Yo no llevo la cuenta, pero sería curioso saber cuántas
veces se ha muerto Dios. Y sería bueno saber cómo se ha
muerto, si de aburrimiento, de viejo, de un cáncer en su
Ubicuidad; o si, por el contrario, se ha suicidado,
tirándose al vacío sideral, o ha tenido una muerte dulce,
mediante eutanasia, pidiendo a su mayor enemigo de toda la
eternidad, el Diablo, que le desconectase el tubo que lo
mantenía vivo, aunque en estado más o menos agónico o
catatónico o vegetativo, debido a las insensateces de sus
obispos y a la inutilidad de haber sacrificado a su propio
hijo en aras de salvar a la humanidad, pero, sobre todo, por
ese complejo de culpabilidad que nunca le habrá abandonado:
haber sacrificado inútilmente a su Hijo para redimir a los
humanos. Lo que, él lo sabe mejor que nadie, resulta un
contrasentido mayúsculo en su sabiduría más que infinita,
cámbrica. Si sabía mejor que Kant que el ser humano no había
de modificar su inclinación a hacer burradas -que es lo que
hacen una y otra vez, según los obispos hodiernos-, ¿para
qué mandar al matadero a su Unigénito? ¿No hubiera bastado
con haber enviado un clon o un demonio de usar y de tirar,
como los que aparecen en algunas novelas y películas
modernas?
Los obispos, que tienen especial sensibilidad lúgubre para
estas cosas, suelen aprovechar algunas celebraciones
populares, como el florido Corpus de mayo, para arremeter
contra gobiernos de izquierdas, a los que culpan de negar la
libertad religiosa que provoca, ya ven, «la tentación de
declarar la muerte de Dios» (El País, 24.5.2008. 28/05/2008.
Alarmas episcopales).
Los que son especialistas en buscar nombres a ciertas
epidemias deberían ir pensando en uno que concitara en sus
significantes ese síndrome que, de vez en cuando, aqueja a
toda la jerarquía católica, obispos, cardenales y papa.
Me sorprende mucho esta actitud. Leyendo libros de teología,
escritos durante el siglo XX, y buscando información acerca
de la muerte de Dios, llego a la conclusión de que han sido
los propios teólogos católicos, especialmente con rango
superior en el escalafón, quienes más veces han llamado la
atención sobre este óbito divino. En parte, es lógico que
sea así, puesto que son ellos quienes lo han secuestrado
para sus propios intereses y saben de El más que su propia
familia, la cual, ya es curioso también, nunca se muere, a
pesar de las olas y tsunamis de irreligiosidad que han
invadido el continente. Ningún obispo habla de la muerte de
Jesucristo o de la virgen María. Y lo raro es que la muerte
del padre no la anuncien los hijos y los familiares
allegados. En propiedad, los obispos tendrían que decir:
«Nos ha enviado Jesucristo un correo y nos ha dicho que como
vayan así las cosas de este mundo, su Padre, Dios
Todopoderoso, se hará el harakiri cósmico un día de estos».
O, mucho más propiamente: «Dios Hijo, y su apenada Madre,
junto con el Espíritu Santo nos han remitido un telegrama
donde escuetamente se dice: `Papá ha muerto'».
Pero no. Ellos, saltándose el protocolo de la muerte
universal, que al parecer afecta también a los dioses, por
definición inmortales, se adelantan incluso al Hijo, al que
ni siquiera le piden permiso para hablar de la muerte de su
Padre.
Pero la muerte del Padre tiene, también, otras
implicaciones. Porque si se muere Dios Padre, ¿qué pasa con
Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo? ¿También se mueren
cuando se muere el Padre? Lo digo por aquello de la
solidaridad. ¿Cómo afecta la muerte de Dios Padre a la
configuración estructural de la familia llamada Santísima
Trinidad, tres personas distintas, pero un solo Dios
verdadero? ¿Serán menos dioses el Hijo y el Espíritu Santo o
lo serán mucho más al heredar la parte de divinidad que les
deja en herencia el Padre?
Lo que está claro es que si se muere el Padre, tampoco
resulta muy grave el asunto. Lo terrible es que se murieran
a la vez los tres, el Padre, el Hijo y el Otro. Que se muera
el Padre es bastante lógico. Son demasiados años, más de una
eternidad, llevando el timón del Cosmos hacia no se sabe
dónde, pero llevándolo, al fin y al cabo. A fin de cuentas,
Dios tiene que tener más años que el propio Universo, ¿no?
Porque Dios Padre, ¿cuándo nació? ¿Es anterior al mismo
Tiempo? ¿O es él el mismo tiempo?
Pero que no cunda el pánico, porque si se muere, es decir,
si ya no cuenta en la vida de las personas, quedan el Hijo y
el Espíritu Santo rigiendo los destinos del Universo Mundo.
Así que, ¿a qué lamentar tanto la muerte o el ocaso de Dios?
La verdad. No le encuentro mucho sentido a todas estas
lamentaciones. El futuro de la casa Dios está más que
asegurada.
Hay otro aspecto, más mundano, que también tiene su retranca
pesimista y es el que más nos afecta. Porque debemos
aguantarla, queramos o no. Me refiero a la cara que ponen
los obispos cuando hacen este pronunciamiento escatológico.
Los pobres dan a entender que la muerte de Dios Padre les
afecta en verdad. ¡Hay que ver qué caras de estreñimiento!
¡Qué rostros de tormento y de angustia! Se queda uno más con
estos ojos de besugos desnucados obispales que con el
terrible anuncio de la muerte de Dios Padre.
¿Estos son obispos de fe? ¿Estos son sujetos que creen en un
Dios Eterno y Omnipotente? ¿De verdad creen que Dios se iría
al garete caso de que España rompiera de una vez por todas
con el Concordato? ¿De verdad creen que Dios la espicharía
caso de que España no diera un euro a las arcas y cepillos
de la iglesia? ¿De verdad imaginan que Dios se moriría por
el horrible hecho de que alguien cediese a la tentación de
declarar urbi et orbi su Muerte? ¿De verdad sospechan
siquiera que Dios Padre expiraría caso de que en España se
aprobase la ley del aborto o se declarase la laicidad de
Estado?
Estos
obispos deberían mirársela. La fe. Porque insinuar tanta
fragilidad en un ser que se supone Eterno y Omnipotente
acabará por producir un grave desconcierto entre los
creyentes, y quién sabe si, además, algún disgusto. Mal
ejemplo, pero muy mal ejemplo es el que da esta cohorte de
purpurados al presentar un Dios débil, viejo, decrépito, con
parkinson y alzheimer. Ya lo he dicho, en la UVI.
Quizás es que vean a Dios como imagen de ellos mismos, en
esa edad avejentada tan propicia para participar en los
viajes del Inserso. Está muy mal dar pistas al enemigo, pero
en esta ocasión seré condescendiente. Les aconsejaría que
evitaran estas declaraciones, más o menos luctuosas. No
porque sean ciertas, verdaderas, verosímiles o circunflejas.
Es que, como sigan hablando de este modo, se les va a
terminar el negocio sin que se lo esperen. Puede llegar un
momento en que los verdaderos creyentes se acerquen a las
iglesias no a pedir cobijo y socorro a Dios, sino a
ofrecérselo para defenderlo de los tipos como Rouco,
Cañizares y Martínez Camino, que, a lo que se ve, no confían
para nada en su eternidad ni en su poder.
Peor aún, parece como si estuvieran opositando a ocupar su
lugar.
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Víctor
Moreno
es escritor y profesor