La primera gran diferencia entre el caso del
crucifijo y el del velo apunta al espacio en
el que cada uno se sitúa. Ni el laicismo
como ideal de tolerancia ni el liberalismo
como teoría política subyacente tienen
problema alguno con el crucifijo en sí, sino
con el lugar en el que algunos se empeñan en
colocarlo: la escuela pública. Porque,
aunque esos algunos no parezcan querer
entenderlo, "público" significa "obligado
para todos".
Un crucifijo en un centro público (sea un
hospital, un juzgado o una escuela) supone
adscribir una y sólo una determinada
religión a todos y cada uno de los usuarios
de tal centro.
Y, claro, una cosa así choca con la libertad
religiosa, porque algunos usuarios adoran a
otro Dios, otros no adoran a ninguno y otros
no acaban de saber a qué o a quién adorar.
De ahí que el fundamento jurídico de la
sentencia del Tribunal de Estrasburgo haya
sido precisamente ése: la libertad
religiosa.
Un inciso: algunos salen aquí con el
pintoresco argumento de que los católicos
son mayoría en nuestro país, y de que de tal
cosa se desprendería la legitimidad de los
crucifijos en las escuelas. Da pereza tener
que explicar esto, pero es que si la
religión del Estado se eligiera por mayoría,
entonces nada habría que objetar a que en
los países musulmanes todos los niños fueran
educados en el islam, en Israel todos lo
fueran en el judaísmo, aquí todos en el
catolicismo, en Grecia todos en el
cristianismo ortodoxo, etcétera.
"A la teocracia por la democracia", un
bonito eslogan que aquí asumen sin rubor
algunos de nuestros pretendidos liberales, y
que pisotea una de las conquistas más
elementales de la modernidad: el Estado ha
de ser neutral, aconfesional o laico -cosas
todas que significan lo mismo- precisamente
porque sólo así puede garantizarse para
todos la libertad de conciencia.
Pero retomemos la cuestión. La gran
diferencia entre el velo y la cruz es que el
velo es algo privado. No es un símbolo
religioso que se quiera imponer en ciertos
espacios públicos, sino una prenda que
algunas personas deciden lucir (y soy
consciente de todo lo problemático que
encierra este "deciden" cuando estamos
hablando de niñas o adolescentes).
Un aula, cuando es pública, no puede
adornarse con trajes religiosos
pertenecientes a una determinada confesión.
Nada público puede hacerlo: ni las aulas, ni
los libros, ni los temarios, ni (por cierto)
los juramentos de los funcionarios, ni (por
cierto) los funerales de Estado, ni (por
cierto) la declaración de la renta, ni... en
fin, nada que obligue a todos. Ésa es la
gran diferencia: el velo es algo privado, el
crucifijo -el que se ha prohibido en
Estrasburgo, quiero decir- pretendía ser
público.
Por eso, para enfocar con justicia la
cuestión, al velo no habría que compararlo
con los gruesos crucifijos de pared de las
aulas, sino con los diminutos que muchos de
nuestros estudiantes llevan colgados al
cuello, con las medallas de la virgen, con
las estampas de santos, con la kipá que
lucen los judíos, etcétera. Es decir, con
símbolos religiosos, sí, pero perfectamente
privados. ¿Hay algo en el laicismo que
implique prohibir los símbolos religiosos
privados? No, en absoluto.
De hecho, si el laicismo garantiza la
neutralidad de los espacios públicos lo hace
precisamente para que cada uno podamos hacer
uso de nuestra libertad individual en el
ámbito privado. Es gracias al laicismo que
unos pueden lucir una cruz y otros un velo,
y ésa es su grandeza civilizatoria.
Contra lo que mezquinamente nos venden
algunos en este país, el laicismo no se
opone a ninguna religión, sino todo lo
contrario: lo que viene a hacer es
garantizarlas todas. El laicismo es sinónimo
de tolerancia, de igualdad, de respeto. Es
el gran invento de la modernidad para
facilitar la convivencia entre los
diferentes credos: saca a Dios del salón
público del trono y lo instala en el corazón
privado de los hombres y de las mujeres
libres.
Pero, ¿y no es el velo un símbolo machista?
¿No vulnera la dignidad de la mujer, no
presupone y potencia su sumisión? Esta
segunda acusación va más allá del ámbito del
laicismo y acude en su descargo a cierta
idea de los derechos humanos. Si el velo
atenta contra la mujer, lo hará dentro y
fuera de la escuela, y habrá por tanto de
perseguirse siempre y en todo caso.
Por estos y otros motivos, buena parte del
feminismo (no todo) se sitúa del lado de la
prohibición, junto a insospechados
compañeros de viaje como los neocon,
cierta islamofobia rampante y no pocos
partidarios de ese "choque civilizatorio"
que más que describir una situación parecen
empeñados en provocarla.
La cuestión es desde luego espinosa, y dista
de ofrecer nada ni remotamente parecido a
una solución sencilla, pero yo adelantaría
dos razones por las que creo que el
feminismo hace un flaco favor a su causa
cuando aboga por la prohibición. En primer
lugar, porque al hacerlo así ha de asumir
una identificación entre una prenda -el
velo- y unos valores -los patriarcales- que
está lejos de ser evidente.
El velo no significa lo mismo siempre, ni en
todas las culturas, ni para cada una de las
mujeres que lo adoptan. Se trata de una
generalización abusiva que probablemente
genera más problemas que los que resuelve.
En el caso concreto de las escuelas, parece
mucho más sensato que decida cada Consejo
Escolar atendiendo a las circunstancias del
caso. Y, como en todo proceso con garantías
-esas garantías jurídicas que configuran uno
de los más hermosos avances morales que ha
dado al mundo la civilización occidental-
"las circunstancias" han de ser siempre
actos concretos, no meras prendas de vestir,
sean velos, estrellas de David o crucifijos.
Lucir el velo no debe llevar per se a
la apertura de un proceso de indagaciones
del que los demás alumnos se hallen
liberados. Sabemos a qué recuerda eso, y
estremece tener que recordar lo obvio.
Pero, en segundo lugar y sobre todo, porque
lo que está en juego es la libertad de las
propias musulmanas. Que el velo es machista
es en muchos casos absolutamente cierto,
pero prohibirlo enarbolando esa razón
resulta en buena medida contraproducente. La
lucha de las mujeres por su liberación ha
sido el acontecimiento más fructífero y
liberador de la modernidad, pero lo ha sido
así porque fueron ellas las que encabezaron
la lucha: ellas fueron las protagonistas,
como ahora lo han de ser las musulmanas.
Lo que la prohibición lograría sería retirar
de la cabeza de las mujeres el mero velo
externo, sí, pero al presumible precio de
mantener incólume el interno, que es el que
principalmente hemos (han) de combatir: el
machismo son ante todo ideas y
representaciones mentales, y sólo
secundariamente ropas, hábitos y
servidumbres.
Son ellas las que han de descubrir su
camino, sin que les indiquemos cuál es "el
adecuado" ni les forcemos a transitarlo.
Para bien o para mal, las similitudes que
existen entre querer obligar a una mujer a
despojarse de una determinada prenda "por su
propio bien" y pretender imponer en un país
"la democracia" manu militari son
demasiado evidentes, demasiado cercanas y
demasiado siniestras.
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Jorge Urdánoz Ganuza es profesor
de Teoría Política en la Universidad
Autónoma de Madrid.