LA
INVENCIÓN DE NORMANDÍA
Carlos
Taibo *
12
de Junio 2004
Días
atrás en modo alguno se me hubiera pasado por la cabeza terciar en un debate
--el que al cabo ha cobrado cuerpo entre nosotros-- sobre el enésimo
aniversario del desembarco de Normandía. Dos razones hay, sin embargo, para
hacerlo ahora: si la primera recuerda que el sesenta aniversario de los hechos
de 1944 ha sido interesadamente empleado por los gobernantes estadounidenses en
un momento no precisamente cómodo para éstos, la segunda subraya el peso
ingente de lecturas hagiográficas que olvidan, con formidable desparpajo, datos
fundamentales.
Avancemos al
respecto que con frecuencia se ha ignorado en los últimos días lo que a los
ojos de la abrumadora mayoría de los historiadores es evidente: el
desmoronamiento de la Alemania hitleriana no fue la consecuencia de un
desembarco, el de Normandía, que llegaba demasiado tarde. Fue, antes bien, el
ejército soviético el que, con su presión en el este, provocó un visible
desfondamiento de su homólogo alemán. Así las cosas, Normandía respondió a
un propósito que, fácil de entender, obliga a desmarcar el desembarco, con
todo, del objetivo central de acabar con la Wehrmacht: se trataba, sin más, de
disputarle a la URSS el mérito del éxito final que se auguraba y de preservar,
de resultas, para Estados Unidos un activo protagonismo en la Europa de la
posguerra. Digámoslo de otra manera: la operación exhibía una dimensión
claramente interesada, en virtud de la cual la derrota del enemigo pasaba a un
segundo plano.
Ignorar lo
anterior se antoja tan grave y ocultatorio como vincular en exclusiva los
movimientos de la URSS con el legítimo deseo de afianzar un parachoques de
seguridad que permitiese evitar la repetición de una invasión como la de 1941.
Aunque a buen seguro que la Unión Soviética acariciaba tal propósito, por
detrás de su conducta se apreciaba también un espasmo imperial que, adobado de
rasgos represivos, por fuerza tenía que llenar de descontento a las poblaciones
de los países ocupados por lo que aún entonces se llamaba Ejército Rojo.
Pero es que --y vamos ahora a lo principal-- una disputa de perfil
similar afecta a la consideración del papel asumido por Estados Unidos en la
segunda guerra mundial entendida como un todo. No se trata de negar que muchos
norteamericanos ofrecieron su vida para derrotar a regímenes aborrecibles.
Tampoco se trata, en modo alguno, de olvidar el papel, sin duda relevante, que
correspondió a Washington en el aprestamiento de la poderosa maquinaria militar
aliada. Pero en jornadas como éstas es obligado poner las cosas en su sitio y
subrayar cuantas veces sea preciso que la conducta de los gobernantes
estadounidenses respondió, también, a intereses tan singulares como mezquinos.
Y es que no está
de más recordar, por lo pronto, que la intervención de Washington en la
segunda guerra mundial se verificó de forma ostentosamente tardía, y sólo
cobró cuerpo --curiosa solidaridad ésta-- cuando se registró una efectiva
agresión japonesa. Sabido es, por lo demás, que algunas versiones
conspiratorias sugieren que el presidente Roosevelt, pese a conocer que tal
agresión se estaba preparando, nada hizo para evitarla, y no precisamente para
de esta suerte encontrar un argumento con el que justificar, ante la opinión pública
norteamericana, la inmersión en la guerra: mucho más habrían pesado las
presiones de un complejo industrial-militar a los ojos del cual el conflico bélico
se perfilaba, claro, como un negocio saneadísimo.
Nadie obtuvo, por lo demás, beneficios mayores que los que extrajo
Estados Unidos de la segunda contienda mundial. El país emergió de ésta como
la principal potencia planetaria, tras dejar atrás a quienes antes de 1939 bien
podían considerarse sus competidores: Alemania, Francia, Japón, el Reino Unido
y la URSS. No sólo eso: a diferencia de lo ocurrido en estos últimos, el
territorio continental norteamericano no padeció los efectos de la destrucción
bélica y quedó indemne en sus infraestructuras industriales. En adelante, y
por añadidura, Estados Unidos pudo ejercer una férula directa sobre economías
tan jugosas como la alemana y la japonesa, al tiempo que accedía a un control
exhaustivo de lo que ocurría en la mitad occidental del continente europeo.
Para cerrar el círculo, en fin, los muertos provocados por la participación
nortamericana en la guerra --400.000-- estaban a años luz de los dejados sobre
el terreno, y propongamos un ejemplo entre varios, por la Unión Soviética.
El simple
recordatorio de los datos anteriores obliga a concluir que la participación
activa de Estados Unidos en la segunda guerra mundial obedeció, en una de sus
claves decisivas, a los intereses propios de una gran potencia que no se
olvidaba de sí misma. Quien estime que esa participación respondió, poco
menos que en exclusiva, al propósito de apuntalar la causa de la democracia y
de la libertad parece un tanto fuera del mundo. Y al respecto tan importante es
rescatar la activa colaboración dispensada por la Casa Blanca, al cabo de unos
años, con el régimen del general Franco como subrayar que, hoy mismo, y en
Iraq o Afganistán, Estados Unidos --su elite dirigente-- no pelea sino para
defender, obscenamente, sus propios intereses por mucho que los edulcore con
gastada palabrería.
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Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de
Madrid y colaborador de Bakeaz.