda clase de partidismos y luchas políticas. (...) En concreto: he obrado por obediencia debida y en cumplimiento legítimo de un cargo jurisdiccional, cuya investidura era indiscutible para el que la recibiera, en mal hora. (...) no debe medirse la responsabilidad de un juez por el insólito y grave hecho perseguido, sino por su actuación jurisdiccional, respecto a su trascendental misión. (...) hago la precedentes afirmaciones para situar mi posición ante el indicio. Este requiere como base de influencia lógica, que descanse en hechos demostrados o evidentes. Solicito de V.E se ahonde la instrucción sumarial a fin de aislar e individualizar mi responsabilidad concreta, respecto de los hechos que se me imputan como constitutivos de un delito de rebelión en cualquiera de sus matices.”

 

     De nada le sirvió el ruego: el franquismo tenía suficientemente claro cual sería su fin. Ante la impotencia de cómo se desarrollaba la instrucción, intentará razonar todo lo que le estaba sucediendo, unas notas que la autoridad castrense se hará con ellas y ordenará unirlas  a la causa. En ellas argumenta con gran una gran lucidez e integridad:

 

“Surge la rebelión por el alzamiento colectivo en armas contra un poder legalmente constituido. En dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis existía un Estado con todas las condiciones jurídicas y reales a las que debía su ser en el mundo internacional. Era el de la República Española. Se regía por una Ley fundamental: la Constitución de diciembre de mil novecientos treinta y uno. Su estructura era racionalizada. Hallábase dotada de leyes, reguladoras de su vida interior. Poseía organismos públicos en pleno funcionamiento (...) No se concibe, pues, una rebelión del Estado organizado, contra una minoria que por las razones sociales y políticas que la asistiesen para combatir el poder legal y formal se había levantado en armas contra aquél. Real y jurídicamente la rebeldía estaba en el campo de los que se levantaron contra el Estado republicano y no se consolidó como tal Poder (...) Por lo tanto, en los primeros meses a partir de julio de mil novecientos treinta y seis, no podía calificarse de rebelde al servidor del Estado, ni al Estado mismo (...) El Estado naciente podrá calificarnos de afectos o desafectos, de leales o de sospechosos, de confianza o desconfianza, pero jamás como  rebeldes para fundar sobre esta calificación jurídica una sanción penal. (...) La ideas no delinquen, sinó las conductas, ferreamente subsumidas en los preceptos legales coetáneos a sus presuntas infracciones. Todo otro criterio sería horriblemente injusto, inicuo, desmoralizador y contrario a los intereses del Estado nuevo, en régimen jurídico de permanencia y de convivencia social.”

 

     En la instrucción de la causa fue olvidado por aquellos compañeros de la carrera que él había socorrido un año antes, pese a que algunos ya habían sido readmitidos en el proceso de depuració franquista, por lo que ya disfrutaban del reconocimiento del régimen. Incluso se le denegó el defensor que designó, el letrado José Maruny Boy, nombrándosele uno de oficio. En el consejo de guerra asistirá como testigo José Castán Tobeñas, quien afirmará que Francisco-Javier Elola “siempre dió prueba de independencia y buen magistrado, estudioso y capacitado, que siempre votó las conmutaciones, y que Don Mariano Gómez le reprendió”.

     La sentencia del 13 de marzo de 1939 considerará probado que Francisco-Javier Elola

 

 “había desempeñado el cargo de Fiscal General de la República a raíz de su instalación y nombrado Magistrado del Tribunal Supremo por el Ministro de Justicia, Albornoz, el veintiuno de julio de mil novecientos treinta y seis (sic), a propuesta de la Fiscalía General de la República, fue designado por la Sala de Vacaciones del Tribunal Supremo en funciones de Sala de Gobierno, Juez Especial para que se hiciera cargo de la causa incoada por la Auditoría de la Primera División, por el delito de Rebelión Militar, o sea, por los sucesos acaecidos con ocasión del Movimiento Nacional, concediéndole las atribuciones que la Jurisdicción competen a los instructores y al Auditor, salvo las del artículo quinientos treinta y tres del Código de Justicia Militar, siendo nombrados a su propuesta, cuatro Jueces-Delegados con objetivo que la rapidez y eficacia del procedimiento fueran máximas, reservándose el mencionado Sr. ELOLA la facultad de dictar resoluciones; que en el día treinta de Julio del indicado mes, la Sala Sexta del Tribunal Supremo dictó auto declarando su competencia para conocer en única instancia de la citada causa, ordenándose prosiguieran las actuaciones en juicios sumarísimo, únicamente contra los procesados DON JOAQUÍN FANJUL GOÑI y DON TOMÁS FERNÁNDEZ QUINTANA (...) que en cuatro de Agosto del mismo año, solicitó éste ser relevado de los incidentes del indicado sumarísimo, por hallarse actuando como Juez Especial en la causa general por rebelión militar en todo el territorio de la Primer División, causa general de extraordinaria importancia en la que el procesado formó pieza separada por cada cuartel de Madrid, y sus cantones, subdividadas en ramos por unidades militares, dictando centenares de autos de procesamiento, de cuyos recursos conocía personalmente; ampliándose la jurisdicción a todo el territorio y deduciendo múltiples testimonios de la susodicha causa general que sirvieron de cabeza a otros tantos procesos en los que recayeron las más graves penas;  se le nombró también Presidente de la Junta Depuradora de los funcionarios de Justicia; en veintiséis de agosto del mismo año, se le confiere un ascenso de libre elección en su carrera siendo nombrado Presidente de la Sala 3ª, formando parte como tal de la de Gobierno con la que asiste a varios actos públicos realizados como propaganda de la Justicia roja, continuando sin interrupción en su puesto hasta la liberación de Barcelona; mantuvo  relaciones con el célebre asesino rojo García Atadell, exaltando en una de ellas su entusiasmo por el Frente Popular, y denunciándole en otra las sospechas que tenía de que por elementos adictos  a la Causa nacional se planeaba un asalto a una emisora de Radio Madrid.”

 

     Por estos hechos, en los que curiosamente no se tuvo en cuenta que fue el instructor general de la causa para toda la República, se le considera autor de un delito de rebelión, y se le condena a la pena de muerte... La sentencia la apeló al Alto Tribunal de Justicia Militar. En la sentencia del 18 de abril de 1939 del Alto tribunal se considera probado que los hechos objeto de apelación

 

 “son integrantes de un delito de adhesión a la rebelión militar (...) el señor Elola actuando como Juez Especial contra los verdaderos españoles que se sumaron al legítimo Movimiento Militar de cuyo sumario dedujo numerosos testimonios que sirvieron de cabeza a otros tantos actuados y si bien no se prestó a integrar los Tribunales Populares su actuación fué contumaz en la administración de la llamada justicia del Frente Popular y de franca cooperación a la misma (...) los citados procesados [en la causa había varios acusados]  prestaron una cooperación manifiesta, eficaz y destacada a la causa rebelde pues, dada su categoria y condición social y profesional, su incorporación a la justicia rebelde daba a esta exteriormente una sensación de solvencia de la que en realidad carecía (...) demostraron su adhesión a la causa rebelde a la que sirvieron sin reserva”.

 

     Así se confirmó la pena del consejo de guerra de Barcelona. El 11 de mayo de 1939, “El Asesor Jurídico del Cuartel General de S.E el Generalísimo (...) dice: S.E el Jefe del Estado, se dá por ENTERADO de la pena impuesta a DON FRANCISCO JAVIER ELOLA Y DIAZ-VARELA (...)”

 

     Al día siguiente, se hace constar:

 

“DILIGENCIA ACREDITANDO LA EJECUCION.- En la plaza de Barcelona a doce de Mayo de mil novecientos treinta y nueve.- Año de la Victoria.- Se extiende la presente diligencia para hacer constar que a las cinco horas del día de la fecha, y en el Campo de la Bota, han sido ejecutados por fusilamiento la pena impuesta a los procesados DON FERNANDO BERENGUER DE LA CAJIGAS, DON FRANCISCO-JAVIER ELOLA DIAZ-VARELA y DON PEDRO RODRÍGUEZ GOMEZ. Realizada que fué la ejecución el Médido designado al efecto Don José María Llorach previo reconocimiento del cuerpo, certificó su defunción.- Y para que conste, la firma S.S el oficial Médico, de lo que doy fe.”[31]

 

     En la certificación de defunción se hace constar como causa de la muerte una “profusa hemorragia interna”.[32]

     Pese a ello, el magistrado Luís Pomares Pérez, presidente de la Sala II de la Audiencia Territorial de Barcelona, juez especial de Barcelona de la causa por la insurrección militar, auxiliar de Elola, también se le condenará a la pena de muerte por el Alto Tribunal de Justicia Militar, pues se le consideraba responsable de las muertes de los generales Goded y Burriel. Sin embargo, esta pena la conmutará el general Franco...[33]  

     Francisco-Javier Elola representaba la nueva Administración de Justicia que el republicanismo quiso instaurar, de aquí la necesidad de fusilar-lo. Su asesinato fue un acto de venganza y a la vez de prevención. Él simbolizaba un régimen del que no debía quedar ni rastro. Por otro lado, su preparación y rigor intelectual y jurídico eran temidos por el ‘Nuevo Estado’, en cualquier momento podía manifestar su oposición, con sólidos fundamentos, lo cual también hacía necesario desembarazarse de él, ‘preventivamente’, ya que su forma de actuar siempre procedió “única y exclusivamente del concepto más puro sobre el cumplimiento del deber ajustado a la ley y a la conciencia más estricta, sin inclinaciones políticas determinadas y mucho menos tendenciosas”.[34] Tampoco puede olvidarse sus críticas a la carrera judicial tal como se había concebido hasta esos momentos, ni su denuncia de la preparación jurídica y intelectual de la magistratura, así como su adscripción política “retrógrada”.

     Pero la pesadilla aún no había terminado para la familia de Francisco-Javier Elola. De acuerdo con la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de Febrero de 1939, los condenados por la jurisdicción castrense también eran objeto de esta ley, una nueva jurisdicción más dentro del universo que creó el franquismo, a fin de desnaturalizar la ordinaria. El asesinato de Francisco-Javier Elola no era suficiente, ahora sus herederos tendrían que someterse a un nuevo calvario. Así, se le instruyó un expediente de responsabilidad que tenía como único fin, después de declarar su responsabilidad política, la confiscación de  todos o parte de sus bienes o la imposición de una multa a cargo de su caudal hereditario. El juez instructor de Barcelona rápidamente puso en funcionamiento toda la burocracia del régimen para averiguar el patrimonio del difunto. Se investigó en Madrid, Barcelona, Lugo, Monforte de Lemos... Después de años de investigaciones, sólo en encontró a nombre de él y de su esposa 18.000 pesetas en acciones de Ferrocarril MZA y de la Transatlántica, las que se embargaron.

     Pero el suplicio aún no había terminado, la humillación aún continuaría. El 5 de abril de 1944, se requería a su viuda, Consuelo Fernández González, para que aportara una declaración jurada de los bienes a nombre del difunto o aquellos otros en común. Ésta manifestará: “Mi fallecido esposo no dejó bienes de ningún género”, sí cuatro hijos, hoy huérfanos. Con la modificación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1942, sólo podían prosperar los expedientes en que la cuantía intervenida fuera superior a  25.000 pesetas, de esta forma se entregaron las 18.000 pesetas embargadas a sus herederos, el 3 de enero de 1945.

     Curiosamente, uno de los jueces que instruyó este expediente de responsabilidades políticas fue uno de aquellos que se libró de una pena del Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Catalunya, posiblemente la de prisión o la de muerte, gracias al testimonio a su favor, entre el de otros, de Francisco-Javier Elola, presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de la República...[35]

 

 

                                                                          

 


 


[1] Véase M. Lanero, Una milicia de la justicia. La política judicial del franquismo (1936-1945), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996.

[2] Archivo Histórico Nacional. Fondo Contemporáneo. Jueces y Magistrados. Exp. 13.662.

[3] Véase J. Costa,  Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, Ediciones de la Revista de Trabajo, Madrid, 1975.

[4] Índice Biográfico de España, Portugal e Iberoamérica. 3ª Edición. K.G. Saur. München, 2000, II, 301, 353.

[5] Fue elegido diputado en las elecciones del 28 de junio de 1931 con 31.910 votos. En su credencial de la Junta electoral se hace constar que “se han formulado numerosas protestas y reclamaciones, basadas, entre otras causas, en que no se celebraron elecciones en determinados colegios, en que se falseó el resultado de la votación en otros, y, en que la mayoría de las actas, se confeccionaron en el Gobierno Civil de la provincia y bajo la presión de ciertas autoridades”. El pucherazo y el caciquismo sobrevivían en la República. Tal vez, estas reclamaciones invalidaron su elección. Así, el 21 de julio de 1931, cuando ya había tomado posesión de su escaño, se declaró la nulidad de su elección. De nuevo, fue proclamado de nuevo, pero esta vez con 46.721 votos. Archivo Histórico del Congreso de Diputados. Expedientes de Diputados 1810-1939.

  Manuel Azaña asegura que “Parece que estas elecciones de Lugo han sido muy irregulares y escandalosas. (...) A última hora de la sesión, cuando yo me he marchado del Congreso, los diputados acuerdan anular la elección de Lugo”. M. Azaña, Diarios completos, Edit. Crítica, Barcelona, 2000, págs. 184-185 y 754.

[6] El Partido Radical lo fundó Alejandro Lerroux García (La Rambla, Córdoba, 1864 – Madrid, 1949). Esta organización se caracterizó por el anticlericalismo, la propaganda antimonárquica, el españolismo, el anticatalanismo y la demagogia obrerista.

[7] J. Termes, De la revolució de setembre a la fi de la Guerra civil (1868-1939), Edicions 62, Barcelona, 1999, pág. 183. La traducción del catalán al castellano es propia.

[8] M. Azaña, op. cit.,  págs. 184-185 912

[9] Diari de Sessions del Parlament de Catalunya, 1 de octubre de 1938.

[10] Gerardo Abad Conde (Órdenes, 1884 – Madrid, 1936). Abogado y catedrático, miembro del Partido Radical. Al igual que Francisco-Javier Elola, fue diputado por Lugo en las Cortes Constituyentes. Posteriormente, se le nombró vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales y Ministro de Marina. Murió asesinado en Madrid, víctima del terror que se impuso después del fracaso del golpe de estado del 18 de julio de 1936.

[11] M. Azaña, op. cit., pág. 912.

[12] M. Tuñón de Lara, La España del siglo XX. De la segunda República a la Guerra Civil (1931/1936), Edit. Laia, Barcelona, 1974, pág. 355.

[13] Diario de Sesiones de las Cortes Españolas (a partir de ahora DSCE), 12 de noviembre de 1931. Estas últimas palabras no son gratuitas. F. Beceña, catedrático de derecho de la Universidad de Oviedo, tres años antes, ya había denunciado los males que aquejaban la carrera judicial. Así, entendía que “Salvo raras excepciones, en que la fuerza ideal de la función y su valor social logran atraer a juristas distinguidos, en la generalidad de los casos acude a ella [a la carrera] los que por motivos personales no pueden encontrar posibilidades satisfactorias en otras profesiones más independientes, mejor retribuidas y de más brillantes perspectivas”. La situación de la carrera judicial era tan nefasta que “logran alcanzar la categoría judicial personas absolutamente ineptas para ella, aunque hayan logrado superar el nivel mínimo en una determinada oposición”. F. Beceña también denunciaba que “La carrera no hace vida cultural de ninguna clase”, y la jurisprudencia del Tribunal Supremo no era suficiente para evitar que fueran “analfabetos”. Los funcionarios judiciales “en vez de estar rodeados de libros, viven rodeados de establos, que con la inteligencia a medio formar, caen en un ambiente de prosaísmo y de incultura que ahoga lentamente el temperamento mejor formado”. Ante toda esta situación, el profesor creía que la magistratura necesitaba “respirar de cuando en cuando aires de justicia, de ciencia, de ciudadanía, de solemnidad”; en vez de vivir fosilizada, amparada en el “El criterio de la antigüedad”, sinónimo de “una organización de múltiples categorías que jamás ha estado sometida a otros estímulos que los del favor, ni más acción que la del tiempo” . F. Beceña, op. cit., Magistratura y justicia,  Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1928, págs. 311, 317, 325, 402 y 413-14.

[14] DSCE, 12 de noviembre de 1931.

[15] DSCE, 26 de enero de 1932 y 4 de febrero de 1932.

[16] DSCE, 2 de febrero de 1932.

[17] DSCE, 26 de abril de 1932.

[18] DSCE, 16 de agosto de 1932.

[19] DSCE, 21 de junio de 1933.

[20] Archivo Histórico Nacional. Fondo Contemporáneo. Jueces y Magistrados. Exp. 13.662, expediente de Valencia.

[21] Archivo del Tribunal Territorial III. Gobierno Militar de Barcelona. Sumarísimo núm. 8/39.

[22] Véase S. Juliá (coord.), Víctimas de la Guerra Civil, Temas de Hoy, Madrid, 1999 y J. M. Solé y J. Villarroya, La repressió a la rereguarda de Catalunya (1936-1939), Barcelona, 1989, págs. 60-61.

[23] De Francisco-Javier Elola ‘dependía’ el juez auxiliar de Alicante que instruyó el sumario contra José-Antonio Primo de Rivera, Federico Enjuto Ferrán. Esta petición se la hace el ministro porque, como instructor general, él custodiaba el sumario. Archivo Histórico Nacional. Fondo Contemporáneo. Jueces y Magistrados. Exp. 13.203.

[24] En la sentencia no está claro si es Grimau o Griman, ya que el mecanografiado es de pésima calidad. De tratarse del primero, muy probablemente, alude a Julián Grimau, dirigente de la Brigada de Investigación Criminal, situada a la Plaza de Berenguer el Gran de Barcelona. J. M. Solé i Sabaté,  i J. Villarroya Font,  op. Cit., pág. 261. Julián Grimau fue ejecutado por el franquismo en 1963.

[25] Archivo Central del Ministerio de Justicia. Justicia. Exp. 13.971 y Archivo Histórico Nacional. Causa General. Leg. 1637.

[26] Archivo Central del Ministerio de Justicia. Justicia. Exps. 14.831, 14.303, 15.271, leg. 482, 1011;  Archivo General de la Administración. Depuraciones Ministerio de Justicia, carpeta 14.

[27] S. Juliá, Un siglo de España. Política y sociedad, Editorial Marcial Pons, Madrid, 1999, pàg. 146.

[28] El 25 de julio el Tribunal Supremo nombra a Humberto Llorente Regidor, Felipe Uribarri, Manuel Fernández Gordillo y Mariano Luján, jueces de instrucción de Madrid, jueces especiales delegados para la instrucción del sumario encomendado al Sr. Elola. Su jurisdicción se ampliaba a todo el territorio de la 1ª División.

[29] Los Tribunales populares eran un popurrí de la legislación de la República, pero en aquel contexto de ruptura social y política se valoraban como de una gran innovación. El enjuiciamiento de estos órganos estaba condicionado por la extracción política de los jurados, y muchas veces de los jueces y fiscales. “En circunstancias normales, la designación de jurados por sus convicciones políticas, hubiera sido, desde luego, totalmente inadmisible, pero, en la España de agosto de 1936, aquel era el único sistema a que se podía recurrir”.[29] Rodríguez Olazábal, J., La Administración de Justicia en la Guerra Civil, Edicions Alfons el Magnànim, València, 1996, pàg. 39. La única forma de frenar, de “poner coto a la actitud violenta” de los ‘incontrolados’, según el presidente del Tribunal Supremo, como ya se verá. El ex-presidente Niceto Alcalá-Zamora cree que los Tribunales Populares son una traición a la República, ya que  “se encomienda a los representantes de los partidos políticos afectos al Gobierno, administrar justicia a sus enemigos”; así se olvida que “La Constitución había tenido el propósito de proteger el Poder judicial frente al Ejecutivo, y he aquí que los mismos que ante el extranjero se proclaman sus únicos y celosos defensores, la violan, al instituir una jurisdicción excepcional, sin garantía alguna de imparcialidad ni de preparación”. N. Alcalá-Zamora, Ensayos de Derecho procesal. Civil, penal y constitucional, Edición de la Revista de Jurisprudencia Argentina, Buenos Aires, 1944, pàg. 259-60.

[30] Mariano Gómez González, presidente del Tribunal Supremo, “Había sido catedrático de Derecho Político de la Universidad de Valencia (...) En Inglaterra, Francia o Estados Unidos, se hubiera dicho probablemente, que el señor Gómez y González era hombre de derechas, pues tenía arraigadas convicciones religiosas y gozaba de buena posición económica y de excelente consideración social. Pero era liberal, y eso bastaba para que en la España de aquellos años lo tuvieran muchos por hombre avanzado, lo que aún hoy significa, según nuestra Academia, tener ‘ideas políticas radicales’ o, lo que es lo mismo, ser ‘partidario de reformas extremas’ (...) Al comenzar la guerra, el señor Gómez y González permaneció leal a la República y, por ser el presidente más antiguo de los presidentes de sala que siguieron prestando servicio, hubo de asumir interinamente las funciones de presidente del Tribunal Supremo, cargo que pasó a ocupar en propiedad unos meses más tarde. Hombre que a la valía intelectual unía el valor personal, no rehuyó los trances de mayor riesgo y, a raíz de la vergonzosa matanza de presos del 23 de agosto, se presentó en la Cárcel Modelo para presidir el primer Tribunal Especial [Tribunal Popular] creado por el Gobierno (...) quiso predicar con el ejemplo. Quizás muchos lo censuren aún hoy por ello, pero yo he sentido siempre profunda admiración por aquel gesto de gallardía y sentido del deber.” J. Rodríguez Olazábal, op. Cit., págs. 76-77. J. Rodríguez fue presidente de la Audiencia Territorial de Valencia.

    

[31] Archivo del Tribunal Territorial III. Gobierno Militar de Barcelona. Sumarísimo 8/39. Las mayúsculas y los subrayados constan en el original.

[32] Registro Civil de Barcelona, antiguo Juzgado Núm. 7, folio 49, acta 755, libro 159.

[33] Archivo del Tribunal Territorial III. Gobierno Militar de Barcelona. Sumarísimo 3/39 y Archivo Histórico Nacional. Fondo contemporáneo. Jueces y Magistrados. Exp. 12.391.

[34] Archivo del Tribunal Territorial III. Gobierno Militar de Barcelona. Sumarísimo 8/39.

[35] Arxiu General del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya. Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Barcelona. Exp. núm. 87/39.

 

 

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