Manuel Alcaraz Ramos
Información de Alicante 21 de
Agosto de 2009
"Lo característico de España no es que en ella la Inquisición quemase a los heterodoxos, sino que
no
hubiese ningún heterodoxo que quemar" (J. Ortega y
Gasset, "El espectador")
Hace unos
días se ha celebrado en la Comunidad Valenciana un
"bautismo laico", como otro, representado por
progresistas de postín, hecho antes en Madrid. A mi
modo de ver esto sería mera broma entretenida si no
fuera porque pone de relieve lo difícil que es ser
laico consecuente en España y, sin embargo, lo fácil
que es acabar ayudando a la Iglesia Católica con
bienintencionadas pantomimas. Y es que, de entrada,
el gesto parece ignorar que lo que tuvo fuerza
auténticamente revolucionaria fue el invento del
Registro Civil, que despojó a la Iglesia del
monopolio sobre identidad y trayectoria vital de las
personitas que llegan al mundo y que son, sin
permiso de Dios, integradas en el ámbito formal de
la esfera pública. Que, una vez efectuada la
inscripción, la familia quiera organizar un sarao
con brindis al Che Guevara y berridos folk hasta que
la criatura se desmaye, ya es cosa de cada cual; que
también tienen narices que estas ráfagas de
acratismo requieran del respaldo del poder político
para realizarse.
Si dejamos aparte el matrimonio, que antes que acto
religioso ya era contrato y que es ejercicio de un
Derecho que, por su trascendencia, requiere de
alguna solemnidad, la reconversión civilista de
sacramentos puede llevarnos a lugares inusitados.
Veremos, quizá, una "confirmación de ateísmo" en la
que el adolescente se rascará los granos mientras
asegura perseverar en la fe infiel de sus mayores;
una "ordenación sacerdotal atea", en la que los más
rotundos creyentes en la inexistencia de Dios harán
votos perpetuos de constancia en su actitud; la
"penitencia laica" consistirá en el perdón amable de
las recaídas en la fe de Abraham o de uno de esos, y
será penitenciada con la lectura de manuales de
autoayuda y la ingesta de música chill out; y, en
fin, en la "extremaunción incrédula", alguien
asegurará al moribundo que le espera el divertido
Infierno o la Nada Absoluta, con lo que el agónico
se marchará reconfortado, a la espera que en el
funeral se lean poemas de Brecht y Miguel Hernández,
mientras canta Joaquín Sabina, amén.
(Afortunadamente aquí no se estila la circuncisión).
Insisto: en España es muy fácil, por higiene
democrática, ser anticlerical, pero muy difícil, por
lo visto, practicar, además, un laicismo
consecuente. Y es que igual que los católicos
bondadosos necesitan de los pobres para ser
caritativos, los anticlericales necesitan de la
clericalla más rancia para poder perseverar en su
virtud. Todo vale, por lo visto, mientras las
batallas se mantengan en un nivel alegórico y, sobre
todo, mientras que a una creencia tenida por
obsoleta se le pueda oponer "otra" creencia. Así no
se rompe el círculo vicioso y la Católica SA, pese a
estar en horas bajas de audiencia, conserva un
impresionante dominio de segmentos amplios del
espacio público. Y así será mientras sus críticos se
empeñen en imitarla, en proponerse como su mero
espejo distorsionado. Si ahora se descristianan
chiquillos, hace años se celebró un "Concilio Ateo".
O sea, que la Iglesia recibe el regalo de ocupar la
centralidad del debate cultural.
Por lo demás es plausible encontrar presuntos laicos
creyentes en una reliquia, en una advocación
particular o, ya puestos, dispuestos a confesar que
"creo en Dios, a mi manera", elevando a Sinatra a
Doctor Angélico de su Particular e Individualista
Iglesia. Son legión los descreídos que creen
fervientemente en el Espíritu Humano, en fuerzas
telúricas o en bienaventurados marcianos y que
consideran que cada palabra sobre los templarios
encubre un misterio inescrutable. Sin olvidar a los
que muestran una fe ciega en una ciencia
frivolizada, en sus posibilidades futuras como
instrumento de revelación de "lo" que permanece
oculto, sea la telekinesia o la transmigración de
las almas. En este último punto, me temo, radican
nuestros males: el soplo de la ciencia racionalista
ha sido leve sobre la historia de España. Creemos en
la Ley de la Gravedad porque las manzanas se nos
caen, pero a ver cuántos ilustrados laicistas son
capaces de explicar la Teoría de la Evolución de ese
comecuras de Darwin, bendito sea. Y es que la
ciencia -incluida las ciencias sociales que no se
desvían al sortilegio- es la mejor terapia para
asegurar que no nos apoltronamos en la creencia como
fuente argumental esencial. Una vida condicionada
radicalmente por una creencia, aunque sea la
creencia en la increencia, es una forma de
religiosidad que fecundará algún grumo de fanatismo
y de irracionalidad y dificultará, llegado el
momento, que la libertad y la igualdad implícitas en
el laicismo derroten a la inercia del tiempo.
Pero en España aún se afirmaba la primacía del
tomismo cuando en el resto de Europa se dudaba y se
razonaba y experimentaba. Los liberales, desde
Cádiz-1812, tuvieron que pactar -ceder- con la
Iglesia; y así han seguido, que salvo un breve y
trémulo amanecer dorado, institucionista y
orteguiano, los liberales continúan más pendientes
de no molestar al Nuncio que de proclamar la
libertad de pensamiento. Los socialistas no dieron
apenas en leer a Marx, que fue una vía de
racionalismo en otros sitios, y vienen prefiriendo
una mixtura de profetismo diluido y de inocencia de
souvenir de primera comunión. Y los anarquistas
dividieron su camino de salvación entre la rabia
desaforada y un bonancible naturismo y
vegetarianismo, compatible con la quema de
conventos. Un desastre. No digo yo que no haya
razones históricas que expliquen todo eso, pero esas
mismas razones son las que nos iluminan, sobre la
falsa moneda laicista y lo bien que lo seguirá
teniendo la Iglesia, per secula seculorum.
Vamos, creo yo. Y si estoy equivocado, por favor,
que alguien me derrame, como sin querer, una miaja
de agua de progresía-nº 5, a ver si supero, al fin,
esta minoría de edad culpable y me despojo de este
Pecado Original, que del Otro ya me rescataron, que
bien guapo quedé en las fotos.