« LA
conciencia está por encima de la ley». «El
sentido común está por encima de la norma». Dos
afirmaciones equivalentes, frecuentes y
biensonantes. Quien esgrime la primera aspira al
reconocimiento colectivo para su conducta al
margen de si es o no conforme a la legalidad. La
conciencia es un concepto cargado de prestigio
y, al parecer, valida y homologa conductas con
autonomía sobre lo legal.
El
problema es que en lo tocante a conciencia cada
uno tiene la suya y el propio prestigio del
término se relativiza mucho si de «mi
conciencia» pasamos a considerar «su»
conciencia, es decir, la del otro. Ésta puede
llegar a percibirse, incluso, como pura
extravagancia. A la conciencia le ocurre como al
tan sobado «sentido común» cuando se constata
que, en demasiados casos reales, no es común.
En los
últimos tiempos viene apelándose a la conciencia
en relación con disposiciones legales como la
asignatura feroz, los matrimonios homosexuales,
el aborto o la píldora 'post' por parte de
padres, jueces, sanitarios o farmacéuticos, de
tal manera que 'la conciencia' de determinado
grupo social podría, caso de ser atendida sin
restricciones, subvertir el resultado de las
elecciones en la medida en que la legislación
que se deriva de ellas no es vinculante y se
subordina a «mi conciencia». Si a alguien le
parece exagerada esta afirmación considere a qué
límites podría llegar la primacía sobre la ley
de «mi» y de «su» conciencia en una sociedad que
está abocada a la pluralidad étnica, cultural y
religiosa.
Por
otra parte la legalidad -único código de
conducta, por tanto moral, que nos es exigible a
todos- no es sino la consecuencia de una ética
de mínimos comunes democráticamente
consensuados. Someter sistemáticamente la ley a
la conciencia particular equivale a derogarla.
Por eso, en los países civilizados, por encima
de la ley no está nada.
Ahora
bien, no hay por qué cerrar aquí el problema. La
conciencia individual existe efectivamente y se
puede manifestar de buena fe. Una sociedad
madura y plural puede y debe ser generosa y
presumir buena fe a «mi conciencia» siempre,
claro está, que el respeto a «mi conciencia» no
suponga merma en los derechos legales ajenos.
Garantizados éstos, una sensata regulación legal
de la objeción de conciencia no perjudicaría al
colectivo y atendería, en la medida de lo
razonable, a minorías diversas que, de momento,
siempre son la misma. Quienes en su dictadura
teocrática erradicaron toda disidencia tendrían
así su acomodo en la democracia laica de la que
tanto abominan. Y los demás dejaríamos de tener
que oírlos.