Nunca
te veían como a un niño pequeño. Te enfrentabas
a todo tipo de castigos corporales. Te golpeaban
en las manos o en el trasero, te retorcían el
cuello, había todo tipo de castigos. Te pegaban
con cualquier cosa. Aquellos enormes dormitorios
con 250 niños tenían una habitación de castigo y
se oían los gritos de los niños llorando de
horror y dolor. Los gritos se extendían por todo
el dormitorio y eran otra forma de meternos el
miedo en el cuerpo. Y abusaban sexualmente de
los niños, les degradaban sexualmente delante de
los otros niños. De mí también abusaron
sexualmente. Oh, sí. Yo era una persona fuerte.
Aún lo soy. Y a la gente con carácter siempre la
llevaban a la habitación de castigo y ahí dos o
tres hermanos hacían lo que querían contigo,
para satisfacer sus costumbres más sucias.
Cuando eres un niño no comprendes los abusos
sexuales. No sabes lo que es el sexo. Pero en el
fondo del corazón sabías que era algo malo. Hay
cosas que no comprendes pero sabes que son algo
terrible. Muchos niños estaban como muertos. En
realidad nunca tuvieron vida. Fueron, fuimos
todos, destruidos allí. Sin nadie que les
cuidara, que les enseñara qué hacer, cómo coger
un autobús, pagar un alquiler o preparar la
comida. Cómo vivir. Nunca hablabas con los demás
de lo que te pasaba. Tenías miedo de que viniera
el hermano y tú fueras el siguiente. Una vez se
lo mencioné a un sacerdote muy joven que estaba
en su primer destino. Se quedó sorprendido y en
su inocencia les preguntó qué pasaba. Le
trasladaron y ese día me pegaron hasta dejarme
inconsciente. Estuve seis semanas en el hospital