Por
recomendación de mi amigo Fernando fui a la
zaragozana plaza de la Santa Cruz. Allí, en medio de la plaza, sobre
un único podio, hay una cruz griega de hierro, flanqueada por cuatro
farolas. En los laterales de un cuadrado de ladrillo que sirve de
base, puede leerse el mismo mensaje, escrito sobre azulejos, ya algo
desgastados: "Transeúnte, esta cruz bendita espera de ti una oración
por los mártires de la guerra". E inmediatamente el transeúnte sabe
que la oración solicitada es solo por los muertos en el bando
golpista del general Franco durante una abominable
guerra civil. Una vez más, se ve cumplida allí la misma constante
celtibérica: sobre un objeto (en este caso, metálico) se proyecta el
supuesto mágico de que es capaz de esperar algo (una oración) y de
tomar inequívocamente partido por una facción militar y política
vencedora en contra de la de los vencidos, herejes y antipatriotas.
Algo
similar existe en la propia Basílica del Pilar: en el flanco derecho
del coro, hay una lápida de mármol que conmemora una peregrinación
en los años 1939-1940, y que comienza con el siguiente mensaje, en
latín: "Liberada la Patria en/por la guerra civil y conseguida
felizmente la victoria". Nadie ha quitado hasta hoy esa lápida, a
nadie le molesta. Por el contrario, ocupa un lugar de honor, lo que
conduce a la misma conclusión celtibérica: la iglesia católica, sus
dirigentes, están identificados con unos determinados eventos
bélicos, que suponen la conquista del poder por parte de sus amigos
y aliados y la derrota (la muerte, el fusilamiento, la cárcel, el
exilio, la represión) de sus adversarios. Por encima de sus prédicas
sobre el amor al prójimo, esa es, de hecho, la realidad.
Los
cristianos, en consonancia con sus valores originarios, fueron
incondicionalmente pacifistas, de tal forma que durante los tres
primeros siglos de existencia los primeros pensadores cristianos no
admitían la legítima defensa ni la pena de muerte ni la guerra, lo
que explica que buena parte de los cristianos ejecutados en la
última persecución de Diocleciano (303-311) perteneciese a "los
hermanos que militaban en las legiones", tal como relata
Eusebio de Cesarea Mas llegó Constantino y
su Edicto de Tolerancia en el 313, y se produjo un giro de 180
grados: el lábaro (estandarte con la cruz) y el monograma XP
(Cristo) encabezarán desde entonces mil batallas victoriosas, con
ríos de sangre y saqueos en masa. Ya hay enemigos a aniquilar para
defensa de la ortodoxia. De la noche a la mañana el antiguo
cristianismo de los pacifistas se ve suplantado por el cristianismo
de los capellanes de regimiento y los generales de los ejércitos.
Christus vincit, Christus regnat. Y en nombre de ese Cristo Rey, lo
más reaccionario de los últimos diecisiete siglos ha disfrazado sus
crímenes y agresiones con cruzadas, ejes del Bien, defensa de la fe,
Patria y Dios y un sinfín más de alibís para la agresión.
La
guinda fue puesta unos años más tarde: los no cristianos fueron
excluidos del ejército por un decreto imperial, de tal forma que las
victorias y las guerras quedaban ya exclusivamente reservadas a los
cristianos. Antes aceptaban el martirio en aras de la paz
incondicional en la que creían por mandato de su fundador, ahora
cuentan ya con razones para guerrear y matar a discreción.
Simultáneamente, les sobrevino la clarividente necesidad, como
defensa de la verdadera fe, de acabar con el enemigo, hereje, judío
o pagano.
Poco
han cambiado las cosas desde entonces. Cuando la iglesia católica se
ha visto favorecida por el poder del emperador, del rey o del
gobernante en general, ha repartido panegíricos, bendiciones,
cánticos, palios y estandartes a cambio de manos libres (amén de un
torrente de propiedades, riquezas y privilegios). Cuando, en cambio,
el poder no se aviene plenamente a sus dictados e intereses, se
declara ipso facto perseguida y maltratada. Me viene ahora a la
mente que Galileo Galilei fue obligado a abjurar de
su teoría heliocéntrica, que la gran mayoría de filósofos y
pensadores modernos y contemporáneos fueron incluidos en su Índice
de Libros Prohibidos (donde ha estado también, por ejemplo, El
lazarillo de Tormes o las obras completas de Rabelais),
o que la jerarquía católica hispana escribió en 1937 una repugnante
Carta Colectiva de los Obispos Españoles en apoyo de una sangrienta
dictadura militar.
El
poder. Siempre el poder. Nada más que el poder. Catolicismo y poder
económico, militar y social. Siempre unidos. Siempre aliados. En sus
orígenes, el cristianismo pudo haberse convertido en difusor de paz
y solidaridad, pero a los pocos siglos (en cuanto tocó poder)
encarnó los valores contrarios. La placa antes mencionada de la
basílica del Pilar es cosa del Arzobispado y el mensaje existente en
la plaza Santa Cruz en Zaragoza corresponde al Ayuntamiento. Son dos
gotas de agua en el océano, pero cuántas veces todas esas gotas y
ese mar han privado de vida y de libertad a muchos millones de seres
humanos.
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Antonio Aramayona
es Profesor de
Filosofía