La
“madera" de la autoridad educativa
Amparo Caballero y
Gonzalo Romero
UCR
1 de Octubre de 2009
El aluvión de privatizaciones, con la consiguiente y sucesiva
compra de derechos y deberes, sigue llegando a la escuela. Las
privatizaciones también llegan al componente social, allí donde nos
relacionamos y comunicamos los ciudadanos. Y, claro, uno de los
subsistemas sociales de mayor importancia es, sin duda, la escuela.
La escuela es siempre un reflejo de lo que sucede
fuera de sus aulas y patios de recreo. Y uno de los reflejos, hoy, de la
escuela, es la llamada “crisis de autoridad”, a tenor de los titulares
de muchos medios de comunicación de masas.
La autoridad, si de educación hablamos, es una construcción
tan necesaria como compleja. En primer lugar, tendríamos que aclarar qué
queremos decir cuando hablamos de autoridad y más en concreto, de
autoridad educativa en la escuela. Porque, al parecer (como casi todo se
compra y casi todo se vende en un mercado donde esa compra compulsiva
tiene mucho que ver con “esto quiero, esto compro ahora”) alguien ha
debido confundir conceptos morales con adquisición “inmediata” de los
mismos. La compra compulsiva es lo que tiene, que no mide sus efectos
secundarios hacia el prójimo (próximo o remoto), salvo la satisfacción
inmediata de mis deseos. Debe ser que, alarmados por el sumatorio de
noticias sobre la llamada violencia escolar en los medios de
comunicación masivos, pretenden algunos sacarse ahora de la chistera, el
conejo sorpresivo de una ley que invista de autoridad a los
profesionales de la escuela obligatoria: así como se conquistan países y
se imponen voluntades “manu militari”, así se impondrá también la tan al
parecer deseada autoridad, de la que parece carecer parte del
profesorado.
Confunden, quizás interesadamente, la autoridad con la
imposición de deberes en quienes no pueden defenderse “de igual a
igual”. Pregonan la vuelta al “usted” y a la tarima como elementos de
“autoridad”; tarima de cuya madera podemos hablar muchos, que ahora
recordamos los reglazos, los golpes, las palmetadas… porque en aquel
contexto todo eran golpes y la ley se fabricaba a golpes y en las
iglesias los golpes de pecho eran la oración habitual de los que aún
suponían que cuanto más duro era el golpe mayor era también la
indulgencia.
Sin embargo, a nuestro entender, la autoridad educativa es un
proceso dialógico: reconocemos autoridad en quien nos quiere y nos
respeta, en quien es capaz de generar un buen clima en el aula,
condición indispensable para aprender algo útil en nuestra vida presente
y futura.
¿De qué madera estará hecha entonces la escuela donde el alumnado
aprende satisfecho y se siente identificado con ella y con quienes son
sus maestros y maestras, a los que quiere y respeta? Sabemos por la
investigación y por la experiencia que allí donde existen comunidades
educativas en las que se tiene claro que los procesos de enseñanza y
aprendizaje son oportunidades vivas de y para la cooperación, no
necesitan de una ley que les invista de autoridad. Suelen ser centros en
donde de vez en cuando surgen, claro, conflictos, pero no se tratan como
un asunto “judicial” ni mucho menos “policial”, sino que esa misma
comunidad lo resuelve educativamente, interpretando con ecuanimidad las
situaciones conflictivas haciendo que todos los implicados sean actores
y responsables de sus acciones u omisiones. Un diálogo vivo tan
educativo como eficaz para las partes implicadas. No necesitan castigar
ni elevar con tarimas su autoridad porque entienden que un educador con
autoridad suele ser una persona querida y respetada. Han gestado su
autoridad y respeto en la elaboración de muchas horas de estudio y
dedicación hacia quien es el centro de su actuación: el alumnado.
La autoridad educativa tiene todo que ver con un prestigio
moral generado a base de mucho trabajo de información y de formación
sobre quiénes son, cómo son y en qué contextos viven o sobreviven los
alumnos que tienen delante. Y les conocen y conviven hasta donde pueden
con ellos y saben que, con su oficio educador, deben intentar compensar
las desigualdades sociales para promover una sociedad más justa, más
crítica, más honesta, más creativa, más viva y con menos miedo para
poder decir “soy”, “existo”, “estoy de acuerdo” o “esto no es justo”…
Para todo ello necesitamos profesionales bien formados que quieran (de
querer- voluntad y querer-cariño) poner en el centro de su actividad al
niño, a la niña, al adolescente, conociendo sus evoluciones psicológicas
y sociales, apostando por ellos… Y eso significa distribuir un tiempo
cronos y un tiempo kairós para que la escuela pueda ser una fiesta del
aprendizaje. Profesionales que quieran entender a quienes no siempre
saben pedir lo que necesitan, porque no pueden, porque no han alcanzado
la madurez suficiente como para encontrar las palabras con las que
decirle al maestro: “necesito de ti y de tu sabiduría, comparte tu
tiempo conmigo”, “ponme límites”, o “súmate a mis reivindicaciones, que
también pueden ser las tuyas”...
Es probable, a tenor de los datos de los que disponemos, que sus
familias anden ahogadas en un marasmo de competitividades (caso de
pertenecer a la llamada clase media) o en el drama del paro inminente o
en el miedo a perder el empleo. Esas familias -a las que algunos
consideran “únicos culpables” de que sus vástagos rompan el molde de los
“buenos modales”- están obligadas, no lo olvidemos, a llevar a sus hijos
e hijas a la escuela hasta los 16 años. Una escuela en la que a veces,
como hechos puntuales y no de manera masiva, revientan su hastío porque
nada ven en ella que pudiera atraer su interés.
Hace falta invertir tiempo y dinero en la preparación de esos
profesionales… La propuesta de ley que trata de investir de autoridad al
profesor que dice no tenerla, es tan absurda como inútil. Y detrás de
esta ley, el legislador esconde lo que piensa de la sociedad en la que
nos construimos. Porque una escuela no es sino el fiel reflejo de lo que
sucede en la sociedad en la que se inserta, hablar de educación es
hablar de la sociedad que deseamos construir… Educar para la vida o
amaestrar para el mercado. Ni más, ni menos.
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Amparo Caballero y Gonzalo Romero son Profesores del
Departamento de Psicología Social y Metodología de la Universidad
Autónoma de Madrid y del Departamento de Didáctica de la Universidad de
Alcalá, respectivamente y miembros de la Asociación Cultural Candela. |