Y, como ambos, buena
parte de la sociedad tiene claro que es un imposible vivir en
democracia teniendo a una religión (o, lo que es peor, a varias)
vertebrando la sociedad y mezclándose con el Estado.
En la actualidad el Gobierno está preparando una reforma de la
actual Ley Orgánica de Libertad Religiosa , reforma que se está
llevando con cierto secretismo por parte del ejecutivo, y de la
que aún se desconocen los términos. Y existe recelo y suspicacia
en amplios sectores sociales, lo cual es muy entendible ante la
beligerancia que venimos todos observando por parte de la
Iglesia contra todo aquél o aquello que no se adhiera a sus
voraces pretensiones, y ante la aparente apatía del Gobierno a
la hora de sentar las bases de la aconfesionalidad
constitucional del Estado español.
No es tarea fácil para ningún Gobierno del mundo poner a las
religiones en su sitio, que no es otro (o, al menos debería
serlo) que el ámbito privado de las conciencias de la
ciudadanía. Todos vamos sabiendo, más o menos, de qué va el tema
a estas alturas de la película. Pero ni el miedo, ni la
sumisión, ni la complacencia a aquellos que, según la evidencia,
predican el amor pero ejercen el odio y la tiranía, deben de ser
obstáculo para culminar a nivel público una transición
político-religiosa que nunca se llevó a término con el final de
la dictadura. Porque el Estado español continúa manteniendo la
confesionalidad encubierta que se gestó en los albores de la
Transición (y que, por cierto, el señor Aznar intensificó
notoriamente).
Y existen algunos matices que se deberían revisar para no
perpetuar errores de forma y fondo que dificultan la
transparencia en este controvertido asunto. El más evidente es,
en mi opinión, la denominación de la Ley, que no debería
llamarse de Libertad Religiosa, sino de Libertad de conciencia.
Porque no se trata de asentar los derechos de los adeptos a
religiones, sino los de todos los ciudadanos, los religiosos y
los que no lo son (absolutamente discriminados con la ley
actual)..
Por otro lado, el Estado está obligado a mantener una absoluta
asepsia y una impoluta neutralidad en cuestiones de creencias
religiosas. Porque cualquier alineación de los poderes públicos
con cualquier confesión vulnera gravemente el desarrollo de la
libertad de pensamiento, de conciencia y de creencia, que es la
base esencial de los Derechos Humanos.
Igualmente es obligación del Estado no financiar el
adoctrinamiento religioso en la educación pública y en la
privada subvencionada con fondos públicos; y debe evitar
cualquier interferencia en los planes educativos de intereses de
cualquier organización religiosa o ideológica, para garantizar
el pleno desarrollo de los ciudadanos en el respeto a los
principios democráticos y a las libertades fundamentales.
En resumen, se trata de hacer una Ley (como la ley francesa de
1905 de separación Iglesias-Estado) que se constituya en un
mecanismo eficaz de independencia de los poderes públicos con
respecto a cualquier dogma o confesión; se trata de consolidar
de facto el pluralismo ideológico y social; no se trata de
ofrecer los mismos privilegios a todas las religiones (sería
pretender salir de “málaga” para meternos en “malagón” y sería
peor el remedio que la enfermedad), sino de suprimir cualquier
privilegio proveniente del erario público a todas ellas, que
deben buscar su propia financiación en sus adeptos y en los
mecanismos reglados de financiación pública.
En cuanto a credos, dogmas, fábulas, mitos y supersticiones
varias, todo es respetable en la conciencia de cada quien, pero
son inadmisibles como idearios hegemónicos, y del todo
incompatibles con el ámbito público de cualquier sociedad que
pretenda ser democrática. A estas alturas de la película nadie
nos puede negar que las religiones en el poder son un serio
peligro para la convivencia pacífica y para el desarrollo de los
derechos ciudadanos. Una simple mirada objetiva y honesta a la
historia lo demuestra. Y mucho más importante que las religiones
(que son organizaciones totalitarias y antidemocráticas) sean
libres para seguir dominando Estados y conciencias, lo es que
los ciudadanos sean libres para poder desligarse de ellas.
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Coral
Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica